sábado, 9 de noviembre de 2013

¡Albricias!

Seiscientas mil firmas hicieron posible que la tauromaquia se convirtiese esta semana en patrimonio cultural protegido por las leyes españolas. Esto es el epílogo a una iniciativa ciudadana generada en Cataluña ante la prohibición establecida en esa comunidad el 28 de julio de 2010, una contestación sólida y vehemente ante la enclenque y contradictoria interrupción de los derechos de los catalanes.
            Se han cumplido dos años sin fiestas de toros públicas en la Ciudad Condal, pero todo apunta en que no se cumplirán más de tres. Aquella decisión del Parlament (68 votos a favor, 55 en contra y 9 abstenciones) ha tenido su réplica en las cámaras del Estado: 144 votos a favor, 26 en contra y 54 abstenciones.
            Más allá de los números, de las repercusiones políticas y legales, el nuevo título que ostenta la tauromaquia en España refleja una victoria moral: las corridas y las manifestaciones culturales que se desprenden de ellas serán promocionadas, defendidas y apoyadas por el Estado como se hace con, digamos, la literatura.
            Con todo y las sensibilidades que la objetan, la fiesta de toros se sustenta por sí misma como expresión artística trascendental, es decir, no necesita, estrictamente, legitimación de parte del gobierno, sin embargo, con los tiempos que corren —tiempos en los que el artista es un villano y la singularidad del toro bravo estorba tanto que se pretende extinguir su raza—, sí requiere legalización.
            Esta legalidad no es barata para los prohibicionistas: en España, enrarece las relaciones entre el gobierno central y la Generalitat; en Europa, entorpece la homologación cultural de España con sus socios anglosajones, teutones, nórdicos… apetecida por muchos de ellos; en la Unesco, incomodará globalmente y motivará discusiones que demandan más tolerancia y respeto que lo usual (puesto que la tauromaquia se presentará como candidata para ser declarada Bien Inmaterial de la Humanidad); y en México, sentará un precedente de criterio para los procesos pendientes de resolución.
            Por ello, en lo personal, me siento satisfecho por la madurez con que han procedido en esta ocasión los representantes populares que tiene mi nación adoptiva: si los taurinos somos minoría —o si somos mayoría, según el impresionante número de firmas recaudadas—, se ha respetado y protegido el derecho a salvaguardar nuestra cultura y forma de vida; y, lo más importante, se ha avanzado en forma sustancial en la preservación del animal más hermoso sobre la tierra y la sustentabilidad de su entorno. Esto es, en esencia, un voto de peso a favor de la biodiversidad y la ecología, temas que preocupan, o deberían preocupar, a los fervientes animalistas.

jueves, 8 de agosto de 2013

186 años en una tarde


Sólo con una ardiente paciencia conquistaremos la espléndida ciudad que dará luz, justicia y dignidad a todos los hombres. Así la poesía no habrá cantado en vano.
Rimbaud- Neruda.
 

