jueves, 6 de junio de 2013

Los círculos del tiempo


                                                                                                En mi pequeñísima cava duerme un Léoville Barton 2008, tiene en su cuello una etiqueta que dice: “L.O.H. Para descorcharse el 30 de agosto de 2026”. Ese día cumplirá 18 años mi hija Lucía…

A.O.F.

Se extingue el año de 1982, Gabriel García Márquez —enfundado en el poco protocolario traje de lino que su abuelo portaba los días de fiesta— cena filete de reno en salsa de dijon, salmón al eneldo y sorbete de grosella, todo ello perfectamente maridado con una muy castiza copa de Tio Pepe, una —o dos— de champán Mumm y una más de oporto Kopke. La ocasión no es para menos: recibe, a la cortísima edad de 55 años, el premio Nobel de Literatura.
            Este año es especial por muchas razones más: la URSS lanza la estación espacial Mir, se implanta en EUA el primer corazón artificial y nace el disco compacto en su forma comercial; Mecano debuta en la movida escena madrileña, Soda Stereo en la convulsionada bonaerense y Michael Jackson hipnotiza al mundo con el álbum más vendido de la historia: Thriller; dominan las pantallas Pink Floyd: The Wall, E.T., Blade Runner y Fanny & Alexander; se juega en España (a donde su servidor viajaría ese verano por primera vez, con nueve años) la Copa del Mundo de FIFA, Maradona debuta en el F.C. Barcelona y una caja de Lafite cuesta la mitad de lo que hoy cuesta una botella.
            Se acerca el final de un estío plácido al norte de Aquitania. El sol de 1982 calienta por las tardes la ciudad de Burdeos, las noches frescas invitan a sentarse a la orilla del Garonne, que cede generoso sus templadas aguas al estuario de la Gironde. Unos cuarenta kilómetros río abajo, las impecables hileras de los viñedos de Saint Julien presumen sus hermosos racimos de cabernet y merlot, los granos chupan insaciables la savia de los sarmientos retorcidos por la edad y los azúcares se concentran gracias al cielo que se obstina ante una súplica preciosa, la que pide algo más de agua que la humedad atlántica.
            Ronald Barton, quien nació con el siglo XX, camina todas las mañanas entre sus viñas, inspecciona las uvas como relojero, absorbe en su piel el sol y el rocío como si fuera una de ellas. Lleva más de medio siglo haciendo lo mismo, desde que su padre le entregó el control del Château, y no recuerda un año mejor que este 1982 desde que el fin de la gran guerra le permitió hacer su primera leyenda, en 1945. La tradición es su bandera, como lo ha sido siempre en esta bodega que ha pertenecido a su familia desde principios del XIX. Ya retirado, cuatro años más tarde de esta cosecha mitológica que intentamos revivir hoy, monsieur Ronald dejará este mundo sosteniendo que el 1982 ha sido el mejor vino que hizo en su vida; sin embargo, la perpetua ironía que es el Tiempo le habrá negado la oportunidad de experimentar su creación en la madurez plena, que no llegará antes de cuatro décadas…
            Volvamos a mayo de 2013. Han pasado 31 años de aquella mítica añada, el padre de Anthony y abuelo de Lilian Barton (actuales propietarios de este terruño) lleva 27 de cosechar en la viña divina. Hace unos días, con motivo de mi cumpleaños número 40, mi querido mecenas enológico, ese espléndido coleccionista de reminiscencias vivas, ese exquisito filántropo, ese anticuario de sensaciones, tuvo la formidable generosidad de descorchar y compartir una prístina botella del mismísimo Château Léoville Barton, récolte 1982; allí se erguía, frente a mí, como las joyas que imponen su presencia entre la bisutería: verdadera, auténtica, real, genuina.
            Afortunadamente, unas semanas atrás habíamos tenido la oportunidad de catar otro icono de esta añada y región, Château-Figeac 1982, un maravilloso Saint Emilion que con toda su complejidad de grosellas y cedro nos proveyó de contexto para la experiencia del Barton.
            Hemos dicho en varias ocasiones que probar un vino de estas características constituye una vivencia que trasciende las palabras. Escribir una estricta nota de cata, una reseña de los colores, los aromas y los sabores de una ambrosía viva que se aloja en nuestras almas sabe a poco. Un vino como este Léoville puede llegar al papel sólo en forma de evocaciones, de emociones; sin embargo, en esta ocasión es esencial —por una razón singular— comentar que la opacidad del granate no denotaba su edad, ni el regaliz y la grosella, ni su concentración, carnosidad y potencia en boca: el Barton 82 es en verdad el elixir de la eterna juventud; es una treintañera que no ha llegado a su adolescencia; es Kirsten Dunst como la pequeña Claudia, la refinada e impulsiva niña-vampiresa; ha sido a lo largo de tres décadas —perdone usted el atrevimiento— una auténtica lolita.
            Saborear esta botella —que parecía nunca haber dejado la bodega original— nos otorgó la gracia de volver a probar un trozo del mejor 1982, el de la apacible campiña francesa, como si hubiéramos viajado en una máquina del tiempo: con un tinto evolucionado pero a la vez fresco, con todo su músculo, frutalidad y belleza intactos.
            En su discurso de aceptación del Nobel, el Gabo invitaba a crear una nueva utopía y hacía homenaje a quien había estado en su lugar 31 años antes, William Faulkner: como en sus novelas, como con el linaje de los Buendía, el tiempo circular nos regala la comunión con nuestra estirpe a través de las décadas, de los siglos: vista desde el cielo, la espiral de la historia es un mismo disco… Algún otro Léoville dejaré para que mis hijos lo beban a los cuarenta años.