viernes, 9 de noviembre de 2012

Golpe de timón en The Wine Advocate


Como hemos comentado en distintas ocasiones, el mercado contemporáneo del vino está subyugado por un puñado de críticos influyentes. Sus juicios fijan precios alrededor del mundo, dictan lo que ocupará los anaqueles de las tiendas especializadas —sobre todo en la superpotencia compradora norteamericana—, desprecian marcas, encumbran, rigen.
            Hace unos meses, la revista The Wine Advocate del gurú Robert Parker asignó al inglés Neal Martin, un joven escritor de vinos independiente, que asumiera las regiones reseñadas durante muchos años por el veterano Jay Miller. Durante la primavera, el primer encargo de Martin fue conformar un capítulo sobre la cata de unos doscientos vinos del Priorat y un par de episodios retrospectivos: Vega Sicilia Único y Pingus, dos luminarias indiscutibles del firmamento español. Hasta aquí, la nariz del británico mantuvo los números más o menos cercanos a los de su antecesor.
            En septiembre apareció su examen de la Rioja y las sorpresas fueron mayores. La publicación de Parker tiene la fama de preferir vinos con mucho cuerpo, una gran presencia frutal y tánica, con dilatados músculo, expresión y personalidad: vinos de corte moderno: un estilo global, según se ha dicho. Si bien las excepciones que confirman esta reputación son numerosísimas, será difícil que el abogado baltimoreano y sus asociados se sacudan esta etiqueta. Tomando como punto de referencia esta percepción típicamente pragmática de la cultura del vino, es de notar que algunos caldos de corte tradicional que hasta hace poco habían sido relegados a habitar el fondo de los escalafones riojanos, aparezcan en el artículo de Martin en la cima de la viticultura de esta celebrada región.
            Tampoco es que el flamante salomón haya de plano invertido con sus calificaciones la supuesta constante editorial del boletín: siguen apareciendo en la cumbre algunas de las creaciones de los enólogos más vanguardistas, ejerciendo una selección quizás más exigente —según su particular enfoque— de lo que un Rioja que se precie tendría que ser, sobre todo en el sentido de su particularidad.
            Entre los primeros cuarenta vinos —los que alcanzan como mínimo los 95 puntos en el artículo de Martin—, sólo podemos hallar un puñado de botellas criadas en bodegas identificadas con el nuevo estilo en la D.O.C. (Benjamín Romeo y Finca Allende) y de otros tres o cuatro productores que pretenden encontrar un equilibrio entre lo clásico y lo moderno (Telmo Rodríguez, Fernando Remírez de Ganuza, Artadi y Luis Cañas). Todo lo demás es López de Heredia, Riscal, La Rioja Alta, Muga, Cvne, Murrieta… Bodegas centenarias que mantienen el espíritu de la Rioja de largas crianzas y métodos tradicionales: lo contrario al trabajo de Jay Miller, en donde prácticamente sólo las cosechas históricas de estas casas (1870, 1879, 1934, 1942, 1945, 1952, 1954…) encuentran lugar en estos cielos.
            Si bien nuestros gustos no se ajustan a los criterios de los críticos, no hay empacho en reconocer que es agradable enterarse de que los líderes de opinión confirman nuestras intuiciones: lo degustado y atesorado por décadas por fin encuentra su lugar en el podio global. Nos ha dado gusto esta revalorización de la Rioja clásica, quizás con la salvedad de que sus precios, moderados por los años de lejanía con la moda, sin duda volverán a subir. En unos años el péndulo volverá a dar su bandazo, mientras tanto, nos abocaremos a buscar esos grandes riojas que se salgan del candelero.
            Hasta aquí, todo bajo control. Pero las revisiones recién salidas del horno de Neal Martin no dejan de evidenciar el apuntado cambio de rumbo; verbigracia: sin salirse aún de la península ibérica, el crítico inglés califica ahora en noviembre a la cosecha más reciente de Quincha Corral, la 2009, con 86 puntos. En dos distintas ocasiones, sólo hace unas semanas, tuvimos la fortuna de catar la colecta 2001 de este vino doblemente único: un cien por ciento bobal [¿bo… qué? —una variedad de uva supuestamente austera, típica de la región valenciana—] que de forma insospechada impuso su carácter en mesas presididas por contendientes míticos, como Valsotillo Gran Reserva 1994, Arzuaga Gran Reserva 2001, Numanthia 2004 o Malleolus de Valderramiro 2001.
            No llama tanto la atención que el también terapeuta infantil, el doctor Jay, haya otorgado en su momento 95 puntos a esta joya sorprendente, sino lo que entonces escribió sobre él: “una mezcla hipotética de un grand cru de burdeos y un encumbrado rhone septentrional de Hermitage”. Si bien no hemos probado la cosecha 2009 de este mustiguillo (que está considerada tan buena como la 2001 en este pago utielano y que José Peñín califica con los mismos 95 de Jay Miller-2001) nos cuesta creer que haya descendido tanto su calidad como lo propone Martin.
            Pero la cosa no para allí: en la misma edición de la revista, Neal reseña casi mil etiquetas de Argentina. Lo primero que salta a la vista y mete a nuestra hipótesis (banal, quizás, pero sin duda sabrosa) dentro de lo razonable es que, en un país en donde la calidad de las cosechas es bastante regular, la distancia entre los puntajes otorgados por Miller y los del nuevo árbitro sea tan sustancial.
            Sin ir más allá, algunos de los vinos históricos del país andino, como el Achaval Ferrer Finca Altamira 2006 es recortado hasta en 4 puntos por Martin, lo cual representa, en estas cimas, todo un cambio de liga y ¡estamos hablando del mismo vino!, incluso, de uno seguramente más redondo y más cercano a su plenitud para esta nueva fecha de cata. Casi toda la gama de Achaval, una de las bodegas encumbradas por Miller, sufre un bajón similar.
            Lo mismo sucede con Viña Cobos: el casi perfecto para nuestra alma Malbec Marchiori Vineyard 2006 que reseñamos el año pasado (99 puntos, Miller), un vino que superó los 95 puntos de la publicación que nos ocupa durante diez años consecutivos, cae a los 92 puntos dentro del paladar de Neal en su versión 2010.
            Todo este análisis no saldría de lo anecdótico y lo obvio cada nariz es un mundo si no fuera porque lo que un aficionado al vino espera de su abogado, primordialmente, es honestidad, pero también consistencia. Si uno va captando el gusto de un crítico será más provechosa su guía; si se sabe que Parker, es decir, si se sabe que sus asociados desvalorarán, por ejemplo, el estilo más clásico de la Rioja y supervalorarán todo lo que produce o importa a su país Jorge Ordóñez, podremos ajustar su evaluación a nuestro paladar al momento de la compra, que es para lo que sirve gastarnos unos dólares en la suscripción.
            Se conoce (ya instalados en este ánimo), por ejemplo, que a los catadores de Wine Spectator no les parece extraordinario ningún vino español de este siglo que no haya sido criado en las cavas de Emilio Moro, Numanthia o LAN; que Peñín está convencido de que un fino La Ina es tan soberbio como un Pingus y que a todos los críticos afamados les huele casi igual un muy buen Mas La Plana que un sobrenatural Grans Muralles, ambos de Torres. Pero eso ya se conoce. La cuestión es andar rastreando en el celular al autor de determinada nota dentro de una misma web cuando estamos frente a trescientas opciones en la tienda…
            En fin, esto no es más que una de las partes lúdicas de la afición enológica. Como todas las artes, la música esencial de la vinicultura sólo resuena en los sentidos de quien la disfruta.