El tiempo, en sus distintas acepciones, lo es todo en el vino. La vid —y la vida— están ceñidas al clima, a las edades, a las estaciones. El terruño no es más que el ensamblaje de la meteorología, la geografía y el concierto del hombre. La madurez de un viñedo —no es lo mismo el fruto de una parra de diez que de cincuenta años— es tan importante como un viticultor con experiencia y sensibilidad. Incluso el cambio climático ha influido en la calidad de los mostos.
            El vino debe beberse a su tiempo y con tiempo: una gran botella vive su infancia, juventud, madurez, vejez y finalmente muere. Aunque hay quien disfruta más la viveza y la frutalidad primaria de la adolescencia o prefiere la suavidad y la complejidad terciaria de la senectud, sólo ofrecerá durante cierta ventana de consumo todo su potencial armonizado. Además, la cata requiere de una oportunidad, una ocasión, una compañía, un método singulares: para que esa música, ese compás, ese —de nuevo— tiempo latente se escuche, para que el vino exista (como dice el afortunado e incomprendido eslogan de la D. O. C. que nos ocupa) se requiere de un oído afinado, de silencio y atención, de una escenografía… Muchas veces al vino hay que esperarlo: descorcharlo, quizás decantarlo y darle su tiempo para que respire lo suficiente, para que se exprese.
             Para todo esto es indispensable una disposición del alma poco cultivada en nuestro tiempo: la virtud y el ejercicio de la paciencia. Para que un día se destape el tarro de las esencias y el duende encuentre sintonía, se ha debido de acumular la templanza de muchas almas. Sin embargo, es evidente que nos hemos acostumbrado a la satisfacción inmediata, a la precipitación, a lo instantáneo. Por otro lado, el exceso de aguante, que en los aficionados podría traducirse como ambición desmedida, como codicia, lleva consigo el riesgo de la ruina: mil veces mejor un vino en su primera etapa que pasada la última… Pero la recompensa para quien reúne fortuna y justa espera, para quien no ha sido frugal ni ha sucumbido a la tentación es grande, muy grande…
            Acabamos de vivir hace unas semanas —usaré el plural, otra vez, porque estas experiencias y conceptos no son más que la suma de las sensibilidades de mis queridísimos combibeles— un hito en nuestra carrera de enófilos. El destino y la paciencia nos presentó la oportunidad de hacer una cata histórica de cuatro añadas de Viña Tondonia para festejar el cumpleaños de nuestro decano: tres grandes reservas y un reserva. Ya hemos hablado aquí sobre esta mítica bodega riojana R. López de Heredia[1], sobre su filosofía y estilo, incluso sobre el crítico que la colocó hace poco en el radar de los cautivos de la moda[2]. Pero, siendo muy sinceros, nunca imaginamos que un ejemplar de esta casa fuera a convertirse en uno de los dos o tres vinos más prodigiosos que hemos probado en nuestras vidas; y, siempre gracias a mis mecenas, no hay empacho en decir que hemos descorchado un sustancial repertorio de los mejores vinos vivos del mundo.
            En las catas verticales, especialmente si hay ediciones venerables —este adjetivo incluye toda su carga eclesiástica—, no nos gusta adoptar un orden preestablecido: aunque la tendencia es beber del más joven al más viejo, preferimos hacer un acercamiento olfativo previo con la intención de estimar sus condiciones para dejar al final el que haya sugerido mejores, descartar alguno que haya perdido sus atributos o, en cosechas más recientes, proponer una degustación de ida y vuelta. Ojo, caros canteranos, no hay duda de que las catas verticales (distintas añadas de la misma etiqueta) o las catas horizontales (distintas etiquetas de una misma añada, a menudo provenientes de la misma región o de los mismos varietales) son unos de los mejores ejercicios para la apreciación de nuestro adorado néctar.
            La evaluación esbozó, pues, que habríamos de verter en primera instancia el Reserva 2001. El milenio comenzó en la Rioja con una cosecha excelente, que perfilaría un decenio por demás inaudito: cinco excelencias entre 2001 y 2011[3]. Como la gran reserva de 2001 no está aún disponible, optamos por este ejemplar que muestra un futuro luminoso: a tres años de su comercialización hemos tenido el placer de ir disfrutando la naciente complejidad de un caldo que auguramos será un primor por allá de las décadas de los veinte, treinta y, bien guardado, cuarenta. Es el Tondonia más reciente disponible en el mercado, un tinto como una aurora, delicioso hoy si se expone a una generosa oxigenación, que nos hace soñar con su versión Gran Reserva y con los caldos de las cosechas 2004, 2005, 2010 y 2011 que habitan aún las trece mil barricas y los infinitos botelleros a diez metros de este bendito suelo de Haro.
            Al 2001 siguió el 1954. No sé usted, caro lector, pero a mí se me enchina la piel cuando me emociono. Llevarnos a la nariz la copa de este casi sexagenario nos hizo a todos suspirar (en lo particular, se me erizaron los vellos de los antebrazos) y, en seguida, se esfumó esa angustia que nadie quería desvelar, que habíamos venido soportando en silencio: en ese par de minutos —sin exagerar— que duró el retrogusto de este Tondonia, fuimos cayendo en la cuenta de que la inversión había valido la pena; no importaba tanto ya si las otras botellas estaban o no vivas: el boleto estaba pagado. Adquirir piezas históricas supone siempre una apuesta: como ninguno de nosotros habíamos siquiera nacido entonces, sólo quedaba depositar la confianza en las almas que supervisaron el sueño de las botellas durante aquellas décadas. El Cincuenta y Cuatro fue glorioso: un abuelo que se superpuso al exilio y que, también, envuelto en el incienso de su vejez, aguardó estoica y elegantemente su destino.
