miércoles, 14 de diciembre de 2011

Debuts (Pintia 2001 y Young the Giant)

Recientemente tuvimos la oportunidad de probar el Pintia 2001. La bodega que produce este vino en la región española de Toro pertenece al mítico grupo Vega Sicilia. Esta cosecha significó el lanzamiento de un tinto que de inmediato obtuvo un magnífico reconocimiento internacional: en cuanto salió al mercado en 2004, recogió 95 puntos de Robert Parker, 92 de Stephen Tanzer y 91 de Wine Spectator.
            Pintia 2001 tiene una nariz muy compleja: mineral, fruta madura ―que no sobremadura, como tantos tintos hoy―, casis, regaliz y ahumados. En boca es increíblemente equilibrado, potente, sedoso y elegante, con un final aristocrático. Fuera de una buena cantidad de sedimento, que quedó apartado con la cuidadosa decantación, no encontramos visos de decadencia, por lo que pensamos que una botella con buenas condiciones de guarda podría sostenerse al menos un par de años más.
            Es sorprendente que una viña y una bodega hayan logrado algo tan redondo y estilizado, tan definidor y característico de un terruño, tan refinado y corpulento con su primer vino. Degustar esta flagrante expresión de la vid nos hizo pensar en otro impresionante debut, en este caso en el ámbito de la música.
            Hace una semanas el control de la tele se quedó pasmado ante lo que sucedía en los premios de música del canal MTV: Lady Gaga, el artista más popular del momento ―acumula más seguidores en Tuiter que nadie― presentaba a los homenajeados por medio de un brillante alter ego: Joe Calderone; Britney Spears era objeto de un insospechado tributo a su carrera y se estrenaba en el mainstream una banda de rock alternativo ―o indie― recientemente rebautizada como Young the Giant.
            Se conoce bien la impresión que causaron Mick Jagger y Jim Morrison cuando aparecieron en el programa televisivo de Ed Sullivan: aquellas transmisiones se convirtieron en hitos de la cultura contemporánea. Sameer Gadhia, el vocalista del grupo que parece haber emergido de un futuro alcanzado, se desenvolvió en el escenario global con una confianza tan rotunda como una bestia en su hábitat.
            Su canción, It´s my body, nos secuestró y no dejó de habitarnos por días. Es imposible saber si esta banda del sur de Los Ángeles será capaz de mantenerse a la altura de su deslumbrante debut, pero la hipnosis de su energía, de su personalidad irresistible y de su pegosteoso sonido nos generó el extraño retrogusto de haber catado un vino indómito.

miércoles, 30 de noviembre de 2011

Time is money

Una fórmula matemática calculada por un serio profesor universitario ha descubierto que el tiempo es, realmente, dinero. De acuerdo con la ecuación del británico, para el habitante londinense promedio, cada minuto vale un poco más de ocho o nueve peniques: nos costaría una lana cepillarnos los dientes si viviéramos en Chelsea.
            En  In Time (El precio del futuro), Andrew Niccol ―a quien recordamos por la noventera Gattaca― explora esta sentencia famosa en los círculos financieros mediante una poco equilibrada historia de forajidos: un bodrio de Robin Hood, Bonnie y Clyde y Matrix con una premisa interesante.
            Timberlake, el otrora elemento de la banda ‘N Sync, encarna a Will Salas, un hombre de veinticinco años en apariencia ―bien corriditos― pero un titipuchal en experiencia que sobrevive segundo a segundo con el apremio de comprar, pedir prestados o ganarse unos pocos minutos: en este retrato wildeano, el cumpleaños veinticinco significa que has dejado de envejecer pero tendrás que ganarte los días con el sudor de tu frente; si el reloj que aparece en tu antebrazo llega a cero, caerás como mosca.
            Luego de una deliciosa primera escena en la que los malos pensamientos circulan por nuestra imaginación hasta hacer corto circuito y reconfigurarse, constantes deficiencias lógicas y actorales nos dejan sólo tentativas de escenas poderosas, como bien podía haberlo sido la carrera de hot mom hacia Salas para salvar su vida.
            Pronto, un montón de clichés, de hoyos en la trama y de absurdos se apoderan de la cinta, que se convierte en una constante persecución… poco espectacular, por cierto. El humor involuntario hace su entrada inevitable cuando la fresísima hija de un rejuvenecido Ricardo Salinas Pliego y nuestro carismático escalador vuelan dentro un futurista coche sin bolsas de aire hasta caer a un río pavimentado: su estado físico hace dudar a sus perseguidores de que han quedado vivos, no obstante, al recobrar el conocimiento unos segundos después, sin mirarse la ropa, corren como lo hacen los futbolistas argentinos luego de revolcarse de dolor en el suelo, en este caso, con un rasponcito en la frente y la ropa planchada.
            Espectaculares, sin embargo, son las locaciones angelinas, los musculares autos retro y la mecha que la premisa prende en la sesera de los espectadores: ver el tiempo que nos queda en un segundero epidérmico cambiaría el mundo… O no, según Niccol, quien nos roba más de cien minutos para decir lo que Dora la Exploradora dice en menos de uno: “comparte, comparte, comparte”.
            El instantáneo síndrome de Estocolmo que aqueja a la peluca del tieso personaje que interpreta Amanda Seyfried encuentra tanta credibilidad como simpatía en los cautivos espectadores: ni el roomie de “Big Bang Sheldon” ni Matt Bomer (quien tiene un futuro en Hollywood) ni los villanos maniqueístas salvan la trama.
            En los grandes vinos, tiempo equivale a evolución. Y a esperanza. Quien ha acomodado un burdeos 2005 en la oscuridad y el silencio de su sótano sabe que probablemente será descorchado por sus hijos. Lo más hermoso de las cavas es que son un acto de fe.