miércoles, 19 de septiembre de 2012

Una historia personal de Camarón


Declaro que José Monge Cruz, Camarón de la Isla, linaje y revolución del arte flamenco, patriarca y mesías de los gitanos, príncipe de los artistas, el más ilustre y portentoso cantaor gaditano, se me ha aparecido tres veces antes de cumplir veinte años de muerto.
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            Dicen que este dos de julio cumplimos dos decenios sin Camarón. Yo, al menos, no lo he extrañado. Recuerdo que aquella húmeda noche de jueves del verano de 1992 iba manejando en la carretera, solo, hacia San Luis Potosí. En cuanto cerró el fandango, me imaginé al de la Isla parándose de la silla con su característico ademán de «ahí queda eso», expulsé el caset de París 1987 para detenerme a cargar gasolina y entró por las bocinas una bulería suya. Pensé que se había quedado la cinta dentro, saqué la cajilla de plástico completamente, le di un par de golpecitos por costumbre y su cante no cesó. Me desconcertó escucharlo por la radio, en aquel tiempo no sonaba ni en la de Andalucía: subí el volumen y oí a un periodista de deportes aficionado a los toros (Camarón fue novillero y estuvo siempre muy cerca del mundo taurino) dar la noticia de su muerte.
            José Monge Cruz tenía entonces 41 años, dos más que yo cuando escribo esto. Su enfermedad adictiva había sido exhibida sin decencia por los medios mientras sufría de cáncer prácticamente en secreto. El locutor dijo que había “fallecido en Barcelona, por causa de una sobredosis” (días después me sentí indignado por aquella nota irresponsable e irrespetuosa, al confirmarse que había muerto de una insuficiencia ocasionada por la metástasis pulmonar). Yo conocía el rumor de que llevaba meses enfermo, que había estado en Houston; que tenía desde enero sin cantar; de sus dificultades en el set de la película Sevillanas, de Carlos Saura, por la salud… Seguí pues mi camino en completo silencio, llegué a mi destino y le robé a mi Güelu medio vaso de güisqui: un “pelotazo” como los que bebía Camarón.
            Mi Güelu, mi abuelo Jorge Fernández Ozores, fue quien que me lo presentó —como tantas otras gemas en mi vida—. Atesoraba una cinta que le había enviado desde Vancouver un amigo suyo, también aficionado al cante, grabada en directo por él mismo en una juerga flamenca con el genio de San Fernando y con Paco de Lucía. Años después, un colega de cuyo nombre no quiero acordarme regrabó a Mc Hammer sobre la joya irrepetible. Aunque durante la adolescencia era mi hábito atormentar a mis amigos en las fiestas y en los viajes con mis casets del de la Isla, no fue razonable el correctivo: sigo pensando que aquella catástrofe fue un verdadero acto de terrorismo cultural. Aunque siempre extrañaré ese audio inédito, no extrañé entonces a mi cantaor.
            El primer disco compacto que compré fue uno de José Monge. Poco a poco reuní mi colección. Seguí intentando compartir su arte, ahora sólo con las personas que mostraban cierta disposición: los cargaba a todos lados en una cajita de madera, sin perderlos de vista, en espera de que se presentara el ambiente necesario para escucharlo. Cuando había juntado los diecisiete discos que editó en vida, mi compadre Juanjo se llevó mi ejemplar de Flamenco vivo a su casa de Valle de Bravo. A media noche, un enigmático ladronzuelo corrió la puerta de su habitación, que daba al bosque, y sustrajo, entre otras cosas, su grabadora, con mi disco dentro. En esos años era muy difícil conseguir los álbumes, había que importarlos, eran costosos, algunos estaban descatalogados… Una vez repuesta, mi arca del cante no volvió a salir de casa.
            Salieron, sin embargo, muchas copias conmigo y para otros. En mis tiempos de novillero llevaba su duende en los audífonos mientras soñaba el toreo, dando capotazos a un toro imaginario en la soledad de un salón o en un paraje apartado. He seguido comprando sus discos (algo más accesibles luego de su desaparición), en honor a mi deuda con el abuelo, para regalar a almas cabales que terminaron siendo —felizmente— más camaroneros que yo. El vínculo taurino obtuvo sus mejores frutos, no sólo por la colindancia histórica entre ambas expresiones, sino por la disposición de quien disfruta estos ejercicios espirituales: recuerdo algunos viajes con mi compadre Alejandro, cantando “Soy gitano” hasta quedarnos roncos. Hasta mi compadre Emilio —en un principio enganchado bajo la invocación de que el histórico cantaor Silverio Franconetti tenía origen romano— llegó a degustar a su aire los cantes de la Bahía.
            Me acompañó la voz de José hasta las entrañas de la tierra: en una pequeña playa, en lo más hondo de una gruta inmensa, pasé la noche escuchándolo, buscando la cercanía con la profundidad de su quejío. Y hasta las nubes: Camarón fue mi alivio —mi vínculo, mi hogar— en vuelos largos y lugares extraños. Incluso llegué a coquetear con el tatuaje de la luna y la estrella, a juntar en mi pecho una buena cantidad de amuletos, cadenas y pendientes, de pulseras y anillos en mis manos que portaba sin pudor imitando a mi héroe artístico. Tampoco entonces, cuando encontrar cualquier imagen suya era un acontecimiento, lo extrañé.
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            Finalmente fui a buscarlo a España, aunque tenía siete años de muerto. Llegando a Madrid compré la biografía que escribió Francisco Peregil, que leí en una noche. “Tenía que ir a Madrid. Es donde el artista —igual que el futbolista, igual que el torero— se hacen” dijo en una entrevista en 1988. Lo busqué en el tablao Torres Bermejas, luego en el rastro madrileño: pasé dos días con una gitana vieja que le había dado de comer, aprendiendo frases en caló y la música de los gritos de las vendedoras zíngaras. El fundamento musical de Camarón fue, creo, esta natural forma de hablar de su pueblo, tan armónica como un instrumento de viento en boca sabia.
            De paso por Guadalajara, Alcalá y Sevilla, llegué a Jerez siguiendo a Curro Romero, uno de esos genios que supieron valorarlo —y consentirlo—, quizás porque se reflejaba en el azogue de su arte. A la mañana siguiente de la vendimia y de la fiesta de la bulería jerezanas, tomé el coche hacia Cádiz. Se celebraba el XXVII Congreso Internacional de Arte Flamenco y homenajeaban a Camarón.
            Ya en San Fernando, un jueves 9 de septiembre de 1999, me acerqué a comer a la Venta de Vargas, mítico parador que vio nacer como artista a su ilustre vecino. Allí me encontré al cantaor Rancapino, su amigo de juventud, y a Raimundo Amador, con quien grabó La leyenda del tiempo. En el bar, medio sentados en un par de bancos altos, nos comimos unas tortillitas de camarón (en Cádiz, los camarones son muy pequeños, casi transparentes; de allí surgió el mote: de niño, José era muy delgadito y rubio) y dos fuentes de mariscos que apenas cabían en la amplia barra, acompañadas con una manzanilla de Sanlúcar que escurría por fuera de su helada botella todas las gotas saladas de la bahía. Tocando palmas a un niño de unos diez años que cantaba como no había escuchado cantar a ningún infante, nos fuimos caminando al atrio del ayuntamiento, donde Tomatito, su fiel guitarrista de los últimos años, encabezaría el concierto multitudinario.
            El cartel del acontecimiento estaba tan cotizado en la ciudad y sus alrededores, que tuve que dejarle a cambio al dueño del bar adyacente a la plaza el tequila que iba a regalarle a mi anfitrión. Una vez en mi sitio, una brisa fresca, casi cítrica, ventiló el bochorno salinero que había dejado la llovizna; entonces apareció José Fernández y las notas de su guitarra ondearon el pelo de los asistentes con su levante almeriense. Además de mis comensales de ese día, figuras como Carmen Linares, Marina Heredia, Juan Habichuela y Niña Pastori fueron tomando su turno para ser acompañados por el Tomate y recordar al cañaíllo. Ni en el vidrio que condensaba, ni el viento que inundaba… yo ya no sabía dónde esconder mis lágrimas. Vino entonces la hora de asistir a la Peña de Camarón y retomamos la Calle Real para llegar al recinto.
