Declaro que José Monge Cruz, Camarón de
la Isla, linaje y revolución del arte flamenco, patriarca y mesías de los
gitanos, príncipe de los artistas, el más ilustre y portentoso cantaor
gaditano, se me ha aparecido tres veces antes de cumplir veinte años de muerto.
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Dicen
que este dos de julio cumplimos dos decenios sin Camarón. Yo, al menos, no lo
he extrañado. Recuerdo que aquella húmeda noche de jueves del verano de 1992 iba
manejando en la carretera, solo, hacia San Luis Potosí. En cuanto cerró el
fandango, me imaginé al de la Isla parándose de la silla con su característico
ademán de «ahí queda eso», expulsé el caset de París 1987 para detenerme a cargar gasolina y entró por las bocinas
una bulería suya. Pensé que se había quedado la cinta dentro, saqué la cajilla
de plástico completamente, le di un par de golpecitos por costumbre y su cante
no cesó. Me desconcertó escucharlo por la radio, en aquel tiempo no sonaba ni
en la de Andalucía: subí el volumen y oí a un periodista de deportes aficionado
a los toros (Camarón fue novillero y estuvo siempre muy cerca del mundo
taurino) dar la noticia de su muerte.
José
Monge Cruz tenía entonces 41 años, dos más que yo cuando escribo esto. Su enfermedad
adictiva había sido exhibida sin decencia por los medios mientras sufría de
cáncer prácticamente en secreto. El locutor dijo que había “fallecido en
Barcelona, por causa de una sobredosis” (días después me sentí indignado por
aquella nota irresponsable e irrespetuosa, al confirmarse que había muerto de
una insuficiencia ocasionada por la metástasis pulmonar). Yo conocía el rumor
de que llevaba meses enfermo, que había estado en Houston; que tenía desde enero
sin cantar; de sus dificultades en el set de la película Sevillanas, de Carlos Saura, por la salud… Seguí pues mi camino en completo
silencio, llegué a mi destino y le robé a mi Güelu medio vaso de güisqui: un “pelotazo”
como los que bebía Camarón.
Mi
Güelu, mi abuelo Jorge Fernández Ozores, fue quien que me lo presentó —como
tantas otras gemas en mi vida—. Atesoraba una cinta que le había enviado desde Vancouver un amigo suyo, también
aficionado al cante, grabada en directo por él mismo en una juerga flamenca con
el genio de San Fernando y con Paco de Lucía. Años después, un colega de cuyo
nombre no quiero acordarme regrabó a Mc Hammer sobre la joya irrepetible. Aunque
durante la adolescencia era mi hábito atormentar a mis amigos en las fiestas y
en los viajes con mis casets del de la Isla, no fue razonable el correctivo:
sigo pensando que aquella catástrofe fue un verdadero acto de terrorismo
cultural. Aunque siempre extrañaré ese audio inédito, no extrañé entonces a mi
cantaor.
El
primer disco compacto que compré fue uno de José Monge. Poco a poco reuní mi
colección. Seguí intentando compartir su arte, ahora sólo con las personas que
mostraban cierta disposición: los cargaba a todos lados en una cajita de
madera, sin perderlos de vista, en espera de que se presentara el ambiente
necesario para escucharlo. Cuando había juntado los diecisiete discos que editó
en vida, mi compadre Juanjo se llevó mi ejemplar de Flamenco vivo a su casa de Valle de Bravo. A media noche, un enigmático
ladronzuelo corrió la puerta de su habitación, que daba al bosque, y sustrajo,
entre otras cosas, su grabadora, con mi disco dentro. En esos años era muy
difícil conseguir los álbumes, había que importarlos, eran costosos, algunos
estaban descatalogados… Una vez repuesta, mi arca del cante no volvió a salir
de casa.
Salieron,
sin embargo, muchas copias conmigo y para otros. En mis tiempos de novillero
llevaba su duende en los audífonos mientras soñaba el toreo, dando capotazos a
un toro imaginario en la soledad de un salón o en un paraje apartado. He
seguido comprando sus discos (algo más accesibles luego de su desaparición), en
honor a mi deuda con el abuelo, para regalar a almas cabales que terminaron
siendo —felizmente— más camaroneros que yo. El vínculo taurino obtuvo sus mejores
frutos, no sólo por la colindancia histórica entre ambas expresiones, sino por
la disposición de quien disfruta estos ejercicios espirituales: recuerdo
algunos viajes con mi compadre Alejandro, cantando “Soy gitano” hasta quedarnos
roncos. Hasta mi compadre Emilio —en un principio enganchado bajo la invocación
de que el histórico cantaor Silverio Franconetti tenía origen romano— llegó a
degustar a su aire los cantes de la Bahía.