            En 1947 bautizaron a mi padre, que en paz descanse, y nació mi suegro, que Dios guarde muchas décadas (por cierto, uno de mis más caros lectores). A saber, yo soy un hombre de cuarenta años. El vino más viejo de la tarde y el más antiguo que hemos bebido, que se cosechó a dos años de la Segunda Guerra Mundial, tenía sobre su corcho una aureola mítica que nos hizo pensar dos veces —no más— si había que perforarlo: una pequeña masa de polvo, hongos y tela de arañas —guardianas, colaboradoras, enólogas durante más de un siglo del “Cementerio” de la bodega López de Heredia— se batía contra lo inexorable. El primer suspiro que tomó el líquido al verse ¿liberado? ¿desamparado? fue una bocanada tan diacrónica y extraña como la simultánea exhalación que expulsó hacia nuestro tiempo y nuestra latitud. La salud de un vino de esta edad descansa en la certeza de que su letargo no será interrumpido: las condiciones de su hibernación son fundamentales y el ineludible viaje provocó seguramente alguna mella en su frescura. Esta particular botella de esta añada fue un tinto majestuoso, solemne, con un inédito aroma añejo, sostenido en un filo delicioso que generó, como pocas cosas, reflexiones intelectuales y emociones espirituales. Al extremo del 2001, fue un crepúsculo que nos engendró la esperanza de encontrarnos pronto con él en su arácnido y alutáceo hábitat riojano.
            Nos gusta pensar que los grandes vinos, como los grandes seres humanos, tenemos que cumplir con un destino. Y no hay destino más grande que el amor, que la trascendencia por medio del amor. El amor que tiene la familia López de Heredia —en especial María José— por su destino, por su obra, por su estirpe y por sus feligreses se refleja directamente en sus vinos. Es una casa que no imita mas que a su pasado, a una tradición que guarda los secretos de estos vinos de excepcional longevidad. Memoria, respeto, talento, sabiduría, experiencia, fidelidad, generosidad y sencillez se ensamblan dentro de esa entrañable madera con la misma elegancia que se ensamblan tempranillo, “garnacho”, graciano y mazuelo.
            Finalmente, Viña Tondonia Gran Reserva 1964. La perfección en el vino, en el arte, es tópico retórico; nuestra posición —insalvable fruto de la tradición y, en este caso, no compartida por el pleno— es que, como se refiere al grado máximo posible, es decir, a una subjetividad, tiene que adecuarse a la experiencia personal y temporal de quien expresa esta categoría. Si se alude a una obra en la que el hombre participa, la perfección atiende a su naturaleza imperfecta, es decir, en el arte o en cualquier expresión humana implica concordantemente la mácula. El Tondonia Sesenta y Cuatro cimbró esta noción: no encontramos en su esfera indicio de mancha, lunar, pellizco o relieve, ni siquiera en su relación precio/calidad. Como no nos interesan, por el momento, las catas analíticas, teóricas u “objetivas y desapasionadas” (como dicta José Peñín), proponemos, en mayoría, subjetiva y apasionadamente, que este elixir es perfecto. Pero más allá de esto, que la emoción que produce es divina: trasciende la inasible perfección humana.
            Estará pensando, caro lector, si no ha tenido la oportunidad de conocer este vino ¿a qué huele, a qué sabe? He allí nuestro desestimación por las descripciones impersonales: no es posible transmitirlo en un lenguaje técnico; más allá: ¿a quién le importa o quién es capaz de conectarse con las notas de, en su más afortunada versión, “ebanistería” o “repostería”, o con sus “frutos negros”, o “reducciones de cacao”? Para quien esto escribe, sólo es posible intentar transmitir las sensaciones desde un punto de vista personal o de grupo… ¿A qué huele el “sotobosque”, a qué sabe el regaliz, cuáles de ellos?...
            En fin, no hay forma de describirle puntualmente estos vinos, un gran vino elude las palabras. Intentamos compartirle lo que nos han hecho pensar, sentir… Pero podemos, sí, ponerlo en contexto: este Tondonia rivaliza en nuestra memoria, mejor dicho, habita el reducido olimpo de experiencias como Petrus 1976 y Haut Brion de la misma cosecha de este humilde y orgulloso riojano (sólo que por estas joyas bordelesas habría que desembolsar de cuatro a seis veces más).
            1964 está considerada la mejor, o una de las mejores, cosechas del siglo pasado en la Rioja. Y está en su mejor momento —su cima, su madurez— en los vinos con este sabio y particular diseño de envejecimiento. El devenir de cada botella es único, como lo es el de nuestras vidas: cada botella que se descorche de este monumento será única, cada instante y circunstancia será irrepetible, cada experiencia singular. Fue tan largo y conmovedor que pasamos un par de días con el gusto presente en el cielo de la boca —y otros cielos—.
            Nos gusta pensar que el destino de este frasco y su linaje y el destino nuestro de descorcharlo ese día estaban entramados para que alcanzaran juntos lo sublime: el perfume sobrenatural, el poético refinamiento, la hondura metafísica, la tradición convertida en extravagancia y exuberancia debían de encontrarse en la común historia de un grupo de hombres que hoy tienen un lazo más profundo gracias a la paciencia, a una afirmación de amor fraternal y, en gran medida, a la presencia inconfundible de la Elegancia, asistencia que provocó que los miembros de esta cofradía se vieran a los ojos como se ven el tiempo y el espacio.