sábado, 5 de noviembre de 2011

La supervivencia de la tauromaquia

Hace unas semanas se celebró en Barcelona la que se pretende sea la última corrida de toros en Catalunya. Con la Monumental llena hasta la bandera ―veinte mil almas―, se cerró un ciclo de un siglo de tradición taurina en este coso. El diestro catalán Serafín Marín fue el encargado de torear al último toro de la tarde, al final de la cual, aupado en hombros por los taurinos barceloneses, recorrió las calles de la capital envuelto en señeras y gritos de «¡Libertad!».
            Es evidente que esta prohibición tiene un trasfondo eminentemente político y que su finalidad es tomar distancia y darle un brochazo de ranciedad a costumbres y tradiciones españolas notables, en un desafortunado afán de proteger la singularidad de un pueblo que no necesita de guardaespaldas, de coartar a una sociedad históricamente vanguardista en la defensa de las libertades cívicas. Que la cuestión de la defensa de los animales no tiene importancia para los arquitectos de esta política pública queda probado con la autorización, meses después, de la caza de jabalíes con arco y flecha por el mismo parlamento.
            Como sucede a menudo en nuestro país, el estratagema catalanista ha impulsado a cantidad de imitadores que no han analizado el particular ánimo que consiguió este triste paréntesis en la tauromaquia de la tierra de Joaquín Bernadó y, rondando el asunto en la opinión pública, ha hecho surgir más espontáneos con agenda electoral que almas legítimamente inquietadas por el maltrato a las bestias.
            En mi sagrado derecho a defender para mi hija la oportunidad de valorar por ella misma las manifestaciones artísticas ―volveré sobre esto más tarde― que considero son trascendentales para su formación cultural, añadiré algunos pensamientos al debate sobre la prohibición de las corridas de toros con el propósito de que esta discusión se convierta en un intercambio serio, maduro y respetuoso de ideas y propuestas.
            Desde esta barrera intentaré hacer una breve reflexión sobre el ser y las propiedades de la tauromaquia ―particularmente la mexicana― y, sobre ello, deslindar el concepto de prohibir; abordaré los, en mi punto de vista, argumentos principales de las partes antípodas y finalmente, apuntaré la necesidad de modernización del espectáculo taurino. Es posible que usted, caro lector, no tenga interés particular en la tauromaquia, ni en su supervivencia. Le ofrezco una disculpa por poner el corcho a la botella durante unas semanas, sin embargo, quizás algo de lo que se trate aquí sea útil si algún día se pretende vedar la producción y el consumo del vino o si alguien intenta decirle qué no puede leer.
            ¿Las corridas de toros son un espectáculo, un arte, un deporte, una tradición… son cultura? En México, hasta ahora, desde el punto de vista jurídico la tauromaquia es considerada parte de los espectáculos públicos y se rige por un reglamento estatal o municipal; en la mayoría de los casos, estos ordenamientos contemplan y hacen aplicables, valga la redundancia, “los usos y costumbres taurinos universalmente aplicados”.
            Desde el punto de vista de los medios de comunicación es evidente que las corridas de toros están dentro del ámbito deportivo, puesto que las crónicas y las noticias taurinas aparecen ―salvo algunas honrosas excepciones― en los espacios destinados a ello. Como en todo, este enfoque influye poderosamente en la concepción popular.
            En mi opinión, la tauromaquia es tan gimnástica como la danza: si bien es necesaria cierta forma física, su fin no es el desempeño atlético, es un ejercicio eminentemente espiritual. Creo también que cumple con todas las condiciones de las artes ―llámenseles bellas, superiores o clásicas― y comparte con ellas su objeto fundamental: la estética. Baste revisar El nacimiento de la tragedia  de Friedrich Nietzsche para comprobar que el rito de la corrida de toros cabe en esta genial tesis como la humanidad de un torero en su vestido de luces.
            No existen datos actualizados para formular una noción más o menos sólida de lo que los mexicanos piensan en este sentido, sin embargo, la experiencia me hace calcular que la tendencia es la siguiente: mientras mayor cercanía se tenga a lo taurino, más se decantará la valoración por lo artístico y mientras menor contacto se tenga, la posición se irá ubicando hacia el polo de lo deportivo.
            Nos acercamos a los quinientos años de una poco interrumpida práctica de lidiar toros bravos dentro del territorio nacional, entonces ―guste o no―, que la afición ha sido transmitida de generación en generación ―atendiendo a la definición de «tradición» de la Real Academia Española― es algo más que acreditado: el carácter tradicional de la tauromaquia es indiscutible.
            Recapitulemos: según la ley mexicana, las corridas de toros son un espectáculo legítimo con normas jurídicas desprendidas del derecho consuetudinario; los medios de comunicación acostumbran insertarlas dentro de lo deportivo; el pueblo las considera, según su ilustración, en una gama que va desde la casilla mediática hasta lo artístico y constituyen sin lugar a dudas una tradición.
            Cabe añadir que la lengua, otras artes, las costumbres y la historia de nuestra sociedad han estado en constante y rico intercambio de formas con la fiesta debido a que comparten un fondo insondable: basta echar una mirada a la relación del mexicano con la muerte para hallar las amalgamas. Ahora, si atendemos a sus principales definiciones, es ineludible afirmar que cualquier manifestación que reúna las características que hemos enumerado para la fiesta debe llamársele cultura.        
            Por otro lado, para ningún filósofo es asequible sentenciar las distintas concepciones históricas de la relación entre el arte y la moral. Como cualquier cuestión de esta naturaleza, es soluble sólo por la vía individual; por tanto, la validez de una u otra postura no puede más que debatirse respetuosamente y, finalmente, tolerarse. Todo esto mientras la manifestación cumpla cabalmente con sus preceptos intrínsecos, sin los cuales, efectivamente, no tiene razón de existir.
            También es difícil encontrar hueco en este espacio para entrar a las profundidades filosóficas y psicológicas del concepto «prohibición», sin embargo, siguiendo la línea argumentativa de este ejercicio ontológico, si fuera sensato impedir la lidia de toros bravos, resultaría necesario hacerlo asimismo con muchísimas otras expresiones culturales, como veremos enseguida al estimar las razones de los antitaurinos.
            Las prohibiciones no son nada nuevo, datan del siglo XV y han aparecido intermitentemente en toda la historia taurina de Europa y América (para quien desee conocer a profundidad estos procesos y sus consecuencias, recomiendo la lectura del capítulo “Polémicas sobre la licitud y conveniencia de la fiesta”, en el segundo tomo de Los Toros de Cossío).
            Los motivos y argumentos esgrimidos en su apología o vilipendio han ido cambiando a través del tiempo, abordaré las tres cuestiones que me parecen más vigentes: Los prohibicionistas dicen que la tauromaquia no es deporte ni es arte: es barbarie, por tanto no puede ser una manifestación cultural válida y es necesario aniquilarla; piensan que las corridas de toros son crueles y sanguinarias, estiman que esto lastima la dignidad humana; desean defender la supervivencia de los animales y sus hábitats, protegerlos de las formas de maltrato y abuso.
            Ya hemos probado el carácter cultural de la fiesta, sin embargo, como otras manifestaciones culturales en el mundo contemporáneo ―la celebración de la boda gitana, la circuncisión o el sacrificio ritual musulmán―, el espectáculo taurino es sanguinario. No debe pretenderse negar este axioma. No es, en forma alguna, una exhibición tolerable para cualquier sensibilidad. Tampoco creo que haya que justificar su naturaleza con clichés del tipo: “También el Guernica, Crimen y castigo y la liturgia católica son sanguinarios”; los sacrificios que muestran estas manifestaciones son puramente simbólicos. Aunque la fiesta no tiene como finalidad el sacrificio sino la creación, es imposible ―artificial― sin la abrumadora certeza de la sangre, sea quien sea quien la vierta.