            Una peña flamenca no es un tablao. Tampoco es un teatro. Si bien la de Camarón de la Isla era muy reciente en comparación con algunos ejemplos trianeros o granadinos, puedo decir que, al menos hace doce años, era la madre entre las de su clase. Si en Euskadi la miga de las sociedades gastronómicas está en los fogones, en el rincón del sur el acento está en el escenario. Pero el arte allí no se escenifica: como en cualquier cofradía, se comparte. La peña de San Fernando tenía unas veinte mesas en la planta baja y unas ocho en el sotabanco, las paredes apilaban cuadros y carteles que no pude revisar en su totalidad y tenía un ambiente encendido, entrañable, con la gente muy atenta y sensibilizada, como en un suceso histórico: todos nos conocíamos por el hecho de estar allí.
            Luego de las extraordinarias actuaciones del concierto, la intimidad de la peña —a donde había sido más difícil entrar esa noche que a ningún prestigioso antro de Madrid— recibió con gusto a los artistas locales con menos trayectoria. Entonces, detrás de una bambalina, apareció mi Camarón por primera vez. El barullo desapareció de inmediato, las copas (por cierto, en este lugar se interrumpe el servicio mientras los artistas están sobre el entablado) dejaron de encontrarse unas con otras. Con el auditorio en completo silencio, Camarón se acomodó en su silla de madera y comenzó a limpiarse la garganta.
            “El Pijote” es uno de los hermanos mayores de José. Su parecido físico, el viento gaditano, el fino de Sanlúcar y las emociones acumuladas durante el día bastaron para que el fantasma se materializara. Hasta que concluyó la larga e inspirada introducción del guitarrista salimos del pasmo. Entonces, del pecho de Jesús Monge Cruz salieron los primeros ayes, desvelando el secreto de las esencias canasteras y fragüeras, con un cante tan reminiscente del genio como desnudo y personal. Tras la breve aparición, el estruendo de aplausos y oles volvió a esconder al gran Pijote detrás del fraternal mito. Nunca he extrañado menos a Camarón que en esa noche de ensueño.
            “Viva la noshe y muera er día” se le salió en una entrevista. Cerca de la hora en que los bares van enfilando sus tapas dentro de sus vitrinas, el barullo de los pocos excursionistas que desocupaban el hostal me hizo despertar y, tras una tostá y un café, salí a buscar el origen de José Monge. Siempre he sido una persona muy tímida: sólo la generosidad de los andaluces y el sutil acento potosino me habían llevado tan lejos; si mi búsqueda era exitosa, me limitaría a observar la fachada e imaginar los días de la fragua: ni pensar en ir preguntando si allí había vivido Camarón... Las direcciones proporcionadas el día anterior me enfilaron hacia el barrio de Callejuelas, entre callejas desiertas de gitanos y moscas tomando la siesta.
            ¿Dónde lo encontraría, en la calle del Carmen, en Orlando, en la calle de la Amargura? Los frontispicios de sus primeros años: la casa donde nació, las fraguas donde su padre marcaba con el martillo y el yunque el compás de su niñez. No tuve mucha suerte en esta incipiente ruta de Camarón: encontré la casa del Carmen y la fragua de Amargura, las observé un momento, pero mi natural facilidad para coger en el rostro el color del crustáceo cocido me impidió tocar a las puertas.
            Pensando en los frutos del mar, tomé de nuevo camino hacia la Venta de Vargas. Había andado un par de cuadras cuando me topé con la plaza de toros de San Fernando. El sol a plomo me hizo buscar una sombra y sentarme a beber una botella de agua en la banqueta desolada. El viento colmado de salmuera sopló de nuevo y mi Camarón se apareció por segunda vez. Con la cara cubierta por la boina y las botas por el albero, la imagen en sepia de un Camarón adolescente asomó su cuerpecillo menudo por la puerta de taquillas del coso, se echó el lío de maletilla al hombro, cerró la puerta y desapareció calle abajo, canturreando y dando muletazos con el dorso de la mano. Tampoco lo extrañé aquel viernes señero al alejarme de la Isla de León, camino hacia África.
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            Durante años, Camarón fue el protagonista sobre todo de mi soledad: entorno indispensable para poner todos los sentidos en su arte; única forma de acercarse a su complejidad, a su paleta inagotable de registros. Con mis amigos flamencos hubo pocas ocasiones y pocos espacios para escucharlo como Dios manda. Pero un día la vida me regaló la oportunidad de mudarme con mi hermano Luis Miguel y dentro de nuestro pequeño departamento fundamos juntos —entre otras cosas— un enclave musical impecable y próspero.
            A mi hermano lo he extrañado todos los días desde que se fue. En muchos sentidos él sí me dejó desamparado. Lo extraño cuando escucho la canción que Camarón grabó —sin encontrarse nunca— con Ana Belén: “Amor de conuco”, su preferida de nuestras sesiones. Lo extraño también cuando oigo la versión de “Contigo” de la Niña Pastori, que traía en la maleta para regalarle el día que no volví a verlo… En fin, mi hermano tenía una sensibilidad colosal: era capaz de sumirse conmigo en una seguiriya y luego sorprenderme durante su turno con cualesquiera de sus descubrimientos troveros. Pero principalmente, era un palmero prodigioso: podía seguir el compás de cualquier palo sin conocerlo de antemano y marcarle el contratiempo a cualquier profesional en un tablao.
            Finalmente hizo su aparición en nuestras vidas el ubicuo Youtube y los resquicios por donde es posible meter al flamenco se multiplicaron: aunque sigue siendo difícil encontrar el momento idóneo durante una reunión destinada a compartir videos, en estos días las imágenes ayudan a recoger y —en algunos inolvidables casos— mantener la atención de los asistentes mientras José se rompe en un fandango grabado en directo. Menos que antes lo he extrañado ahora.
            Les he cantado —siempre en voz baja, a veces en secreto— la “Nana del caballo grande” a mis ahijados y sobrinos. A mi hija, de vez en cuando, muy atento a sus gestos, le pongo a Camarón, sobre todo algunos tangos: después de tantas experiencias desafortunadas, me aterroriza que llegue a percibirse como una imposición. Me tardé veinte años en imponerlo a mis lectores. Si bien es el cantaor más popular de todos los tiempos, el cante, en general, sigue siendo un arte menospreciado por el gran público: la guitarra de Paco de Lucía y el baile de Joaquín Cortés son los referentes más inmediatos. Génesis del arte, es ahora acompañamiento.
            Lo descubrí —gracias a la improbable pero sensible afición de un abuelo asturiano— durante la secundaria, cuando encontré que ese eco intuitivo que había resonado siempre dentro de mi cabeza se llamaba flamenco; creció cuando era la música más remota e impertinente dentro de los círculos geográficos y sociales de mi adolescencia; fue bandera de mi rebeldía, orgullo de mi personalidad en cierne; maestro y sinodal del sueño taurómaco… sin embargo, para no caer en lugares comunes, aún no me atrevo a intentar precisar en dónde reside el arte poderoso y elegante de Camarón de la Isla.
            Hace unas noches, ya casi de madrugada, redactando este texto, vino mi Camarón por tercera vez: encontré un video —inédito para mí— de sus famosos conciertos en París. Tiene muy buena calidad, a diferencia de la mayoría de grabaciones de aquellos tiempos. Me quedé absorto viendo y escuchando a un José muy entero, sabio, maduro, de vena, concentrado, sensual, disfrutando el cante.
            En unos tangos, el de la Isla arriesga con mucha valentía una nota que parecía imposible de alcanzar; con las venas del cuello a punto de explotarle, acude a lo más profundo de su vientre, alarga aún más el quejío que retruena con su brutal honestidad y remata con un timbre majestuoso, grácil, casi tierno. Al tener puestos los audífonos, no medí el olé que se me salió del corazón y mi esposa bajó, asustada, a ver por qué había gritado. Una vez aclarado el arranque, volví a cerrar los ojos y observé a José mirándome con su sonrisilla maliciosa, satisfecho por haberme provocado una situación comprometida.
            Las palabras de Camarón eran «perdurar» y «transmitir». Al no haber hablado nunca con él, al no haber tenido el privilegio de su presencia, lo que ha quedado en mí ha sido su arte. Su estremecedor, todopoderoso y sofisticado arte. La transmisión, la emoción estética que ha logrado producirme a través de los años ha sido tal que no he podido comenzar a echarlo de menos: no lo he extrañado en estos veinte años, no lo extraño hoy, quizás no lo extrañaré nunca. Su cante perdura porque está formado por el mismo júbilo y por el mismo dolor profundo que es vivir.

