En mi pequeñísima cava duerme un
Léoville Barton 2008, tiene en su cuello una etiqueta que dice: “L.O.H. Para descorcharse
el 30 de agosto de 2026”. Ese día cumplirá 18 años mi hija Lucía…
A.O.F.
Se extingue el año de 1982, Gabriel
García Márquez —enfundado en el poco protocolario traje de lino que su abuelo
portaba los días de fiesta— cena filete de reno en salsa de dijon, salmón al
eneldo y sorbete de grosella, todo ello perfectamente maridado con una muy
castiza copa de Tio Pepe, una —o dos— de champán Mumm y una más de oporto
Kopke. La ocasión no es para menos: recibe, a la cortísima edad de 55 años, el
premio Nobel de Literatura.
Este
año es especial por muchas razones más: la URSS lanza la estación espacial Mir,
se implanta en EUA el primer corazón artificial y nace el disco compacto en su
forma comercial; Mecano debuta en la movida escena madrileña, Soda Stereo en la
convulsionada bonaerense y Michael Jackson hipnotiza al mundo con el álbum más
vendido de la historia: Thriller; dominan
las pantallas Pink Floyd: The Wall, E.T., Blade Runner y Fanny & Alexander; se juega en
España (a donde su servidor viajaría ese verano por primera vez, con nueve
años) la Copa del Mundo de FIFA, Maradona debuta en el F.C. Barcelona y una
caja de Lafite cuesta la mitad de lo que hoy cuesta una botella.
Se
acerca el final de un estío plácido al norte de Aquitania. El sol de 1982 calienta
por las tardes la ciudad de Burdeos, las noches frescas invitan a sentarse a la
orilla del Garonne, que cede generoso
sus templadas aguas al estuario de la Gironde.
Unos cuarenta kilómetros río abajo, las impecables hileras de los viñedos de
Saint Julien presumen sus hermosos racimos de cabernet y merlot, los granos chupan
insaciables la savia de los sarmientos retorcidos por la edad y los azúcares se
concentran gracias al cielo que se obstina ante una súplica preciosa, la que
pide algo más de agua que la humedad atlántica.
Ronald
Barton, quien nació con el siglo XX, camina todas las mañanas entre sus viñas, inspecciona
las uvas como relojero, absorbe en su piel el sol y el rocío como si fuera una
de ellas. Lleva más de medio siglo haciendo lo mismo, desde que su padre le
entregó el control del Château, y no
recuerda un año mejor que este 1982 desde que el fin de la gran guerra le
permitió hacer su primera leyenda, en 1945. La tradición es su bandera, como lo
ha sido siempre en esta bodega que ha pertenecido a su familia desde principios
del XIX. Ya retirado, cuatro años más tarde de esta cosecha mitológica que
intentamos revivir hoy, monsieur
Ronald dejará este mundo sosteniendo que el 1982 ha sido el mejor vino que hizo
en su vida; sin embargo, la perpetua ironía que es el Tiempo le habrá negado la
oportunidad de experimentar su creación en la madurez plena, que no llegará
antes de cuatro décadas…
Volvamos
a mayo de 2013. Han pasado 31 años de aquella mítica añada, el padre de Anthony
y abuelo de Lilian Barton (actuales propietarios de este terruño) lleva 27 de
cosechar en la viña divina. Hace unos días, con motivo de mi cumpleaños número
40, mi querido mecenas enológico, ese espléndido coleccionista de reminiscencias
vivas, ese exquisito filántropo, ese anticuario de sensaciones, tuvo la formidable
generosidad de descorchar y compartir una prístina botella del mismísimo Château
Léoville Barton, récolte 1982; allí se erguía, frente a mí, como las joyas que
imponen su presencia entre la bisutería: verdadera, auténtica, real, genuina.
Afortunadamente,
unas semanas atrás habíamos tenido la oportunidad de catar otro icono de esta
añada y región, Château-Figeac 1982, un maravilloso Saint Emilion que con toda
su complejidad de grosellas y cedro nos proveyó de contexto para la experiencia
del Barton.
Hemos
dicho en varias ocasiones que probar un vino de estas características
constituye una vivencia que trasciende las palabras. Escribir una estricta nota
de cata, una reseña de los colores, los aromas y los sabores de una ambrosía
viva que se aloja en nuestras almas sabe a poco. Un vino como este Léoville puede
llegar al papel sólo en forma de evocaciones, de emociones; sin embargo, en
esta ocasión es esencial —por una razón singular— comentar que la opacidad del
granate no denotaba su edad, ni el regaliz y la grosella, ni su concentración,
carnosidad y potencia en boca: el Barton 82 es en verdad el elixir de la eterna
juventud; es una treintañera que no ha llegado a su adolescencia; es Kirsten
Dunst como la pequeña Claudia, la refinada e impulsiva niña-vampiresa; ha sido
a lo largo de tres décadas —perdone usted el atrevimiento— una auténtica
lolita.
Saborear
esta botella —que parecía nunca haber dejado la bodega original— nos otorgó la
gracia de volver a probar un trozo del mejor 1982, el de la apacible campiña
francesa, como si hubiéramos viajado en una máquina del tiempo: con un tinto
evolucionado pero a la vez fresco, con todo su músculo, frutalidad y belleza
intactos.
En
su discurso de aceptación del Nobel, el Gabo invitaba a crear una nueva utopía
y hacía homenaje a quien había estado en su lugar 31 años antes, William
Faulkner: como en sus novelas, como con el linaje de los Buendía, el tiempo
circular nos regala la comunión con nuestra estirpe a través de las décadas, de
los siglos: vista desde el cielo, la espiral de la historia es un mismo disco…
Algún otro Léoville dejaré para que mis hijos lo beban a los cuarenta años.