jueves, 6 de junio de 2013

Los círculos del tiempo


                                                                                                En mi pequeñísima cava duerme un Léoville Barton 2008, tiene en su cuello una etiqueta que dice: “L.O.H. Para descorcharse el 30 de agosto de 2026”. Ese día cumplirá 18 años mi hija Lucía…

A.O.F.

Se extingue el año de 1982, Gabriel García Márquez —enfundado en el poco protocolario traje de lino que su abuelo portaba los días de fiesta— cena filete de reno en salsa de dijon, salmón al eneldo y sorbete de grosella, todo ello perfectamente maridado con una muy castiza copa de Tio Pepe, una —o dos— de champán Mumm y una más de oporto Kopke. La ocasión no es para menos: recibe, a la cortísima edad de 55 años, el premio Nobel de Literatura.
            Este año es especial por muchas razones más: la URSS lanza la estación espacial Mir, se implanta en EUA el primer corazón artificial y nace el disco compacto en su forma comercial; Mecano debuta en la movida escena madrileña, Soda Stereo en la convulsionada bonaerense y Michael Jackson hipnotiza al mundo con el álbum más vendido de la historia: Thriller; dominan las pantallas Pink Floyd: The Wall, E.T., Blade Runner y Fanny & Alexander; se juega en España (a donde su servidor viajaría ese verano por primera vez, con nueve años) la Copa del Mundo de FIFA, Maradona debuta en el F.C. Barcelona y una caja de Lafite cuesta la mitad de lo que hoy cuesta una botella.
            Se acerca el final de un estío plácido al norte de Aquitania. El sol de 1982 calienta por las tardes la ciudad de Burdeos, las noches frescas invitan a sentarse a la orilla del Garonne, que cede generoso sus templadas aguas al estuario de la Gironde. Unos cuarenta kilómetros río abajo, las impecables hileras de los viñedos de Saint Julien presumen sus hermosos racimos de cabernet y merlot, los granos chupan insaciables la savia de los sarmientos retorcidos por la edad y los azúcares se concentran gracias al cielo que se obstina ante una súplica preciosa, la que pide algo más de agua que la humedad atlántica.
            Ronald Barton, quien nació con el siglo XX, camina todas las mañanas entre sus viñas, inspecciona las uvas como relojero, absorbe en su piel el sol y el rocío como si fuera una de ellas. Lleva más de medio siglo haciendo lo mismo, desde que su padre le entregó el control del Château, y no recuerda un año mejor que este 1982 desde que el fin de la gran guerra le permitió hacer su primera leyenda, en 1945. La tradición es su bandera, como lo ha sido siempre en esta bodega que ha pertenecido a su familia desde principios del XIX. Ya retirado, cuatro años más tarde de esta cosecha mitológica que intentamos revivir hoy, monsieur Ronald dejará este mundo sosteniendo que el 1982 ha sido el mejor vino que hizo en su vida; sin embargo, la perpetua ironía que es el Tiempo le habrá negado la oportunidad de experimentar su creación en la madurez plena, que no llegará antes de cuatro décadas…
            Volvamos a mayo de 2013. Han pasado 31 años de aquella mítica añada, el padre de Anthony y abuelo de Lilian Barton (actuales propietarios de este terruño) lleva 27 de cosechar en la viña divina. Hace unos días, con motivo de mi cumpleaños número 40, mi querido mecenas enológico, ese espléndido coleccionista de reminiscencias vivas, ese exquisito filántropo, ese anticuario de sensaciones, tuvo la formidable generosidad de descorchar y compartir una prístina botella del mismísimo Château Léoville Barton, récolte 1982; allí se erguía, frente a mí, como las joyas que imponen su presencia entre la bisutería: verdadera, auténtica, real, genuina.
            Afortunadamente, unas semanas atrás habíamos tenido la oportunidad de catar otro icono de esta añada y región, Château-Figeac 1982, un maravilloso Saint Emilion que con toda su complejidad de grosellas y cedro nos proveyó de contexto para la experiencia del Barton.
            Hemos dicho en varias ocasiones que probar un vino de estas características constituye una vivencia que trasciende las palabras. Escribir una estricta nota de cata, una reseña de los colores, los aromas y los sabores de una ambrosía viva que se aloja en nuestras almas sabe a poco. Un vino como este Léoville puede llegar al papel sólo en forma de evocaciones, de emociones; sin embargo, en esta ocasión es esencial —por una razón singular— comentar que la opacidad del granate no denotaba su edad, ni el regaliz y la grosella, ni su concentración, carnosidad y potencia en boca: el Barton 82 es en verdad el elixir de la eterna juventud; es una treintañera que no ha llegado a su adolescencia; es Kirsten Dunst como la pequeña Claudia, la refinada e impulsiva niña-vampiresa; ha sido a lo largo de tres décadas —perdone usted el atrevimiento— una auténtica lolita.
            Saborear esta botella —que parecía nunca haber dejado la bodega original— nos otorgó la gracia de volver a probar un trozo del mejor 1982, el de la apacible campiña francesa, como si hubiéramos viajado en una máquina del tiempo: con un tinto evolucionado pero a la vez fresco, con todo su músculo, frutalidad y belleza intactos.
            En su discurso de aceptación del Nobel, el Gabo invitaba a crear una nueva utopía y hacía homenaje a quien había estado en su lugar 31 años antes, William Faulkner: como en sus novelas, como con el linaje de los Buendía, el tiempo circular nos regala la comunión con nuestra estirpe a través de las décadas, de los siglos: vista desde el cielo, la espiral de la historia es un mismo disco… Algún otro Léoville dejaré para que mis hijos lo beban a los cuarenta años.