viernes, 27 de julio de 2012

La retórica del futbol II

Hace unos meses escribíamos en este espacio sobre la vertiente exquisita del futbol. Decíamos que hacer ver fácil lo difícil es una cualidad artística y, por tanto, nos sorprendíamos con la magnitud estética que pueden alcanzar once personas jugando a la pelota.
            A propósito de un marcador abultado que el equipo que dirigía Josep Guardiola logró en noviembre del 2010, asegurábamos que había sido capaz de generar, en lo particular y en conjunto, el sueño del futbol —y de Agamenón—: el de la eficacia que permite la retórica. Sin duda, hasta entonces, habíamos presenciado el mejor balompié de la historia.
            Este año, el deporte favorito de los panaderos —y de los reyes— volvió a asombrarnos. Una propuesta con virtudes distintas se sobrepuso y venció a lo que parecía insuperable: el Real Madrid se coronó en España, derrotando al Barcelona en su propio campo. No fue sólo un juego preciosista sino el triunfo del talento aunado a un carácter y un trabajo singulares.
            Sin embargo, aunque se calculaba improbable, el domingo pasado tuvimos la fortuna de presenciar la cumbre histórica de este ejercicio de pies y cabeza: la Selección Española eclipsó a todas las manifestaciones anteriores, a todas las escuelas, a todos los astros. El concierto en la final ante Italia fue nada menos que una obra maestra: una hermosa y armónica danza billarística, rematada hasta cuatro veces por un estallido en la tronera de Gianluigi Buffon. Por cierto, los azzurri sólo habían recibido cuatro goles dentro de una Eurocopa en 2008… sólo que fueron encajados durante todo el torneo.
            Es difícil definir si el poderío de este equipo reside en las genialidades de cada uno de sus jugadores —en el talento individual— o en que la eufonía del conjunto potencia la calidad de sus elementos —en la solidez del grupo—. Tal vez es el primer equipo en la historia que equilibra estas dos fuerzas con una medida tan exacta: el Brasil del setenta tenía a Pelé, que doblaba la balanza; Alemania siempre ha basado sus triunfos en la asociación (ni Beckenbauer torcía la regla); hasta el Barcelona citado tuvo en Messi su bandazo…
            No sólo fue la culminación de un estilo de juego, fue la consagración de unos valores: España hizo un futbol limpio, se comportó con caballerosidad dentro y fuera de la cancha, respetó a los árbitros, honró a sus contrincantes (es ya famosa la imagen de Iker Casillas, hacia el final del partido, pidiendo respeto para Italia al juez de línea), a sus compañeros desaparecidos y en todo momento privilegió el lugar de las familias, de los niños que los acompañaban.
            Desterró las enemistades de un vestuario escindido por la dicotomía Madrid-Barcelona, superó la natural falta de ambición luego de haber conquistado consecutivamente las dos copas más importantes del mundo, tuvo que suplir a dos integrantes fundamentales (Pujol y Villa), reponerse a la avalancha de críticas ante una alineación poco ortodoxa y cargar con el estigma de favorito. Vicente del Bosque, desde su humildad, sencillez, valor y sabiduría fue el artífice de este logro monumental.
            En lo puramente deportivo, todos los atletas españoles, incluso los que no tuvieron la oportunidad de disputar un minuto, superaron las expectativas, de por sí muy altas. Todo el mundo está de acuerdo en que Casillas, Xabi, Xavi e Iniesta son unos genios: en esta ocasión queremos destacar la participación de un jugador cuya posición en el campo es pocas veces el centro de los reflectores.
            Una famosa marca de aceites patrocina para la UEFA un complejo y escrupuloso índice de efectividad dentro de la competición. Analiza y califica las actuaciones individuales, mide el impacto de las acciones de cada jugador: cada pase, intercepción o disparo suma puntos, según incluso la zona del campo donde sucedan y el desenlace de éstos. En la Euro 2012, el futbolista que entre los casi 400 participantes alcanzó mayor puntaje fue Sergio Ramos: 9.68.
            El vigor, movilidad, categoría, inteligencia, pundonor, solidez, constancia y precisión de este defensa madridista sirve para ejemplificar muy bien por qué esta selección es considerada ya la mejor de la historia. Ramos es como un gran vino español: presume potencia, profundidad y elegancia (luego de haber fallado un penalti crucial con su club hace unos meses, tuvo la valentía y la clase de ejecutar uno a lo Panenka, sublime). Y por si esto fuera poco, a la hora del festejo del 1 de julio pegó, con un capote de Alejandro Talavante, en los medios del estadio olímpico de Kiev, las mejores verónicas que se han visto en todo el este de Europa.