Me
acompañó la voz de José hasta las entrañas de la tierra: en una pequeña playa,
en lo más hondo de una gruta inmensa, pasé la noche escuchándolo, buscando la
cercanía con la profundidad de su quejío. Y hasta las nubes: Camarón fue mi
alivio —mi vínculo, mi hogar— en vuelos largos y lugares extraños. Incluso
llegué a coquetear con el tatuaje de la luna y la estrella, a juntar en mi
pecho una buena cantidad de amuletos, cadenas y pendientes, de pulseras y
anillos en mis manos que portaba sin pudor imitando a mi héroe artístico. Tampoco
entonces, cuando encontrar cualquier imagen suya era un acontecimiento, lo
extrañé.
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Finalmente
fui a buscarlo a España, aunque tenía siete años de muerto. Llegando a Madrid
compré la biografía que escribió Francisco Peregil, que leí en una noche. “Tenía
que ir a Madrid. Es donde el artista —igual que el futbolista, igual que el
torero— se hacen” dijo en una entrevista en 1988. Lo busqué en el tablao Torres
Bermejas, luego en el rastro madrileño: pasé dos días con una gitana vieja que
le había dado de comer, aprendiendo frases en caló y la música de los gritos de
las vendedoras zíngaras. El fundamento musical de Camarón fue, creo, esta
natural forma de hablar de su pueblo, tan armónica como un instrumento de
viento en boca sabia.
De
paso por Guadalajara, Alcalá y Sevilla, llegué a Jerez siguiendo a Curro
Romero, uno de esos genios que supieron valorarlo —y consentirlo—, quizás porque
se reflejaba en el azogue de su arte. A la mañana siguiente de la vendimia y de
la fiesta de la bulería jerezanas, tomé el coche hacia Cádiz. Se celebraba el
XXVII Congreso Internacional de Arte Flamenco y homenajeaban a Camarón.
Ya
en San Fernando, un jueves 9 de septiembre de 1999, me acerqué a comer a la
Venta de Vargas, mítico parador que vio nacer como artista a su ilustre vecino.
Allí me encontré al cantaor Rancapino, su amigo de juventud, y a Raimundo
Amador, con quien grabó La leyenda del
tiempo. En el bar, medio sentados en un par de bancos altos, nos comimos unas
tortillitas de camarón (en Cádiz, los camarones son muy pequeños, casi
transparentes; de allí surgió el mote: de niño, José era muy delgadito y rubio)
y dos fuentes de mariscos que apenas cabían en la amplia barra, acompañadas con
una manzanilla de Sanlúcar que escurría por fuera de su helada botella todas
las gotas saladas de la bahía. Tocando palmas a un niño de unos diez años que
cantaba como no había escuchado cantar a ningún infante, nos fuimos caminando
al atrio del ayuntamiento, donde Tomatito, su fiel guitarrista de los últimos
años, encabezaría el concierto multitudinario.
El
cartel del acontecimiento estaba tan cotizado en la ciudad y sus alrededores,
que tuve que dejarle a cambio al dueño del bar adyacente a la plaza el tequila
que iba a regalarle a mi anfitrión. Una vez en mi sitio, una brisa fresca, casi
cítrica, ventiló el bochorno salinero que había dejado la llovizna; entonces apareció
José Fernández y las notas de su guitarra ondearon el pelo de los asistentes
con su levante almeriense. Además de mis comensales de ese día, figuras como
Carmen Linares, Marina Heredia, Juan Habichuela y Niña Pastori fueron tomando
su turno para ser acompañados por el Tomate y recordar al cañaíllo. Ni en el
vidrio que condensaba, ni el viento que inundaba… yo ya no sabía dónde esconder
mis lágrimas. Vino entonces la hora de asistir a la Peña de Camarón y retomamos
la Calle Real para llegar al recinto.