            Considero, por otro lado, que la crueldad en la corrida de toros refleja un espectro más amplio. No es cruel en tanto que ni los protagonistas ni los aficionados se deleitan en el sufrimiento ajeno. El padecimiento del toro ―y el del torero, cuando aparece― no es el propósito de la corrida.
            Cualquiera que haya visitado una ganadería brava, se habrá dado cuenta que el toro de lidia es un animal privilegiado. Podríamos decir, con cierto humor, que los prohibicionistas son sexistas, pues nunca hablan de las vacas: ellas tienen una calidad de vida superior a la mayoría de los animales en el mundo y no tienen que pagar este costo disputando su vida en una plaza.
            Toda la manada pasta en enormes extensiones de terreno; su alimentación es complementada y gozan de cuidados veterinarios, en general de excelentes condiciones hasta su muerte. Como, a este nivel, los animales no pueden elegir por ellos mismos, le pregunto, caro lector: ¿cuál sería su elección para un animal al que apreciara? ¿la existencia del perro callejero, que terminará sus tristes días apachurrado por un camión? ¿la del marlín que es enganchado por el anzuelo o perforado por un arpón? ¿o la del toro bravo, mimado toda su vida pero con el destino de jugársela finalmente, cubierto de gloria, en la arena?
            Las principales discrepancias de los protectores de animales están fundadas en la mala praxis. Tienen razón. Los cánones del quehacer taurino protegen la integridad del animal hasta su muerte, mandan las suertes lesivas con la medida de que el toro mantenga su fuerza, desahogo y acometividad hasta el final de la faena. De otra forma sería imposible la lidia. Pero es cierto que los abusos de los mediocres son frecuentes; sin duda lastiman la dignidad del toro y la del hombre.
            La muerte del animal ―una vez más, si se hace de forma correcta según la técnica taurina― no debe provocar una agonía prolongada: debe ser limpia, digna y fulminante. Aunque todos los toros tienen la oportunidad de conservar la vida si muestran características excepcionales en la plaza, el encuentro íntimo de la espada del hombre con las astas del burel mantiene el sentido ritual de la faena: es una especie de libación, de expiación, de sublimación, el desenlace de su eminente carácter trágico.
            En este sentido, creo que algunos defensores de la fiesta se equivocan de nuevo: vale para poco argumentar que de cualquier manera las reses no mueren de forma más pulcra en los rastros. Por otro lado, el extremo que pretende erradicar definitivamente el aprovechamiento del ganado para el consumo humano me parece poco factible y poco justificable.
            Muchos prohibicionistas argumentan que el toro está en desventaja durante la lidia, que raramente mueren toreros. Aparte de la tétrica sed de justicia que se desprende esta posición, no hace falta retroceder en el tiempo más que un par de semanas para ver cómo un toro casi arranca la cabeza de un torero en Zaragoza, dañándole seriamente el rostro y desprendiéndole un ojo. Se dice que el torero elige estar allí, lo cual es enteramente cierto, pero ello no suprime el riesgo verdadero de la faena: durante la mayor parte de ésta, el torero se enfrenta a un animal ―que pesa hasta diez veces lo que él y tiene un par de astas certeras y afiladas, tan largas como los brazos humanos― en solitario, con el capote o la muleta en las manos, sin arma alguna.
            Sin las corridas desaparecerían los toros de lidia. Se esté o no de acuerdo en cuanto a si las reses bravas constituyen una raza por ellas mismas, es innegable que sus características fenotípicas y genotípicas tienen una distinción que vale la pena preservar, máxime que sus cualidades son tan preciosas: nobleza, bravura, valentía, fuerza, belleza, etc.
            La salvaguardia del ecosistema del toro bravo no es posible sin la fiesta. El costo de manutención de estas reses, de sus espacios y de su forma de vida no es asequible sin la tauromaquia. El toro no embiste, no mata para comer, muchas veces siquiera para defender su territorio: acomete ―cuando así lo elige― porque es bravo, porque esta es su naturaleza. Si el toro de lidia pastase libremente por los campos del país, aparte de la cantidad de personas, animales y bienes que sufrirían sus estragos, terminaría siendo aniquilado: al mezclarse con otros bovinos, su sangre, con todas sus increíbles singularidades, se iría diluyendo hasta desaparecer.
            Muchos taurinos, llevados por la pasión que despierta esta afición, han esgrimido argumentos poco sustentables para defender lo que aman. Pienso que exigir al interlocutor a que se preocupe antes por otras situaciones vergonzosas para la humanidad como la guerra, la pobreza o el crimen es algo que no nos corresponde: cada conciencia tiene la prerrogativa de ocuparse de tantos temas como considere necesario.
            Igualmente es discutible la premisa que moraliza las corridas de toros por conducto de los humanos excepcionales que la han vindicado o la han estimado. Es cierto que una gran cantidad de artistas, filósofos y destacadas personalidades de casi todos los ámbitos han declarado su filiación y que la gente toma en cuenta sus valiosas opiniones como líderes intelectuales, sin embargo, esto no quiere decir que estas figuras tendrían razón en todo lo que expresan o que tendríamos que estar de acuerdo en todas sus consideraciones.
            En este sentido, es preciso que ambos bandos revisen el documento del filósofo francés Francis Wolff titulado Cincuenta razones (http://www.astauros.com/razones.pdf). Uno, para saber defender de mejor manera a la fiesta y otro, para conocer un poco de lo que están tratando de prohibir.
            El desarrollo de la corrida ha estado siempre en constante evolución, las suertes han ido cambiando, adecuándose a la sensibilidad de su tiempo. Para cualquier taurino hoy sería intolerable ―y estéril estéticamente― presenciar un festejo de hace un siglo, cuando los caballos salían sin peto. Es en este punto donde la fiesta debe reinventarse, evolucionar. Para ello, pienso que sería necesario estudiar algunas modificaciones que no intervinieran con la esencia de la fiesta y que apremiaran a los profesionales a mejorar su práctica.
            Por ejemplo, habría que revisar a profundidad, con rigor científico, si las dimensiones de la puya y las banderillas siguen siendo ideales para el desarrollo de los tercios. También habría que considerar la posibilidad de que el tiempo que pasa entre que el diestro se tira a matar y que el toro dobla tuviera un límite. Todos padecemos el triste cuadro de una agonía lenta, cuando el matador no acierta y el toro cabecea junto a las tablas por minutos enteros. Que el torero tuviera una única oportunidad de estoquear eficazmente al burel requeriría de un desarrollo superior en la destreza de aquél y un final más digno para éste. La labor del puntillero crecería en mérito y la suerte evolucionaría en su ejecución y su herramienta.
            En general, toda la familia taurina debería reunirse para examinar la actualización de sus procedimientos y normas, incluyendo en estas discusiones un punto de vista plural, extensivo a otras posturas.  Así como los defensores de animales tienen la responsabilidad de conocer de mejor manera el espectáculo que pretenden prohibir, los taurinos tenemos la de escucharlos, pero sobre todo la de practicar, proteger y exigir un ejercicio más estricto de los cánones inmutables de la tauromaquia.
            Durante más de un cuarto de siglo he participado en la fiesta de toros: primero como protagonista y luego como aficionado y crítico; en estos 25 años no he conocido a un solo taurino que no venere al toro bravo. Tengo plena confianza en que los genuinos protectores de animales serán capaces de comprender la importancia de la supervivencia de la tauromaquia ―como dijo uno de ellos, muy serio y responsable: nuestro interés está en cómo viven los animales más que en cómo mueren― y que los taurinos seremos capaces de evolucionar con los tiempos.
          Pronto las plazas de Catalunya volverán a llenarse de arte y la "música callada del toreo" volverá a conmover a esta culta afición. La fiesta brava es una fiesta viva, más viva que nunca.