jueves, 14 de marzo de 2013

México: un trofeo y una joya


Esta semana recibimos la excelente noticia de que un vino mexicano, Casa Madero Chenin Blanc 2012, ganó en París el Trofeo Internacional Vinalies 2013. Vinalies Internationales es un concurso de vinos y licores organizado desde hace 17 años por la Union des Œnologues de France, certificado en 2008 con el ISO 9001, donde se reciben unas tres mil quinientas postulaciones de todo el planeta.
            Vinícola San Lorenzo (mejor conocida como Casa Madero o “La vinícola más antigua de América”, de quienes hablamos ampliamente en enero del año pasado), obtuvo medalla de plata en la categoría de blancos secos para su Chardonnay 2012 y el gran premio para la etiqueta apuntada, entre más de 400 competidores directos. Por delante de países que llevan el listón de favoritos en esta clase como Alemania, Francia y Estados Unidos; de grandes productores como Chile, Italia, España, Argentina o Australia y de muchos emergentes (como se considera a nuestra nación en el mundo del vino), se colocó este flamante icono de la viticultura coahuilense.
            Si bien un buen porcentaje de las bodegas que inscriben sus creaciones a este certamen están aún en busca del reconocimiento internacional, encontramos también marcas consagradas como Arzuaga, Pago de los Capellanes, Cáceres, Juvé y Camps, Segura Viudas, Codorniù, Viù Manent, Luis Felipe Edwards, Rancho Zabaco, Georges Duboeuf o Duval-Leroy, por nombrar algunas que participaron en la edición más reciente.
            Parece que el año comienza bien para la industria nacional: se anuncia que críticos influyentes extenderán sus tentáculos para estimar la fruta vernácula, siguen consiguiéndose premios internacionales (cosas que impactan positivamente en las exportaciones) y el mercado doméstico ha mantenido su crecimiento. En lo general, el vino y, en lo particular, el mexicano, no dejan de estar de moda: continúan conquistando espacios y sumando devotos.
            Por nuestro lado, hace unas semanas tuvimos la suerte de compartir un prodigio de exotismo y armonía: Emevé Malbec 2009; sin duda, el mejor tinto que ha parido nuestra tierra entre los que nos hemos pasado por nariz y garganta. Baste decirle que el É se enfrentó en la memoria a una buena cantidad de homólogos (por variedad de uva y, sobre todo, precio) andinos y en la misma mesa a un contendiente que ha triunfado en todas las publicaciones especializadas, en todos los mercados: Catena Malbec 2009. En ambas reyertas quedó poca traza de la fruta argentina, tan lejana en emoción y originalidad de la expresión ensenadense como el Valle de Guadalupe está de Mendoza. Hay que desembolsar casi $500, pero vale la pena…
            Cosa que nos regresa a una de las cualidades señeras del Chenin Blanc de Casa Madero: hasta ahora, bien comprado, no supera los $140 (esperemos que se mantenga el rango de precio). Naturalmente corrimos a buscar la añada laureada en nuestras potosinas tiendas y no encontramos más que 2010 y 2011. Quedan pendientes las apreciaciones personales y queda, como siempre, caro lector, la invitación a que haga el ejercicio propio.

jueves, 21 de febrero de 2013

Los cien apellidos del jamón

Para don Ernesto de León y familia, con cariño y agradecimiento.