Una
peña flamenca no es un tablao. Tampoco es un teatro. Si bien la de Camarón de
la Isla era muy reciente en comparación con algunos ejemplos trianeros o
granadinos, puedo decir que, al menos hace doce años, era la madre entre las de
su clase. Si en Euskadi la miga de las sociedades gastronómicas está en los
fogones, en el rincón del sur el acento está en el escenario. Pero el arte allí
no se escenifica: como en cualquier
cofradía, se comparte. La peña de San Fernando tenía unas veinte mesas en la planta
baja y unas ocho en el sotabanco, las paredes apilaban cuadros y carteles que no pude revisar en su totalidad y tenía un ambiente encendido,
entrañable, con la gente muy atenta y sensibilizada, como en un suceso histórico:
todos nos conocíamos por el hecho de estar allí.
Luego
de las extraordinarias actuaciones del concierto, la intimidad de la peña —a
donde había sido más difícil entrar esa noche que a ningún prestigioso antro de
Madrid— recibió con gusto a los artistas locales con menos trayectoria.
Entonces, detrás de una bambalina, apareció mi Camarón por primera vez. El barullo desapareció de inmediato, las copas
(por cierto, en este lugar se interrumpe el servicio mientras los artistas
están sobre el entablado) dejaron de encontrarse unas con otras. Con el
auditorio en completo silencio, Camarón
se acomodó en su silla de madera y comenzó a limpiarse la garganta.
“El
Pijote” es uno de los hermanos mayores de José. Su parecido físico, el viento
gaditano, el fino de Sanlúcar y las emociones acumuladas durante el día
bastaron para que el fantasma se materializara. Hasta que concluyó la larga e
inspirada introducción del guitarrista salimos del pasmo. Entonces, del pecho
de Jesús Monge Cruz salieron los primeros ayes, desvelando el secreto de las
esencias canasteras y fragüeras, con un cante tan reminiscente del genio como
desnudo y personal. Tras la breve aparición, el estruendo de aplausos y oles volvió
a esconder al gran Pijote detrás del fraternal mito. Nunca he extrañado menos a
Camarón que en esa noche de ensueño.
“Viva
la noshe y muera er día” se le salió en una entrevista. Cerca de la hora en que los
bares van enfilando sus tapas dentro de sus vitrinas, el barullo de los pocos
excursionistas que desocupaban el hostal me hizo despertar y, tras una tostá y un café, salí a buscar el origen
de José Monge. Siempre he sido una persona muy tímida: sólo la generosidad de
los andaluces y el sutil acento potosino me habían llevado tan lejos; si mi
búsqueda era exitosa, me limitaría a observar la fachada e imaginar los días de
la fragua: ni pensar en ir preguntando si allí había vivido Camarón... Las
direcciones proporcionadas el día anterior me enfilaron hacia el barrio de
Callejuelas, entre callejas desiertas de gitanos y moscas tomando la siesta.
¿Dónde
lo encontraría, en la calle del Carmen, en Orlando, en la calle de la Amargura?
Los frontispicios de sus primeros años: la casa donde nació, las fraguas donde
su padre marcaba con el martillo y el yunque el compás de su niñez. No tuve
mucha suerte en esta incipiente ruta de Camarón: encontré la casa del Carmen y
la fragua de Amargura, las observé un momento, pero mi natural facilidad para
coger en el rostro el color del crustáceo cocido me impidió tocar a las
puertas.
Pensando
en los frutos del mar, tomé de nuevo camino hacia la Venta de Vargas. Había
andado un par de cuadras cuando me topé con la plaza de toros de San Fernando.
El sol a plomo me hizo buscar una sombra y sentarme a beber una botella de agua
en la banqueta desolada. El viento colmado de salmuera sopló de nuevo y mi Camarón
se apareció por segunda vez. Con la cara cubierta por la boina y las botas por
el albero, la imagen en sepia de un Camarón adolescente asomó su cuerpecillo
menudo por la puerta de taquillas del coso, se echó el lío de maletilla al
hombro, cerró la puerta y desapareció calle abajo, canturreando y dando
muletazos con el dorso de la mano. Tampoco lo extrañé aquel viernes señero al
alejarme de la Isla de León, camino hacia África.
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Durante
años, Camarón fue el protagonista sobre todo de mi soledad: entorno
indispensable para poner todos los sentidos en su arte; única forma de
acercarse a su complejidad, a su paleta inagotable de registros. Con mis amigos
flamencos hubo pocas ocasiones y pocos espacios para escucharlo como Dios
manda. Pero un día la vida me regaló la oportunidad de mudarme con mi hermano
Luis Miguel y dentro de nuestro pequeño departamento fundamos juntos —entre
otras cosas— un enclave musical impecable y próspero.