lunes, 18 de junio de 2012

La Guía Peñín brinca el charco

Hace unas semanas nos encontramos con la Guía Peñín de los mejores vinos de Argentina, Chile, España y México 2012. José Peñín es un catador, periodista, escritor, editor, conferencista y empresario leonés nacido en 1943. Es el fundador de este compendio que suma más de 20 años juzgando al vino español y que ahora extiende sus dictámenes al vino latinoamericano.
            En primera instancia, nos surgió la siguiente pregunta: ¿con qué perspectiva juzgarán Peñín y su equipo a los caldos de estos países del nuevo mundo, dado que sus valoraciones se centran tradicionalmente en la tipicidad de la zona de origen? Las publicaciones estadounidenses (Parker, Tanzer o Wine Spectator) e inglesas (Decanter), que ejercen la mayor influencia en los mercados más importantes, califican vinos de casi todo el planeta lo que permite la “comparación” entre distintas naciones vinícolas; por otro lado, los críticos de Francia, Italia y España normalmente se restringen a las etiquetas nativas. Siempre habíamos sentido curiosidad de cómo valoraría Peñín —permítanos la asimetría— un Margaux, un Caymus, un Único de Santo Tomás o un Catena.
            Este primer esfuerzo de los españoles es algo muy positivo por lo anterior pero también algo desconcertante: deducimos por los prólogos que han catado cerca de 2,300 muestras de nuestro lado del charco y como sólo aparecen las etiquetas que han superado los 90 puntos (a saber: excelentes y excepcionales), no sabemos si las bodegas fundamentales que no se reseñaron estuvieron debajo de este parámetro o simplemente no formaron parte de las catas.
            Cerca de 500 vinos hispanoamericanos, según Peñín, franquean el rasero: más o menos 45 mexicanos, 250 argentinos y 180 chilenos. Ninguno de los nuestros alcanzó la categoría de excepcional, esto es, según su propia descripción, el que “Sobresale entre los de su tipo, añada y tipicidad de la zona. Impresiona extraordinariamente todos los sentidos. Complejo, lleno de registros tanto olfativos como gustativos producidos por el conjunto de los valores del suelo, variedad, elaboración y crianza; es elegante y fuera de lo común; es decir, alejado de los estándares comerciales y, en algunos casos, extraño para el gran público”.
            El podio mexicano lo ocuparon:
            1. 94 puntos: Equinoccio Nebbiolo 2007, de Viñedos Lafarga.
           2. 93 puntos: 23 de Septiembre 2008, de Aborigen, y Tinto del Mogorcito 2007, de Viñas de Garza.
           3. 92 puntos: Kerubiel 2008 y Miguel 2006, de Adobe Guadalupe; El Gran Vino fume blanc 2006, de Chateau Camou; Homenage L 2008, de Liceaga; Nebbiolo 2008, de Las Nubes; Nebbiolo 2009, de Bella Terra y Propuesta 2008, de Alximia.
            Es de notar que Calixa cabernet-syrah 2008 ($200), de Monte Xanic, obtuvo los mismos puntos que Vino de Piedra 2008 ($800) o que Furvus, de Santo Tomás ($1,300): 90. Como decíamos, esto desconcierta: ningún vino que no precediera de Baja California Norte fue reseñado.
            En cuanto a Chile, previsiblemente, el podio resultó algo más holgado que en nuestro país. Siete vinos alcanzaron la categoría de excepcionales: un blanco seco, Erasmo Torontel 2008 (96 puntos), y dos blancos dulces, Miguel Torres Vendimia Tardía 2008 (95) y Undurraga Late Harvest 2009 (95). Almaviva 2008 (96), Caballo Loco No. 12 (95), Carmín de Peumo 2003 —otra característica desconcertante de la selección de Peñín: en el mercado se encuentra ya la añada 2008— (95 puntos) y Gran Bosque Reserva familiar 2007 (95).
            Este país andino es el que, según nuestro punto de vista, menos ausencias notables tiene —sólo Viña Seña, el extraordinario vino de Mondavi y Chadwick— y la cata de Peñín aquí parece ser la más consistente… aunque no dejamos de calcular que Apalta, Don Maximiano y Don Melchor son ejemplares que merecerían superar los 93 puntos.
            Otra cosa es la revisión de Argentina: pensamos que cualquier guía de sus vinos en donde no se encuentre referencia alguna de Achaval Ferrer y Viña Cobos —junto con Catena Zapata los iconos del país del malbec— es un ejercicio liviano. Sólo Val de Flores 2005; S 2005, de Schroeder; PZ 2007, de Mapema, y Gernot Langes 2005, de Norton, alcanzaron los 95 puntos.
            El Enemigo malbec 2008 es el tinto mejor calificado del grupo Catena (94); el Nicolás Catena 2006 ($ 1,500), un soberbio cabernet-malbec de Mendoza, comparte calificación con un Las Moras Etiqueta Negra —sea del año que sea—: sin duda un juicio aventurado, por decirlo de alguna manera. Ninguno de los tintos que proceden de los viñedos más singulares de esta magnífica casa vinícola —Argentino, Adriana o Nicasia— aparecen en la lista.
            En cuanto a España, las etiquetas estelares de bodegas como Contador, Vega Sicilia, Artadi, Alto Moncayo, Marqués de Murrieta, Roda, Álvaro Palacios, Sierra Cantabria, Atauta, Pingus, J. Palacios, Sastre, Capellanes, Carraovejas, Allende, Numanthia, Jiménez Landi, Abadía Retuerta, Remírez de Ganuza, El Nido, Raúl Pérez, etc. siguen ocupando la galaxia del vino español.
            Las novedades o anuncios destacables son, por ejemplo, que finalmente Peñín califica a Spectacle del Montsant —debuta en la guía con nota extraordinaria en dos cosechas—; que aparece un cava con 97 puntos: Gramona Celler Batlle 2000 (siempre estos vinos a la sombra de Champagne); que dos de los tres tintos toresanos de Teso la Monja (Alabaster y Victorino, Almírez no baja de 93) oscilan entre los 96 y 97 puntos en dos cosechas consecutivas y que vinos de variedades como bobal (Quincha Corral), negramoll (Magma de Cráter) y manto negro (Sió) alcanzan el podio.
            Tenemos que decir que la base de datos en la página web de Peñín deja mucho que desear: no pueden rastrearse cosechas antiguas o vinos de menor calificación a 90, las búsquedas son ineficaces y el diseño obsoleto.
            La edición en papel no agradece en particular a ningún experto mexicano como lo hace con algunos sudamericanos, lo cual nos hace pensar que hizo falta acercamiento o búsqueda de orientación con nuestros profesionales. Si bien meter al país dentro de este saco de productores debe resultar en una exposición internacional positiva, es deseable que este tipo de herramientas para el consumidor sean más representativas de la variedad y calidad de vinos que produce México.