La gente en España llama «jamón» —así, llanamente—, a lo que en México conocemos como «jamón serrano»: si un madrileño quisiera preparar una torta como las del Chavo del Ocho —además de tener que hornear en su casa un bolillo o una telera— pediría en la «charcutería» que le rebanaran un cuarto de «jamón de York». Por aquí comienza una confusión que va expandiéndose cuando escuchamos términos como «ibérico», «de bellota», «jabugo», «pata negra», etc.
                En nuestro país, como en muchas partes del mundo, el jamón serrano español ha aumentado de forma significativa su prestigio y demanda; este “producto mágico”, como se refieren a él los grandes artistas de la gastronomía Arzak y Adrià, se ha puesto de moda en los últimos años tanto como el vino (incluso generó su propia burbuja, no de champán, sino similar a la financiera) y ha impuesto su distinción en las mesas más sofisticadas de Nueva York, Hong Kong y Moscú… Pero ¿qué hay detrás de tantos apelativos jamoneros?
                La pata de cerdo curada en sal es un manjar tan antiguo como las técnicas de preservación de los alimentos, sin embargo, es hasta el siglo XX, con la explosión comercial de lo especializado y singular, que los consumidores fuera de las localidades artesanas —en donde siempre han conocido bien la diferencia entre su producto y otro— comienzan a educarse en las exquisitas genealogía y nutrición de las castas porcinas.
                En casi todos los países que se consume la carne de cerdo se elabora jamón serrano (démosle este nombre genérico): en Italia se le llama prosciutto crudo y su región productora más afamada es Parma; en Francia, jambon de Bayonne o de Pays; presunto en Portugal; los angloparlantes han adoptado el serrano o prosciutto antes que el dry-cured ham; en fin... Pero cualquiera que le haya hincado el diente a una tajada de J.I.B. sabe de lo que hablamos. No es nuestra intención desentrañar aquí un galimatías que no encuentra orden ni en sus propios actores (productores y reguladores españoles), más bien ensayaremos sobre nuestras experiencias en el ejercicio del tapeo.
                Empecemos, pues —si permite, caro lector, la fanfarria—, por la cumbre del quehacer jamonero, por ese delicado pétalo de intenso y persistente buqué, esa loncha de púrpura nocturno, esa luminosa isla de mantequillosas playas y vetas rosadas, ese bocado suave para los dientes y firme para el cuchillo, por esa rebanada de gloriosa armonía sensorial: el jamón ibérico de bellota.
                Los empaquetadores embusteros están por doquier, pero para que un jamón pueda ostentar este calificativo, así, con todas sus letras, cumpliría al menos con dos requisitos esenciales: en primer lugar, el cerdo debe ser, en un 75% de sus genes como mínimo, de raza ibérica; en segundo, su alimentación debe consistir mayoritariamente de bellotas: mientras más ingiera el aristocrático chancho los frutos del roble, el encino y el alcornoque, más exquisito será.
                La calidad —y el precio— del jamón desciende de forma proporcional al porcentaje de ibericidad genealógica (cercanía con una subespecie mediterránea del jabalí) que pierde ante el llamado “cerdo blanco” y al aumento del porcentaje de pienso (pastos y cereales) que complementa su almuerzo.
                Es común que la moda genere listillos. Hay que entender que las estrategias comerciales son las responsables por el caos adjetival del jamón, pues términos como «pata negra» (que se refiere sólo al color característico de la pezuña de algunos cerdos que cenan aquenios), «gran reserva» (que se refiere a un tiempo de maduración únicamente determinado por el productor), el número de «jotas» acumuladas (3 jotas, 5 jotas, que es un control exclusivo de una marca) o «jabugo» (que habla, en casos honrados, de su origen geográfico) no constituyen garantía de su calidad, al menos no de forma reglamentada por el gobierno.
                Encontrar en una etiqueta de jamón lo esencial no es cosa fácil, las regulaciones españolas dependen en gran medida de cada Comunidad Autónoma, el Ministerio de Agricultura no logra ordenarlas y, por consiguiente, hay un gran vacío legal en el tema: la anarquía comercial tiene su par en la política. Además, está la gran creatividad de estos granujas que se han inventado o adoptado términos como «bellotero», «extra», «premium», «oro», aparte de los apellidos ya nombrados, para enredar más el asunto.
                Dicho esto, podríamos simplificar el universo jamonero en cuatro conjuntos principales: en primer lugar, el jamón ibérico de bellota, del cual hemos hablado antes. Este jamón es extraordinario, pero su altísimo costo le hace perder puntos en la estimación final —que incluye, lógicamente, la relación calidad/precio— ante sus competidores, que son muy buenos: 100 gramos de este lujo no se encuentran por menos de $250, su precio medio es de $350 y puede llegar hasta los $500, ojo, los 100 gramos, más o menos lo que cuesta el kilo de un jamón bastante decente. Su tiempo de maduración varía entre los 6 meses y los 8 años, cosa que no lo hace mejor o peor, sino que atiende al gusto personal, mientras más viejo, el aroma y el sabor son más concentrados y el color más oscuro.
                En segundo lugar está el jamón ibérico de recebo, que quiere decir que come menos bellotas que el primero, es de gran calidad y la diferencia con el J.I.B. puede llegar a ser mínima, según la marca o los aciertos durante el proceso de producción. Es importante decir que, cualquiera que sea nuestra elección, interviene siempre la suerte, sobre todo si compramos el jamón en paquete, ya rebanado: nunca hay dos porciones iguales, la pata tiene trozos diferentes, con mayor aroma, menor maduración o más grasa, lo que cambiará en buena medida la armonía del bocado.
                De todos los tipos que comentaremos existe el jamón, que sale de las patas traseras, y la paleta o paletilla, que sale de las delanteras. Esta última es menos ancha por lo que a menudo madura antes y un poco más económica; el sabor, a menos de que uno sea un catador profesional y sea capaz de identificar a este punto las diferencias, es igual de bueno.
                En tercer lugar está la constelación española de jamones que agrupa una variedad casi infinita: puede o no tener un porcentaje de genes ibéricos, puede comer o no algo de bellota, puede ser madurado pocos o muchos meses, puede ser criado o no libremente en la dehesa, su hábitat natural. Aquí la única garantía que podemos encontrar es la que nos da una marca, un productor que conozcamos y nos satisfaga. Encontramos buenos jamones cuyo precio oscila entre los $35 y $150 por 100 gramos. Personalmente recomiendo la empacadora Redondo Iglesias, que ofrece una gama muy amplia que comienza con un serrano bastante decente a $33.90.
                Por otro lado, las provincias productoras de jamón más afamadas son Huelva, en donde está el pueblo de Jabugo; Salamanca, en donde está Guijuelo, nuestro preferido, y Aragón, en donde está Campo de Borja, la región que también cría uno de los mejores vinos de garnacha de España. En la sierras de Madrid, de Córdoba, en Teruel y en Extremadura también se hacen productos maravillosos. Cada una de estas regiones tiene su consejo regulador, más o menos estrictos.
                Un embutido o madurado recién cortado siempre mostrará de mejor manera todas sus cualidades, sin embargo, como no es fácil tener en casa una pata disponible para su consumo, la tecnología del alto vacío es aceptable y práctica para la conservación. La cuestión del rebanado con máquina o cuchillo es algo que dejamos para una discusión posterior; en general, no encontramos demasiadas diferencias.
                Finalmente, en cuarta instancia, están todos los jamones que no son españoles: los nacionales, italianos, norteamericanos, chinos, húngaros, etc. Entre ellos, sobresale el procedente de Hungría, que fue salvado de la extinción por el mercado español y hoy ya se exporta; es otra raza de cerdo mediterráneo, similar a la ibérica, que se llama “mangalica”, muy bueno.
                Resumiendo los conceptos importantes a la hora de ordenar un plato o unos gramos de jamón serrano español son: la procedencia genética del marrano, identificable con la palabra «ibérico», y su base alimenticia, que podemos conocer por las palabras «de bellota» —no «bellotero» ni «bellotífero» ni nada parecido—. La gradación o ausencia de estas palabras nos irá indicando incontables tipos de serrano que pueden no ser muy inferiores en calidad y que se ajustan más a nuestras carteras, como los que incluyen la palabra «recebo». Todos los demás apellidos atienden —por ahora— a cuestiones comerciales, particulares de una marca o indicadores de procedencia.
                Pues bien, le invito a que consiga un buen jamón, lo acomode en un plato a que coja la temperatura ambiente (nunca hay que comerlo frío), disponga unas rebanadas de pan de corteza crujiente y miga blanca y pesada, meta al agua con hielo un buen vino de jerez como el Fino la Ina o descorche un tinto de Toro con crianza y oriente todos sus sentidos a degustar este bocado divino. Como bien dicen mis tíos y ha confirmado repetidamente la ciencia (dentro de una medida sensata): “Algo tan rico como el jamón no puede hacer daño”.

viernes, 25 de enero de 2013

¿Por qué hay que leer el Quijote?