A
mi hermano lo he extrañado todos los días desde que se fue. En muchos sentidos
él sí me dejó desamparado. Lo extraño cuando escucho la canción que Camarón
grabó —sin encontrarse nunca— con Ana Belén: “Amor de conuco”, su preferida de
nuestras sesiones. Lo extraño también cuando oigo la versión de “Contigo” de la
Niña Pastori, que traía en la maleta para regalarle el día que no volví a verlo…
En fin, mi hermano tenía una sensibilidad colosal: era capaz de sumirse conmigo
en una seguiriya y luego sorprenderme durante su turno con cualesquiera de sus
descubrimientos troveros. Pero principalmente, era un palmero prodigioso: podía
seguir el compás de cualquier palo sin conocerlo de antemano y marcarle el
contratiempo a cualquier profesional en un tablao.
Finalmente
hizo su aparición en nuestras vidas el ubicuo Youtube y los resquicios por
donde es posible meter al flamenco se multiplicaron: aunque sigue siendo
difícil encontrar el momento idóneo durante una reunión destinada a compartir
videos, en estos días las imágenes ayudan a recoger y —en algunos inolvidables
casos— mantener la atención de los asistentes mientras José se rompe en un
fandango grabado en directo. Menos que antes lo he extrañado ahora.
Les
he cantado —siempre en voz baja, a veces en secreto— la “Nana del caballo
grande” a mis ahijados y sobrinos. A mi hija, de vez en cuando, muy atento a
sus gestos, le pongo a Camarón, sobre todo algunos tangos: después de tantas
experiencias desafortunadas, me aterroriza que llegue a percibirse como una
imposición. Me tardé veinte años en imponerlo
a mis lectores. Si bien es el cantaor más popular de todos los tiempos, el
cante, en general, sigue siendo un arte menospreciado por el gran público: la
guitarra de Paco de Lucía y el baile de Joaquín Cortés son los referentes más
inmediatos. Génesis del arte, es ahora acompañamiento.
Lo
descubrí —gracias a la improbable pero sensible afición de un abuelo asturiano—
durante la secundaria, cuando encontré que ese eco intuitivo que había resonado
siempre dentro de mi cabeza se llamaba flamenco; creció cuando era la música
más remota e impertinente dentro de los círculos geográficos y sociales de mi
adolescencia; fue bandera de mi rebeldía, orgullo de mi personalidad en cierne;
maestro y sinodal del sueño taurómaco… sin embargo, para no caer en lugares
comunes, aún no me atrevo a intentar precisar en dónde reside el arte poderoso
y elegante de Camarón de la Isla.
Hace
unas noches, ya casi de madrugada, redactando este texto, vino mi Camarón por
tercera vez: encontré un video —inédito para mí— de sus famosos conciertos en
París. Tiene muy buena calidad, a diferencia de la mayoría de grabaciones de
aquellos tiempos. Me quedé absorto viendo y escuchando a un José muy entero,
sabio, maduro, de vena, concentrado, sensual, disfrutando el cante.
En
unos tangos, el de la Isla arriesga con mucha valentía una nota que parecía
imposible de alcanzar; con las venas del cuello a punto de explotarle, acude a
lo más profundo de su vientre, alarga aún más el quejío que retruena con su
brutal honestidad y remata con un timbre majestuoso, grácil, casi tierno. Al
tener puestos los audífonos, no medí el olé que se me salió del corazón y mi
esposa bajó, asustada, a ver por qué había gritado. Una vez aclarado el
arranque, volví a cerrar los ojos y observé a José mirándome con su sonrisilla
maliciosa, satisfecho por haberme provocado una situación comprometida.
Las
palabras de Camarón eran «perdurar» y «transmitir». Al no haber hablado nunca
con él, al no haber tenido el privilegio de su presencia, lo que ha quedado en
mí ha sido su arte. Su estremecedor, todopoderoso y sofisticado arte. La transmisión,
la emoción estética que ha logrado producirme a través de los años ha sido tal
que no he podido comenzar a echarlo de menos: no lo he extrañado en estos
veinte años, no lo extraño hoy, quizás no lo extrañaré nunca. Su cante perdura
porque está formado por el mismo júbilo y por el mismo dolor profundo que es
vivir.