viernes, 14 de octubre de 2011

El buzo de Valtuille

"Los vinos de Raúl Pérez están en boca de muchos y en las copas de muy pocos” se lee en un reportaje del diario español El Mundo. Es el enólogo español más en boga alrededor del planeta. Las calificaciones astronómicas que recibe últimamente de los críticos más influyentes lo han convertido en superestrella. Sus etiquetas se producen en cantidades limitadas, a menudo no alcanzan las mil botellas. Hace vinos propios pero también para otros, al alimón con amigos, en proyectos informales; trabaja en diferentes regiones, principalmente en el noroeste de la península (Galicia, Asturias y León) pero también en Madrid o Portugal; se sube a un avión para hacer un vino en África y tiene puesta la mirada en Sudamérica.
            Raúl Pérez Pereira nació en 1972 en Valtuille de Abajo, localidad cercana a Villafranca del Bierzo, en el extremo noroccidental de la provincia de León. Esta villa cuenta, hoy en día, con una población aproximada de 150 personas y 300 cabezas de ganado merino. La familia Pérez tiene muchas generaciones haciendo vino, sin embargo, Raúl tenía entre las cejas convertirse en médico hace no mucho.
            Fue hasta 1993 cuando se enamoró de la enología y, en la bodega familiar ―mucho antes de que empezara la revolución del Bierzo, de la que de alguna forma fue catalizador y pieza fundamental―, comenzó a producir vino. En 1999, en Castro Ventosa, al participar con sus tíos Ricardo Pérez y Álvaro Palacios en el proceso de elaboración del primer Pétalos del Bierzo, se contagió del redescubrimiento de la uva local: mencía.
            En Castro Ventosa pasó 10 años, pero esto no fue suficiente para el joven Pérez, que necesitaba hacer cosas diferentes, expresarse, descubrir otras regiones. Empezó a hacer sus propios vinos, a asesorar a otros productores, a explorar variedades olvidadas, a recuperar viñedos al borde de la extinción y creó su propia compañía. Raúl Pérez Bodegas y Viñedos no es una bodega en el sentido tradicional: trabaja con viñas propias, con uvas compradas o prestadas, en sus instalaciones o en las de alguien más, en una denominación, en otra, en ninguna. Hace blancos, tintos, dulces. En España, fuera.
            Hace vinos personales, tan personales como el Castro de Valtuille de increíble relación precio/calidad, como el Vico o El Pecado, vinos que recién catamos y no podemos esperar a que llegue su madurez para descorchar las únicas botellas cerradas que hubo oportunidad de adquirir… y como el inverosímil Sketch: este albariño, procedente de cepas de entre 60 y 80 años de edad, se envejece a 19 metros de profundidad. Sí, dentro del mar.
            ¿Por qué a 19 metros? Raúl hizo pruebas bajando las rejas y vio que a más profundidad o el corcho se salía o se filtraba agua dentro. El objetivo es que los vinos permanezcan durante al menos 3 meses en estas condiciones tan particulares, sin cambios de temperatura, humedad o presión. Cuando saca las botellas están cubiertas de mejillones, lapas, berberechos, algas y demás fauna y flora marina.
            Tremendamente mineral, algo salino, pleno de frutas tropicales y de flores ―como buen albariño―, intenso, complejo, largo, emotivo. El nombre es un homenaje a su bar preferido de Londres. Su precio ―aunque originalmente cuesta unos 60 dólares― puede ser cualquiera si se tiene la fortuna de hallar una de las escasas 900 botellas anuales. El vino sale al mercado sin estar amparado por ninguna denominación de origen, como vino de mesa: demuestra que la calidad no tiene lindes.
            Puede leerse en el contramarbete del Sketch: “Lo posible de lo imposible se mide por la voluntad de un hombre”. Algunas de las etiquetas que firma Raúl Pérez se producen una única vez: dice que, en algunos casos, ocurre algo excepcional, irrepetible. Quizás los caracoles del viñedo emigraron a la parcela vecina, quizás los pulpos no visitaron la ría de nuestro enólogo con escafandra, quizás una mariposa movió sus alas… lo cierto es que, como en el arte, hace falta un genio para cimbrar la espiral revolucionaria.