 

Como hispanohablantes, sabemos que la obra literaria más importante de nuestra lengua es El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, estamos al tanto que fue compuesta por Miguel de Cervantes Saavedra y que comienza desta manera: “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme…”
            Somos capaces, seguramente, de dibujar con detalle la silueta del Caballero de la Triste Figura, conocemos el nombre de su rocín, de su escudero y de su amada; podemos contar, al menos, la aventura de los molinos e incluso tararear “El sueño imposible”. Es probable que hayamos asistido a algún festival cervantino, que usemos con naturalidad el término «quijotesco» y alguno de sus refranes…
            Pero ¿cuántos hemos leído el Quijote en realidad?, ¿cuántos hemos tomado el libro que preside cualquier biblioteca que se precie (quizás herencia del abuelo) y andado por sus páginas?, ¿cuántos hemos franqueado la lectura obligatoria de la secundaria?
            La primera de las novelas modernas (en conjunto, pues son dos novelas) no sólo es primordial en cuanto a su género literario, es también una obra auténticamente inédita y revolucionaria, es el hilo negro, es algo nuevo bajo el sol, es la Fuente. Cervantes cambió la forma de pensar, de escribir y de leer para siempre, él solo fundó una tradición artística y cultural que permanece hasta nuestros días, una manera de percibir el mundo desde una realidad y perspectiva propias de la cual nos hemos movido poco. Otorgó una buena parte del prestigio que goza nuestra lengua, la definió y la fijó: si bien nuestro idioma es algo vivo, mutable, el español de Cervantes no nos suena tan arcaico como a los ingleses de hoy les dobla el inglés de Shakespeare.
            Además de lo original en su sentido más amplio, el Quijote también es lo mejor: la novela suprema. Es todas las novelas, como sentencia García Márquez —“En Cervantes están todas las respuestas”, le dijo una noche al expresidente Clinton—. El joven Freud aprendió de forma autodidacta un perfecto español para leer al Manco de Lepanto en su lengua propia y organizó un taller de lectura del Quijote con sus colegas para “profundizar en el alma humana” —amén de la locura—.
            Al final resulta tan cercano, tan entrañable, porque lo hemos venido leyendo a través de todos los libros que le han sucedido y porque en él están todos los libros que le precedieron. El tema por excelencia del Quijote es la literatura, es su única genealogía, su realidad y su destino, igual que es la poesía en los poetas contemporáneos, en los más vanguardistas… Las técnicas narrativas de Cervantes son vigentes, identificables, incluso avanzadas para los autores de nuestra era.
            Es lo más habitual que los lectores nos sorprendamos por el tono del texto: esperamos un libro serio, elegante, antiguo, difícil… Se deja aplicar los adjetivos más elevados que alcancemos a pronunciar, sin embargo, basta leer el Prólogo de Cervantes para olvidar nuestras preconcepciones y dejarnos maravillar por su ironía, agilidad y lo divertido que resulta.
            No es poca cosa en un ser humano, por mayor artista que sea, crear algo sin precedentes, absoluto, definitivo e inmortal. No es poca cosa, además, hacerlo simpático, divertido y accesible a cualquier condición o edad. Los distintos lenguajes de sus personajes, si bien en un principio se presentan ante el lector como un desafío equiparable al del Caballero de la Blanca Luna, el transcurrir de los capítulos los torna tan familiares como el de un amigo de otras latitudes; termina embelesándonos, haciéndonos soñar en castellano cervantino.
            El acontecimiento cultural que supone, el hito que es el Quijote, la infinita complejidad y la sencillez casi infantil de sus posibles lecturas, la inagotable riqueza de su forma y de su fondo, la evolución intrínseca de su autor y su vertiginosa trama, el juego con el lector, el juego de espejos, el aplomo, la intertextualidad, el humor genial, la sorna, el rompimiento, la rebeldía, el ingenio, la deífica creatividad, la filosofía, la elegancia, en fin, la certeza estética que nos impone resulta en una experiencia que nos acompañará durante nuestras vidas.
            Uno de los pasajes más gloriosos de la historia del arte tiene lugar cuando, una vez sepultado Alonso Quijano, don Quijote de la Mancha “se armó de todas sus armas, subió sobre Rocinante […]  embrazó su adarga, tomó su lanza y […] salió al campo con grandísimo contento y alborozo de ver con cuánta facilidad había dado principio a su buen deseo”.