martes, 29 de mayo de 2012

El bálsamo de la perfección

El placer que produce el vino no es muy distinto al que genera el arte gráfico, la escultura o la arquitectura, sin embargo, no podemos encontrar un gran vino disponible para su cata en un museo, en una glorieta o al pasar por la calle. Hace muchos años que el concierto o la puesta en escena son accesibles a la mayoría. La obra de arte cinematográfica cuesta menos que el blockbuster, la poesía se regala y la invitación dancística tiene sus espacios. No sostengo por ello que la cultura está suficientemente bien promovida, fomentada o administrada, pero el que desea mojar sus zapatos puede a menudo dejarse salpicar por lo que rocían las fuentes que ocupan nuestras plazas.
            Desgraciadamente, el caldo que conmueve es patrimonio de quien puede costearlo (o del que tiene la suerte de estar cerca de quien puede). No es un producto democrático. Es exclusivo, por lo tanto, antipático. Está destinado a desaparecer ante un mínimo capricho de nuestro frágil sistema global. La sofisticación es tanto privilegio de la decadencia como el arte es fruto de la opulencia, al menos en cuanto a que la saciedad llega con el regalo de la tregua: cuando está llena la barriga de los hijos nos queda tiempo para pensar, para crear… también para observar o explorar. Luego de un debate intenso, lo que el ser humano esgrimiría ante su extintor sería la pureza de su espíritu creativo, el mismo que generó el concepto del amor, o del sacrificio. Al menos eso soñé luego de una noche de televisión sobre catástrofes mayas e invasiones extraterrestres.
            El refinamiento es una búsqueda inmemorial: me gusta pensar que la belleza en su sentido más amplio es lo único que puede ordenar el universo. Es posible que usted, caro lector, sienta que en el mejor de los casos es un disparate proponer que el jugo fermentado de la uva tiene lugar en un escarceo sobre estética o que puede dar sentido a nuestra existencia. Si este es su caso no voy a contradecirlo, le sugiero que ponga en el lugar del vino su manifestación humana favorita, quizás así estas ideas encuentren pertinencia.
            La cuestión es que cuando se está cerca de un alma lujosa, la fortuna siente ganas de presumir: una vertical de tres añadas consecutivas de Termanthia, incluida la 2004, es una experiencia a la que, idealmente, tanto el arrepentido cazaelefantes como el ciudadano de a pie deberían tener derecho a presentarse: hacer fila para pasar frente a las copas, al menos olfatearlas y comprar un suvenir. Nadie puede llevarse a su casa Las meninas pero su exhibición contribuye  a su carácter referencial.
            Se desmarca a menudo el hombre de la perfección: es soberbia. A su producto, sin embargo, se le permite hablar más libremente de su genio. El único defecto que se encuentra en el Termanthia 2004 es que su esfera arquetípica está dibujada antes por sus hermanos más viejos: para hallar los pixeles menos definidos en 2002 y 2003 hay que hacer un zoom de relojero; si bien éstas no se reconocen como muy buenas cosechas en la ya mítica denominación zamorana, los orfebres que las delinearon deben tener un pacto mágico con la tierra, con el sol y con el agua.
            Según el afamado crítico Robert Parker, sólo diez tintos en el mundo alcanzaron la excelsitud en el 2004: los 100 puntos en una escala que va de 50 a 100. Termanthia de la bodega toresana Numanthia, en aquel entonces aún parte del grupo Eguren  fue uno de ellos. Definirlo, hacer una nota de cata, en los términos que se han expuesto aquí sería como tratar de explicar en cuatro palabras El principito o la Gran Misa de Bach. Digamos que su excelencia absoluta radica en la ausencia de defectos y en tres virtudes notables: la definición de sus elementos (cromáticos, aromáticos, gustativos, que lo hacen absolutamente singular), la armonía entre ellos y la emoción que produce.
            Es un bálsamo saber que si bien no soy capaz de producir algo impecable, el espíritu humano por medio del arte al menos puede ofrecernos un sorbo de perfección.

miércoles, 16 de mayo de 2012

Con todo respeto...

Para mis estimados combibeles

De nada sirve subir la guardia o coger el paraguas al escuchar esta ominosa frase. Lo usual es aflojar el cuerpo para amortiguar el guantazo que viene o recibir como en sábado de gloria la cubetada de agua (en el mejor de los casos) que sigue infaliblemente a la falsa civilidad de esta expresión. Si alguien le espeta un «Con todo respeto…», caro lector, lo mejor será intentar pararlo en seco con un aforismo que desconcierte a este próximo agresor y evitar así el desaguisado. Se recomienda usar el siguiente: «¡Quieto! Nada bueno ha seguido nunca a esas palabras».
            Está también el truhán que lanza la estocada y luego quiere remediar la herida con un «…Te lo digo con todo respeto». Este espécimen es más peliagudo porque hay que estar a las vivas: adivinar el momento, adelantarse a su jugada y conjurar un daño mayor interrumpiéndolo, en tono irónico y sereno: «Sé que lo dices con todo respeto». Logremos atajar o no a estos bribones, lo vil en estos casos, lo inefable, se debe a que nos han robado el derecho de ofendernos ante una injuria porque ha venido envuelta en urbanidad, porque ha sido disfrazada, despojada del desprecio honrado.
            Existe una versión aún más infame que la que apela al respeto: la que apela al cariño. Deseo con toda sinceridad que nunca sus castos oídos escuchen a alguien dispararle un «Te lo digo porque te aprecio». Ay, pero si ya el honor lastima, ¿por qué habrán de meterse también con el amor, con el afecto?
            La otra cara de la moneda aparece cuando es uno mismo quien siente la fervorosa necesidad de objetar una opinión o hacer un reclamo. Entonces usamos también el «Con todo respeto…», no obstante, este empleo tiene una función muy distinta a la descrita en los párrafos anteriores. Si decimos, verbigracia: “Oiga señor mesero, con todo respeto, el vino no se sirve en chabela” o “Mr. Parker, with all due respect, Casillero del Diablo 2009 is not a 90 point wine” estamos encauzando nuestra ira e indignación por medio de la muletilla, estamos haciendo uso de la serenidad y la paciencia, formulando una fina observación que de otra forma saldría de nuestra boca con tosquedad o aspereza.
            Como dijo George Bernard Shaw: “El hombre que escucha la razón está perdido. La razón esclaviza a todos los que no son bastante fuertes para dominarla”. Así es que yo le recomiendo que aplique o ahuyente discrecionalmente nuestra frase, siempre y cuando usted esté seguro que la razón le asiste, que su punto de vista es el correcto y posee la verdad. No importa lo que el interpelado piense. 
            Lo anterior dicho con todo respeto, claro está, faltaba más...

lunes, 5 de marzo de 2012

"La bien pagá" y el péndulo de Foucault

Para los González de la Tijera Olaya, la familia más talentosa que he conocido.