lunes, 3 de octubre de 2011

El alquimista de Mayacamas

Los hombres acercaron por última vez la nariz a la copa y paladearon la frescura de una fruta embebida de alba y rocío. Y entonces, nacieron.
            Queda poco líquido en el botellón. Ha sido vino viejo, vino maduro, vino nuevo. Los compañeros declaran resuelto el enigma del tiempo. Han encontrado la inmortalidad, el grial, el secreto de la Isla de Pascua; como Claudio Hermippus, han aspirado el aliento de mil doncellas. Han bebido el elixir de la juventud, han visto girar las manecillas en sentido inverso.
            El gran formato de la botella ofrece un espacio de tiempo ideal para percibir el ciclo completo de evolución en copa; una ronda más va desvelando poco a poco a la fruta hedonista, encubierta por las décadas de oscuridad y silencio. Ha traído recuerdos de juventud entre los combibeles; los ojos les brillan al perpetuar aquel año, esta cosecha: uno terminaba la escuela, otro se enamoraba por primera vez… todos sorbían entonces el vino de un pan con café, azúcar y canela.    
            Durante la segunda copa, los bebedores conversan sobre el vino jovialmente, hacen un recuento sobre la amistad que los une, sus rostros se vivifican, incluso uno de ellos comienza a perder las canas. El tinto ha ido abriendo, parece un gran burdeos en su madurez. Los hombres dicen: ―¡Salud! No hubiéramos atinado su origen en una cata a ciegas.
            Tres hombres columpian las narices dentro de sus copas. Arrugan el ceño y aprietan los párpados, hinchan sus orificios olfativos, sonríen a lo gioconda… finalmente se buscan las miradas levantando las cejas en señal de aprobación expectante: ―El vino está vivo ―aseguran. Y comienzan a dibujar círculos con los tallos sobre la mesa.
            El vino cae en la primera copa como un recién nacido, no quiere dejar el útero, teme a la luz que lo deslumbra al final del túnel. Sin embargo, el llanto de sus minúsculas burbujas consigue que le brote el color, que despliegue los primeros aromas. La atmósfera no es la de la bodega, el ambiente no es el de sus tres décadas de sueños: de golpe el vino se sabe viejo.
            El corcho sale invicto del cuello oscuro; se retira como un guardián exhausto que ha cumplido su promesa; descansa en paz, con el orgullo de haber honrado a su estoica estirpe. Litro y medio de esperanza respira un aire extraño a su tiempo: el mundo ha cambiado desde que aquel fermento tomó su última bocanada, se refugia en su querencia, no quiere mirar lejos.
            La mágnum de Mayacamas cabernet sauvignon 1979 exhibe sus treinta y tantos años por las comisuras caramelizadas del sello: la contingencia del envejecimiento está en la pérdida irreparable de las facultades o en el despliegue armónico de las virtudes. Sólo la paciencia obtiene el premio de la tierra y de la madera, sólo la demora es capaz de mermar el vigor de una uva embutida de sol.
            En lo alto del monte Veeder, Bob Travers vierte un poco de vino en su copa y vuelve a tapar la barrica. Los aromas de la última cosecha de la década denotan una frutalidad inédita en su bodega, el color es profundo y brillante. Vuelve a olerlo y una sensación reconfortante recorre todo su cuerpo. Finalmente sorbe un poco, cierra los ojos y percibe la mineralidad, la estructura masiva y algo más… algo que le hace pensar en sus nietos.

lunes, 19 de septiembre de 2011

¿Cuentos chinos?

Los concursos, los premios y las guías de vino son, en su vasta mayoría, mecanismos eminentemente comerciales. Un trofeo de Decanter, un lugar en el top 100 de Wine Spectator o una calificación de noventa y tantos puntos de Robert Parker significan el rotundo e inmediato éxito financiero de una marca.
            Por los pelos de unas cuantas narices pasa buena parte del dinero que se gastarán los importadores o comercializadores estadounidenses, quienes abastecen al mercado más grande del planeta. Increíblemente, en el subjetivo mundo del vino un puñado de críticos concentra el poder suficiente para establecer precios, fijar tendencias y manipular el mercado. De un día para otro, su influencia puede encumbrar (enriquecer) a una bodega o sumergirla en el limbo de la mediocridad.
            Para el consumidor, sin embargo, estas publicaciones y premios constituyen una apreciable herramienta: ante la colosal cantidad de etiquetas a la que el cliente se enfrenta en los anaqueles, la recomendación de los expertos puede ayudarnos a gastar mejor nuestro dinero, a elegir con referencias. Al acumular algo de experiencia, el aficionado conocerá mejor a los calificadores y encontrará coincidencias y divergencias personales con ellos.
            La revista de origen londinense Decanter organiza anualmente un concurso llamado “World Wine Awards”. Vinos de todo el mundo buscan obtener el anhelado “Trofeo Internacional”, al menos uno regional, una medalla de oro, plata o bronce dentro de su categoría. Lo interesante de esta prueba es que las jerarquías son muy específicas, incluso se separan por rango de precios.
            Hace unos días se publicaron los resultados del 2011. La noticia de que Argentina obtuvo un número récord de galardones quedó eclipsada por la del insólito triunfador en la categoría de “Burdeos de más de 10 libras”. El siempre transgresor Steven Spurrier, de quien hemos hablado anteriormente en este espacio y es el director de la publicación, sumó una campanada más a su amplia colección.
            China se ha convertido en un mercado formidable en los últimos años, en todos los ámbitos; particularmente en el de las marcas prestigiosas, el creciente batallón de millonarios pekineses ha movido el tapete de la élite de las corporaciones de este tipo y ha exigido su atención.
            Recientemente, los precios de los más afamados vinos franceses han sufrido un alza desmedida debido, en parte importante, a la nueva demanda oriental. La industria del lujo reaccionó, hizo sus maletas y plantó sus distinguidas banderas en el gigante asiático, enamorándolo pronto con los refinamientos que sólo ella es capaz de desplegar.
            Hace unos años tuvimos la oportunidad de probar el cabernet sauvignon Hua Xia en un restaurante cantonés de Orlando: era un tinto bastante agreste pero nos hizo pensar en el tiempo que   tardarían los chinos en invadir este particular mercado con sus productos, como ha sucedido con tantos otros.
            Pues bien, He Lan Qing Xue Jia Bei Lan 2009, una mezcla cosechada en Ningxia, al norte de China, fue el triunfador de la categoría de mezclas bordelesas en este particular concurso inglés. El enólogo Li Demei, quien se educó en Estados Unidos y Burdeos, consiguió el “milagro”. Su tinto, envejececido en barricas de roble nuevo francés y viejo americano, está elaborado en su mayoría con cabernet sauvignon, un 15% de merlot y un mínimo porcentaje de una supuesta uva autóctona.
            Simple estrategia comercial o heroico triunfo, lo cierto es que los chinos ya están aquí… ¿Invadirán nuestras cavas como han invadido casi todos los demás espacios de nuestro consumo? A quien le quede alguna duda le sugiero que se dé una vuelta por la zona de comida de cualquier centro comercial.