            Les animo a hacer lo propio, a emprender la aventura y les garantizo que, una vez que se otorguen este placer impostergable, con orgullo pensarán en él a menudo… ¡Quién sabe! Tal vez hasta se contagien un poco de la lúcida locura del caballero andante, de su inconformismo, de su determinación por vivir bajo sus ideales y de luchar por hacer de este mundo algo más a su medida.

viernes, 4 de enero de 2013

Las cosas del arte


El diecinueve de noviembre es el aniversario de la muerte de mi hermano Luis Miguel. Es un día en el que siempre amanezco llorando. Esta vez fue diferente: desperté muy emocionado, pero sin lágrimas; quizás porque presentía que era necesario guardarlas para más tarde.
                Fuimos muchas veces juntos a la Plaza México, en tardes de gran expectación y también a novilladas nocturnas, bajo la lluvia y el frío. Era muy buen aficionado, de esos que disfrutan una gama muy amplia de toreros y de suertes; sensible, atento y respetuoso. Yo le decía: “Luis: me he convertido en un pésimo aficionado a los toros; sólo me interesa esa infrecuente particularidad de la tauromaquia que llamamos arte”.
                Este año tenía una gran ilusión de volver con él a la plaza, en especial porque estaba anunciado el artista en activo que más he disfrutado, el que más me hubiera gustado que viera. Le escribí ese día por la mañana, volviendo a escuchar unas bulerías que le ponía camino a los festejos: “Vente hoy conmigo, Luis, quiero contarte de tus sobrinas, del bebé que viene en camino; quiero abrazarte, dejar mis lágrimas en tu cuello, quiero verme en el júbilo de tus ojos. Vente, Luis, vamos a ver a Morante, quiero que le toques las palmas cuando borde esa media que platicamos. Déjame presumirte, caminar por Augusto Rodin con mi brazo sobre tu hombro. Vente conmigo, Luis, hoy quiero que todos sepan que eres mi hermano”.
                En compañía, además, de grandes amigos, ocupé mi barrera en la monumental. José Antonio no tuvo suerte en su primer toro. Cuando colgaron el cartel que decía “Chatote, 486 kilogramos” sobre la puerta de toriles y Morante miraba al destino con la barbilla sobre el burladero, alcé los ojos al cielo y pensé: “Venga, mi Luis, que salga el bueno”.
                El de San Isidro no se dejó torear con el capote y la esperanza comenzó a buscar recoveco en que el de la Puebla se dejara un detalle y en lo que acontecería después de la corrida. Pero entonces Morante se acomodó en un par de derechazos y todo cambió. En cuanto el sevillano tomó la muleta con la izquierda comenzaron los pellizcos y todos a gritar olés y a brincar del asiento con cada natural: le bastaron cinco para que la plaza se le rindiera. Yo quedé embriagado de inmediato y el llanto comenzó a fluir con cada pintura salpicada de albero como si el dique se estuviese cuarteando.
                «Reconciliar» quiere decir también “restituir al gremio de la Iglesia a alguien separado de sus doctrinas” y “bendecir un lugar sagrado por haber sido violado”. Luego de un cinco de febrero en que sentí que tanto los diestros como el público habían finalmente dado la espalda a cuanto me interesa del toreo, me alejé un buen tiempo de la México. Hasta la tarde que nos ocupa, mi antiguo derecho de apartado había permanecido ocupado por el eco fantasmal de los olés arrojados a aquellos brujos del siglo XX.
                Como les cuento, regresé, pues, acompañado por grandes amigos y por el recuerdo de mi hermano a renovar mis votos con el duende. Consumada la auténtica reconciliación por medio de la solera del sevillano, dejamos el coso capitalino en pos de otra emoción estética: en un restaurante nos esperaban, decantados, un par de riojas de leyenda.
                En distintas ocasiones he comentado sobre el Remírez de Ganuza Reserva 2004, ha sido un privilegio ir siguiendo la evolución en botella de este vino que parece no tener techo: al menos le quedan un par de décadas de vida y cada año se afina y redondea más. Esta vez no fue la excepción: si bien no habíamos salido del hechizo de Morante, al beber el Remírez acompañado de un jamón ibérico de bellota recién rebanado con maestría, el perfume de ambos nos elevó un suspiro más cerca de la bóveda celeste. Lo que a continuación entró por nuestras narices y se estacionó durante minutos en el paladar fue para apretar los ojos —de nuevo húmedos— y dar gracias a Dios…
                Uno de las cuatro o cinco mejores etiquetas de la Rioja es, sin duda, el Benjamín Romeo Contador. Hasta esta noche que les relato no había tenido la suerte de pasármelo por el morro. Como todos los grandes vinos del mundo, es un caldo que requiere de tiempo, de mucho tiempo. Las cosechas más asequibles pueden beberse a partir de los ocho o diez años. En este caso, la añada 2002 estaba en el principio de su madurez, lo cual hace una diferencia importante al momento de descorchar una de estas joyas.
                Se puede hablar indistintamente de estas faenas del torero y del enólogo: su expresión, profundidad, condensación, pureza, armonía, elegancia, singularidad y eslora, es decir, la vibrante emoción estética que me produjeron ambos ese día —encima compartido con tan exquisita comitiva y enmarcado por tan entrañable fecha— formuló el milagro de la anhelada reunión sentimental entre dos hermanos separados por la muerte: al ver los sobrenaturales muletazos de Morante y beber el elixir fragante de la botella de Contador, sentí a Luis Miguel tan cerca como había soñado esa mañana de diecinueve de noviembre, mientras tarareaba aquella bulería radiante que fueron sus ojos.