La música ―como todas las artes― se edifica sobre las leyes pendulares: los ciclos que oscilan de un lado a otro, el fluir y refluir del universo, el precedente y el subsiguiente, las recurrentes caída e instauración de cuanto existe son sus cimientos; y la proporción, el orden, la armonía que constituyen al ritmo son su zócalo.
            En lo general, los movimientos artísticos van remplazándose unos con otros según se agotan y la plomada emprende el regreso al polo de donde partió. En lo particular, las canciones que escuchamos en la niñez, en la juventud, regresan a nosotros irremediablemente cuando hemos llegado a cierta etapa. Siempre volvemos al momento que alguna vez rechazamos u olvidamos, aunque sea por nostalgia. Pero esta vuelta implica una evolución, un cambio de perspectiva: el péndulo de Foucault prueba que el mundo nos ha hecho rotar con él, que nos ha arrastrado en el tiempo.
            La elegante creación del físico francés consiste en una esfera suspendida por una cuerda desde un punto fijo. Puesta a oscilar libremente, podríamos esperar en principio que tal movimiento dibujase una línea recta sobre la superficie inferior. Sin embargo, no es esto lo que sucede al menos en latitudes distintas a cero grados­: según nuestra percepción antropocéntrica, la línea es la que gira lenta y constantemente trazando una hermosa rosa polar.
            En distintas ocasiones hemos conversado en este espacio sobre la copla, la canción española. Para nosotros, esta música evoca una niñez de tardes frente al tocadiscos, con el abuelo adelantando los versos de sus copleros favoritos y secándose las lagrimitas que le producía escuchar alguno de sus vinilos relucientes: él ya había ido y venido, ya se había mecido entonces.
            Una de las canciones que más le emocionaba ―y a nosotros junto con él― era “La bien pagá”. Oíamos esta antonomástica copla en voz de Miguel de Molina, al que se sumaron con los años un interminable inventario de intérpretes: Concha Piquer, Lola Flores, Sara Montiel y Carmen Amaya, quien también la cantó al compás de la guitarra de Sabicas. Más tarde sonaron ­―con mayor o menor fortuna― las versiones de Isabel Pantoja, Carlos Cano, Manolo Escobar, Raphael… incluso una muy guasona de Pedro Almodóvar, haciendo playback en una de sus cintas ochenteras.
            Ya en nuestros tiempos, la canción de Perelló y Mostazo fue grabada por Chavela Vargas, Joaquín Sabina y el protagonista de la película Las cosas del querer, Manuel Bandera, en una extraordinaria ejecución. En los últimos años, el péndulo ha dado un nuevo bandazo hacia la canción tradicional española y El Cigala, Miguel Poveda, Joana Jiménez y hasta Penélope Cruz se han tirado al ruedo con la azotada letra intachablemente propia de su género, el cual ha trascendido incluso en expresiones como las del descamisado “El Bicho” y la ecléctica “Shica”, que si bien son poco ortodoxas, no carecen de calidad y respeto.
            La vigencia, que se traduce en acumulación de reinterpretaciones, es el vértice de la obra de arte musical: escuchar la evolución de una pieza a través de poco menos de un siglo nos hace evocar los años en que teníamos los oídos vírgenes y la sensibilidad recién estrenada, y entonces deseamos haber permanecido en un mágico ecuador, en la canción de aquel día, donde la línea se mantuvo recta. Después de tantos años, al observar los alargados pétalos dibujados por la arena que cae del reloj pendular, finalmente nos damos cuenta de que somos nosotros quienes giramos con la tierra.

viernes, 2 de marzo de 2012

El estigma del infiel

Un vecino de barra nos cuestionaba durante un encuentro entre el Real Madrid y el Barcelona sobre la validez de la lealtad a un equipo de futbol: “¿Por qué no siguen a los que mejor juegan en determinado momento o a los que dan a su fama y fortuna un provecho más alto, a los que son ejemplares?” Hoy en día, la fidelidad en el deporte es un bien escaso si nos fijamos en los valores comúnmente mostrados por los profesionales durante su carrera deportiva, o más bien dicho, una buena parte de jugadores y técnicos demuestran que su corazón está del lado del parné.
            Por otro lado, es muy probable que el aficionado que se atreve a cambiar de equipo sólo consiga con ello un repudio generalizado, incluso de sus nuevos compañeros de porra. La fidelidad en el deporte ―sobre todo en los que no son individuales― es como la del matrimonio católico: hay que estar con los tuyos en la salud y en la enfermedad y el contrato es para toda la vida. La deshonra pública de quien opta por ponerse otra camiseta lo desterrará de los estadios y de las cantinas, quedará reducido a paria, cubierto por la vergüenza de Efialtes.
            Se desconfía de quien no se afilia incondicionalmente a unos colores, de quien no declara su querencia. No se puede admirar el juego en sí, hay que tomar partido. Quien soporta la derrota y paga sus deudas, quien asume las simas de su institución obtiene el respeto de sus contrincantes y camaradas. Para el forofo de un equipo modesto, la añoranza o el anhelo del triunfo son un estilo de vida que obtiene su formidable recompensa si éste finalmente llega.
            Este compromiso ineludible y trascendental se adquiere muchas veces a edad muy temprana, a menudo es heredado o atiende a un éxito fugaz, sin embargo, la honra ha quedado empeñada y un destino de alegrías o frustraciones para el pequeño hincha ha sido signado. En muchos hogares de nuestro mundo, el niño adquiere, a partir de su elección, los derechos y obligaciones de cualquier aficionado que se precie y está sujeto a los mandamientos de la devoción deportiva: ahora es un integrante de la tribu, un iniciado; el rito es simple, consiste en vestir la camiseta, colocar un afiche o un banderín en la habitación.
            Se vale admirar al otro mientras no compita directamente con nuestro escudo, se vale estimar las gestas ajenas y censurar a los nuestros, pero está prohibido alternar o rectificar nuestra selección: la marca del desertor es una letra escarlata. Casi siempre los ídolos son imperfectos, los héroes son censurables; los valores de la cancha no pueden ―ni deben― ser los mismos que los de la casa ni los de la calle: el estadio es un espacio de ficción en donde nos permitimos ser alguien más.

jueves, 1 de marzo de 2012

De primera línea

Esta columna ha sido escrita en plural ―salvo alguna excepción en la que no queremos esquivar el compromiso de la primera persona― porque incorpora una experiencia casi siempre colectiva. Como hemos dicho en varias ocasiones, el vino sólo se vive, sólo alcanza su plenitud en congreso. Y es gracias a esto que nos ofrece su regalo más entrañable: la convivencia con personas que comparten nuestra pasión. Algunas veces, estas coincidencias ―junto con alguna otra, al menos― van cocinando una amistad al hogar de las copas.
            En esta ocasión queremos dar la palabra a uno de estos seres que con su generosidad y sensibilidad han enriquecido estas crónicas: el Lic. Juan Carlos Barrón Cerda, novio de la Argentina, devoto de Napa y de Saint Julien, coleccionista de aromas, anticuario de sabores y diligente catador de emociones… una suerte de wine advocate singular. De la sabiduría se desprende la modestia, por ello sabemos que nuestro querido personaje no aceptará el guiño de nuestra bien intencionada presentación sin un asomo de rubor en su rostro.
            Sin más preámbulos, les comparto a continuación un extracto de la opinión que el Lic. Barrón nos expresó sobre una gran cosecha argentina y uno de sus iconos:
            “Ayer decidí no atender la recomendación de Parker en cuanto a la ventana de consumo (2015-2035) que apuntó para una botella de Cheval Des Andes 2006. La amonestación de nuestro crítico favorito advertía que habría que esperar 4 o 5 años más para entonces beberlo en su incipiente madurez, cosa que exigía un estoicismo reservado para los beatos. Reflexioné sobre el comportamiento que ha tenido la cosecha mencionada en el hemisferio sur, particularmente con su uva emblemática (malbec) y recordé, desde luego, los Viña Cobos, que si bien se encontraban en su infancia cuando los descorchamos, nos otorgaron una gran satisfacción y una imagen ya clara de su evolución.
            Pues bien, abrí la botella y qué bueno que la abrí: siendo una mezcla bordelesa (malbec y cabernet), la tanicidad de la cosecha es muy equilibrada en esta mocedad y se avizora un gran refinamiento; creo que la cosecha 2006 hospeda tanta o mayor calidad que las históricas 2002 y 2003, no sólo en malbec sino también en cabernet sauvignon. Esto debería ser ya decreto oficial.
            Hemos degustado 2002, 2003 y 2005 de Cheval Des Andes y este 2006 los supera ampliamente: por primera vez he notado, en la calidad de la cepa y de su vinificación, el estilo característico de un gran Burdeos, especialmente de los que nacen en el right bank (margen derecha), como los Saint Emilion. Es muy difícil encontrar esta calidad en este rango de precio. Estas consideraciones me llevan a bautizar esta cosecha del Cheval como el primer first growth (premier cru, primera línea) argentino.”