miércoles, 14 de septiembre de 2011

La leyenda del cuervo sediento

Entre los andaluces, los flamencos y los taurinos es común usar la palabra «arte» para referirse también a la personalidad. Un «tío con musho arte» es alguien simpático, quizás pícaro, ingenioso u original. Un vino con arte sería ―en este sentido― uno singular, con cualidades destacables y distintivas. Al catar una copa, lo deseable es que el caldo reúna las características propias de su terruño y de la uva o uvas que lo componen, pero también que, dentro de este perfil, posea un estilo personal.
            Gracias a la generosa invitación de una persona muy cercana a nosotros, a quien nos referiremos como “el Español”, tuvimos la oportunidad de visitar el estado de California. Allí asistimos a una cata de vinos de Napa. En un amplio salón estaban dispuestas unas 10 mesas; en cada una de ellas, el propietario o viticultor de la bodega ofrecía una prueba de sus nuevos lanzamientos e intercambiaba apreciaciones con los asistentes.
            Catamos muy buenos chardonnays, sauvignon blancs, merlots y pinots, no obstante, el cabernet ―o “cab”, como le llaman los norteamericanos― reina en esas latitudes. Entre las 12 etiquetas que degustamos de este varietal destacaron el Howell Mountain de Robert Craig 2007, un tinto elegante y poderoso a la vez; el Hall 2008, con mucho casis y regaliz; el Ladera Howell Mountain 2007, de notas florales; el Silverado Solo 2007, también refinado y muscular y finalmente el Chappellet Pritchard Hill 2007, que suponemos no dista mucho de su legendario antecesor 1969, con una nariz muy floral, casi de pinot noir.
            Aunque en esta cata de gemas de Napa los vinos se sirvieron recién descorchados y a una temperatura ambiente que superaba los 20 grados ―en todos lados se cuecen habas―, encontramos que las botellas reseñadas poseían tanto el terruño bien definido como un carácter propio: todos eran vinos de gran cuerpo, tanicidad y concentración; aunque los hermanaban sus propiedades más evidentes, probar cada uno de ellos era toda una vivencia.
            La degustación fue una experiencia inolvidable, sin embargo, la guinda del periplo la puso la indomable personalidad de nuestro querido bienhechor: llegamos a un bar ―gracias al siempre exquisito gusto y la entrañable compañía de nuestro amigo Lake & Palmer― que presumía una colección de más de 150 whiskys, whiskeys, bourbons (no había Etiqueta Roja ni similares) y cervezas artesanales (entre ellas una orgánica de Napa que sabía más a uva que a cebada, maravillosa). El personaje menos estrafalario de esta taberna reminiscente de la era de la prohibición era un temerario rastafari que estaba resuelto a emborracharse: igual vaciaba cocteles de ron que vasos de cerveza y güisquis con un golpe de su mano cubierta de tatuajes. Ante tal concurrencia, el Español decidió que había que coger tono y sitio: ordenó un Macallan Douglas Laing’s Premier Barrel Selection Port Ellen 1983 de 90 dólares la copa que nos estableció en el extremo más coqueto de la barra.
            La noche en el Thirsty Crow transcurrió entre carcajadas, maltas sobrenaturales, insólitas conversaciones y bizarros espectáculos… finalmente, el barman anunció el cierre y ante el silencio repentino, el Español ―¡vaya arte!― decidió arrancarse a capela por bulerías con su voz de gitano viejo y un compás que hubiera firmado el mismísimo Camarón de la Isla. A pesar de ser las dos de la mañana del martes, la tasca permanecía colmada: nuestras pintorescas vecinas del norte, siempre ávidas de lo genuino, formaron poco a poco un círculo alrededor de nuestro personaje, como hipnotizadas. Un par de ellas pronto solicitó palmas y más cante para marcarse una sevillana ―muy a su aire― y declarar la inaudita juerga flamenca.

viernes, 19 de agosto de 2011

El vino y la salud


Todos hemos escuchado alguna vez que el vino, bebido con moderación, es bueno para la salud. Los estudios serios han demostrado que los beneficios del vino provienen de las semillas y los hollejos de las uvas, de sustancias como la quercetina colorante, las flavonas, los taninos y los polifenoles, principalmente el famoso resveratrol, que defiende a la uva de algunas infecciones y en el hombre aporta antioxidantes, por tanto, entre otras cosas, ayuda a prevenir enfermedades.
            Estos elementos sólo están presentes en tintos de cierta calidad puesto que otro tipo de mostos desechan las partes de la vid que los contienen antes del proceso de vinificación; por ejemplo, un vino blanco no los tiene. Los efectos positivos de un par de copas de tinto al día son cardiovasculares, anticancerígenos, metabólicos, antiinfecciosos y nutricionales, pero las mercedes más evidentes son las neuropsiquiátricas y, en un plano lateral, las espirituales.
            Como es bien sabido, la salud es un criterio integral. Un buen vino tinto mejora el estado de ánimo; disminuye las inhibiciones, el estrés, los estados depresivos; favorece la socialización; realza el sabor de los alimentos; mejora las funciones cognitivas y hasta tiene efectos analgésicos. Ojo, un buen vino tinto.
            Un gran tinto, además, produce un goce sensorial y estético único; promueve el afecto, los sentimientos apacibles, el deleite, la amabilidad, la generosidad, la simpatía, la alegría, estrecha a quienes lo comparten; genera pensamientos sanos y abiertos, mueve a la reflexión y despierta los sueños. Mientras mejor sea el vino, más profundas y memorables serán las emociones que produzca.
            Pero un mal vino, en nuestra opinión, no puede ser bueno para la salud. Un mal vino puede afectarnos el estómago, produce una sensación muy desagradable en la zona posterior de la mandíbula, debajo de las orejas; nos pone de mal humor, incluso puede arruinar un buen momento o la comida que lo acompaña.
            En esta ocasión lamentamos tener que comentar una de esas botellas deleznables. Es también parte de la afición; como hemos dicho, el precio no define la calidad. Tuvimos la desdicha de encontrarnos con un burdeos proveniente de la misma región que el vino que elevábamos a las estrellas hace unos meses: Leoville Las Cases. Saint-Julien es una de nuestras denominaciones francesas preferidas, sin embargo, esta particular botella de un Chateau cuyo nombre nos reservaremos hasta no darle otra oportunidad, ha sido sin lugar a dudas el peor vino de más de 300 pesos que hemos catado.
            Una de las cualidades más importantes de un caldo es que contenga al menos alguna de las características de su terruño, que sea una expresión afortunada de él: esta botella no tenía una sola. Fue necesaria una copa de helado de vainilla tibio para remover en lo posible la obstinada acidez en nuestra quijada e intentar no afectar al vino siguiente. Apartamos las copas luego de probar todos y cada uno de los recursos que podían ayudar a que fuera tomable.
            Es cierto que el vino era joven (2008), pero no podía apreciarse ningún indicio de que lograría desenvolverse con el tiempo; además, un productor no debería sacar una añada al mercado a menos de que sea accesible. Tampoco fue notorio algún defecto de encorchado, manejo o almacenamiento. En fin, como hemos dicho antes: el vino es muy caprichoso, no se trata de crucificar a un bodeguero por una botella, menos a uno tan distinguido como Bruno Borie, quien produce también el prodigioso Ducru-Becaillou: hace unos años, aquel vino elegante y hondo nos hizo entonar la Marsellesa.

viernes, 29 de julio de 2011

Crímenes de leso arte y lesa humanidad (II)

Hace unas semanas, la mañana del 9 de julio, Facundo Cabral fue asesinado en Guatemala. Decíamos el domingo pasado que el que destruye el arte, el que asesina al artista, atenta contra la humanidad. El dolor, la rabia y la indignación que nos deja la violencia tiene su anverso: quizás el creador vive su muerte como ha vivido su vida, no lucha contra el destino que se le impone, abraza la libertad que de nuevo se le ofrece.

            Unos segundos antes de que suene el timbre del teléfono de su habitación, Facundo ya se ha incorporado y se ha colocado las gafas. Enciende la lámpara del buró, atiende el teléfono con una frase que tiene tanto de humor como de aforismo y se estira para alcanzar el grueso bastón de madera, que lo ayuda a llegar al baño.
            Se quita los lentes, se acerca al espejo y, mientras alarga con los dedos sus barbas de sabio, piensa en su madre, recuerda sus últimas palabras: “Muero contenta porque cada vez te pareces más a lo que cantas”. Enseguida sonríe, recuerda cuando tuvo que presentarla a un político –“Qué gusto conocerla Sara ¿en qué puedo ayudarla?”–y repite en voz baja la sentencia de su mentora: “Con que no me joda es suficiente”.
            Se ducha, canturrea, repasa sus frases del concierto de la noche anterior: “Yo soy de los que se va de este mundo feliz. Porque hice la vida que quería hacer, porque fui dueño de mi vida”.
            Una vez metido en su uniforme de agitador espiritual, sale a la madrugada ávido de amanecer, sube a la camioneta, recarga la barbilla sobre la mano que sujeta su bastón y clava su mirada en la aurora, con anhelo de sol. Agradece a su dios por la vida y se conmueve con los primeros rayos de luz, que detonan en sus oídos y le cierran los ojos.
             A su lado, en el suelo, yace el bastón.
            Días después, corrió el rumor de que uno de los sicarios era su fanático.

miércoles, 27 de julio de 2011

Crímenes de leso arte y lesa humanidad (I)

El que destruye el arte, el que asesina al artista, atenta contra la humanidad.
            Domaine de la Romanée-Conti es una bodega que produce algunos de los vinos más célebres y reconocidos en el mundo; sus viñas en la Borgoña son una meca para los enófilos, quienes soñamos con el día en que advenga el privilegio de catar alguno de sus Grands Crus. La joya de la corona son las cinco mil botellas ―en promedio― que provienen cada año de las 1.8 hectáreas sembradas de pinot noir del viñedo Romanée-Conti. Algunos de sus equivalentes bordeleses ―Haut Brion, Lafite, Latour, Margaux, Mouton― embotellan de cada cosecha más o menos 50 veces esta cantidad. De ahí que cualquier añada de Romanée-Conti Romanée-Conti tenga un precio tan elevado, mejor ni dar cifras.
            Si esta expresión artística estuviera compuesta sólo de colores, sonidos, espacios, volúmenes, movimientos o palabras, si no fuera efímera, si su fin último no hiciera imposible la experiencia masiva, estaría disponible a la esfera pública igual que una pintura, una sinfonía, una catedral, una escultura, un poema…  su lugar, en vez de las cavas de los jeques, sería la galería, el teatro, el santuario, la biblioteca. Aunque es poco probable la anhelada experiencia, las aproximaciones de bodegas vecinas ―Vosne-Romanée Louis Jadot les Suchots 2006, por ejemplo― son divas de etéreos aromas a rosas y violetas, de profundos sabores a frutos negros que encienden la ilusión: los clásicos se disfrutan aun en sueños.
            Este irrepetible pedazo de tierra, este terruño único en el mundo, tiene unas características geológicas y climáticas que lo hacen ser considerado por los franceses ―todos los amantes del vino y de la cultura lo somos de alguna manera― como patrimonio nacional, es una parte muy importante de la historia del vino. No ha conocido otro uso desde la Edad Media: su prestigio fue creciendo de tal forma, que a finales del siglo XVIII su producción era consumida exclusivamente por la nobleza y sus invitados, entre ellos un pianista de nombre Wolfgang. Este viñedo, en nuestra estima, es un templo, un museo, un arrecife. Es tanto tierra sagrada como monumento histórico o maravilla natural.
            En enero de 2010, su propietario y director, Aubert de Villaine, recibió una nota advirtiéndole que debía pagar un millón de euros o sus parras serían envenenadas. Él pensó entonces que era una broma enfermiza pero no pasó mucho tiempo antes de recibir un segundo mensaje con la noticia de que dos vides ya habían sido intoxicadas. Al revisarlas, encontró que las plantas estaban muriendo y llamó a las autoridades. Luego de una verdadera novela negra, al salir de un cementerio donde recogió el fingido rescate, el cobarde enocida fue atrapado: era un antiguo estudiante de viticultura que pronto se quitó la vida en la cárcel. El nombre de este presunto Salieri, de este sociópata, no será reproducido por nuestra pluma.
            Muchas obras de arte han sido blanco de atentados. Muchas han sido destruidas por la violencia, la guerra, la ignorancia, la intolerancia. Aunque el daño o la muerte de la mejor parte de la civilización siempre sea tan dura, tan dolorosa, la pérdida de un ser humano ―sobre todo de uno tan humano― es algo intolerable, nos lastima en el nivel más alto de nuestra sensibilidad. Asesinar a tiros a un poeta pacifista es como matar a un niño usando su inocencia.