sábado, 21 de enero de 2012

Los mejores vinos importados de 2011

Ha sido un año tan emocionante, tan prolífico, que será muy difícil señalar los vinos que más nos movieron durante estos doce meses. La inmensa generosidad de nuestros combibeles ha hecho posible que disfrutáramos algunos de los mejores vinos de mundo. Ha sido un privilegio tener la oportunidad de probar estas botellas, pero sobretodo hacerlo en compañía de personajes con tan alta sensibilidad y sabiduría. 
            En nuestra opinión, España compite con Italia y Estados Unidos por el segundo lugar mundial en vinos de alta calidad ―los reyes aún son los galos, que acumulan historia, experiencia y condiciones geoclimáticas excepcionales en una buena cantidad de terruños legendarios―. El tercer peldaño de productores lo componen Alemania, con grandes vinos blancos; Argentina y Australia, que cada día están más cerca de los cuatro grandes; Chile, con un incremento reciente en sus apuestas por el segmento premium y Portugal, un caso especial con sus magníficos vinos del Douro y sus inigualables fortificados: el oporto y el madeira.
            Leoville las Cases 1999 y Chante-Alouette Hermitage 2004 fueron un par de joyas indiscutibles, dos de los vinos más emocionantes en nuestra memoria enófila: iconos respectivos de la Gironda y del Ródano norteño, de las cepas bordelesas y de la marsanne, de la elegancia y el refinamiento… junto a Leoville-Poyferre 1998, Grandes Murailles 2002, Monbousquet 2000, Clos L'Eglise 2000 y Rieussec Grand Cru 2003, fueron pruebas rotundas de que Francia liderará nuestras preferencias hasta que el mercado asiático nos haga imposible costear alguna de estas filigranas.
            España manó este año (aparte de algunas de sus etiquetas consagradas: El Pisón 1999; Calvario 2004; Remírez de Ganuza Reserva 1996 y 2004; Pintia 2001, 2004 y 2007; Alión 2005; Palomero 2001) soberbias expresiones de cepas poco tradicionales en su territorio, como el Jiménez Landi Selección 2004: menos de 40 dólares compuestos por merlot y syrah cuya calidad ―específicamente de estas cepas― no creíamos posible en la península.
            El Cantos del Diablo 2008, de la misma bodega, fue uno de esos vinos que hacen cuestionar tus capacidades organolépticas: un testimonio absolutamente inédito, con más de la mejor pinot noir borgoñona que de la reciente eclosión de la garnacha hispana; un elixir exótico, más floral y exquisito que muscular y acaramelado.
            No tan lejos de estas maravillas mentridanas, la cabernet sauvignon del Pago Valdebellón 1996, de la bodega Abadía Retuerta, en Sardón de Duero, es otra muestra prodigiosa del manejo de una viña especial. En palabras del influyente crítico Robert Parker: “Una combinación hipotética de Mouton-Rothschild y Latour”; en nuestras palabras: la mejor expresión de la cabernet de la península ibérica (aunque frunzan el ceño nuestros queridos maslaplanistas).
            La relación calidad/precio de una buena cantidad de vinos españoles es inmejorable, en particular la de los blancos, que ―con pocas excepciones― no superan los 20 dólares: el albariño La Cana 2009, el verdejo Shaya 2009 y el moscatel de alejandría Botani 2010 fueron símbolos frescos, equilibrados y concentrados de esta realidad sumamente competitiva.
            Estados Unidos poco a poco extiende su presencia en nuestro país. La sorpresa y fascinación que, en general, producen sus vinos de calidad a los aficionados que se enfrentan por primera vez a este estilo ―o mejor dicho, variedad de estilos― han logrado que la demanda vaya creciendo.
            El elixir de la juventud del Mayacamas 1979; la finura del espumoso Argyle Extended Tyrage Brut 1998; el poderío del Spottswoode Cabernet 2008, la frescura de su Sauvignon Blanc 2009; la originalidad de un chardonnay dulce en Sine Qua Non Mr. K The Nobleman 2002; la rotundidad de los terruños del estado de Washington, representados por Cayuse Impulsivo y Syrah 2006 significaron experiencias sublimes.
            Hourglass Cabernet 2007; Pahlmeyer Propietary Red 1997 y Chardonnay 2007; el hallazgo de una zinfandel inaudita en Turley Hayne Vineyard 2001 y Moore Vineyard 2004; Blankiet Estate Paradise Hills Vineyard 2002; la perfección de Kapcsandy Estate Cuvee 2007… Todos estos vinos fueron también sinfonías deslumbrantes y entrañables convites.
            Italia es otro productor que ha ido ganando mercado en México. La Toscana es todo un universo por sí misma: desde las bodegas más tradicionales hasta las más modernas mantienen un respeto absoluto por el terruño y, por ello, son capaces de conseguir unas de las expresiones más auténticas del planeta, tanto en variedades autóctonas como globalizadas.
            San Leonardo 2001, Caspagnolo Villa Poggio Salvi 2008, Le Cupole Trinoro 2007, Orma 2007, Sapaio 2004 y CastelGiocondo Riserva 1999 fueron algunos de los tintos italianos que tuvimos oportunidad de catar, todos ellos personalísimos y de gran calidad.
            Finalmente le platicamos, caro lector, que nos encontramos durante el 2011 con un puñado de vinos de otras latitudes que verdaderamente están a la altura de muchos de los que hemos nombrado en este recuento. Por desgracia no podemos decir que sus precios son mucho más accesibles que los del hemisferio norte, pero su calidad compite con ellos mano a mano.
            Todas estas bodegas ―con la excepción de Mollydooker de Sarah y Sparky Marquis, que crecieron en Australia― son el resultado de la asociación de la experiencia europea o norteamericana con el capital humano y la naturaleza latinoamericanos. Seña 2004 fue un portento de cabernet y merlot creado por el californiano Robert Mondavi y Eduardo Chadwick en Aconcagua; Cheval des Andes 2002, un hijo del mítico Cheval Blanc compuesto por cabernet y malbec mendocinas, en quien no se extrañaron demasiado las hechuras bordelesas del padre.
            Probamos también el Cobos Marchiori Vineyard 2006: hasta ahora, la más grande expresión de la malbec que podamos imaginar, sociedad entre Paul Hobbs, Andrea Marchiori y Luis Barraud; esta botella es, según Jay Miller, la mejor que ha producido Argentina en su historia. Y otro gran vino del Uco creado con capital holandés y el talento de una superestrella argentina, el enólogo José Galante: Salentein Primus Malbec 2006. Por último recordamos el Mollydooker Blue Eyed Boy Shiraz 2007 de los Marquis, una bomba frutal australiana de 16.5 grados de alcohol no recomendable para espíritus blandos.
            Como hemos dicho, ha sido un año memorable; nos sentimos inmensamente afortunados por las oportunidades que nos han brindado nuestros estimados mecenas y maestros. No queda más que decir ¡salud! por ellos y desearle a usted, caro lector, que este 2012 le depare grandes vinos y emociones intensas.