            Continuará…

viernes, 8 de julio de 2011

Los caciques y los niños

A menudo, el mundo del vino es intimidante. Con el arte pasa igual. Los “puristas” siempre intentan canonizar, clasificar y dictaminar, todo lo que es sitiado por ellos es susceptible de impregnarse de ese tufo elitista y laberíntico que muchas veces acompaña al conocimiento más técnico.
            La gente que comienza a interesarse por el vino se topa con cientos de supuestas reglas, de calculadas prácticas, de sensaciones dictadas, de sentenciados maridajes. Los que se acercan al arte también se enfrentan con el recelo de los que piensan que su mayor instrucción los hace dueños de sus manifestaciones.
            Una tarde, compartíamos una breve sobremesa en un restaurante cercano a la plaza de toros México con un vehemente grupo de profesionales taurinos; durante la pequeña caminata hacia el coso, un buen amigo, el único de la cuadrilla que asistía por tercera o cuarta vez al espectáculo, se acercó a nosotros un tanto angustiado por estar a la altura con las aclamaciones y los comentarios durante el festejo: quería saber cómo se lograba conocer de toros, cómo se dejaba la vergonzosa condición de villamelón. Uno de los diestros lo escuchó, lo tomó del brazo y le dijo: “Mira primo, de toros no saben mas que las vacas. No vale saber, vale sentir”.
            Al vino y al arte habría que arrimarse como los niños se acercan a un dulce desconocido o a una palabra nueva: con ánimo cándido y juguetón, con los sentidos bien despiertos y sin prejuicios. También habría que desprenderse un poco de lo establecido, alimentar un estilo personal, madurar un método original de cata, de contemplación y de opinión.
            Otra noche, al caer la tercera llamada de una gala flamenca en nuestro Teatro de la Paz, observamos cómo una mujer con aire de gitana, saltando rodillas, jalaba del brazo a su ruborizado acompañante buscando un par de asientos libres en las primeras filas, próximos al escenario. Una vez instalados, ante el gesto incómodo del hombre que se acomodaba la corbata y se secaba la frente con un pañuelo, la dama espetó, frotándose las manos: “Es que al flamenco hay que olerlo”.
            Es cierto que la sensibilidad se aguza con la experiencia, con la ilustración. Si parte de la libertad y de la pasión, el saber profundiza el goce del alma perceptiva. Sólo la memoria, la asimilación, la capacidad de sorprendernos, la correlación honesta y la humildad pueden ampliar nuestros horizontes, afinar nuestro paladar y ahondar nuestro deleite.
            Decía el premio Nobel onubense Juan Ramón Jiménez que no es necesario que el niño comprenda todo: “Basta que se tome del sentimiento profundo, que se contagie del acento […] La naturaleza no sabe ocultar nada al niño; él tomará de ella lo que le convenga, lo que comprenda. Pues lo mismo la poesía”.

viernes, 1 de julio de 2011

Los emisarios de nuestro tiempo

En sus memorias Confieso que he vivido, Pablo Neruda dice que el escritor, el poeta, debe ser un cronista de su tiempo. Las obras de arte han sido siempre un reflejo sincrónico de la sociedad que las produce: se pinta, se compone, se filma, se escribe, se danza al compás de lo que se vive.
            Sergio González Rodríguez define así a la narcoliteratura mexicana en su libro Huesos en el desierto: “el impulso creativo de consignar, mediante narrativas específicas, los usos contemporáneos de la violencia antiinstitucional en México provenientes del crimen organizado, los delincuentes —sus nexos con el poder político— y la narcosis”. La narcosis es la disminución de la sensibilidad producida por los narcóticos. En este caso funciona como veneno y como antídoto.
            El tema de la violencia en la literatura es tan antiguo como ésta. En México, a partir de que podemos rastrear una producción narrativa propia, ha aparecido en distintas épocas. Durante el siglo pasado generó la llamada novela de la Revolución, los textos de la etapa cristera, luego la literatura alrededor del movimiento del 68, ahora la narconovela. González Rodríguez sitúa su detonador en el asesinato de Luis Donaldo Colosio en Tijuana y Francisco Ruiz Massieu en la Ciudad de México. En nuestra opinión, los asesinatos sistemáticos de mujeres en Ciudad Juárez también jugaron un papel importante en esta eclosión.
            El desplazamiento de la nota roja a las primeras planas es una analogía de lo que ha sucedido últimamente con esta narrativa prefijada de «narco»: de la periferia ha pasado a ocupar un espacio amplio en los estantes de las librerías. En términos de Monsiváis, “el margen se pasa al centro”. Aunque Pérez Reverte y, recientemente, Carlos Fuentes hayan entrado al ajo, aunque Jorge Volpi la niegue como expresión típica latinoamericana, el “género” ha encontrado eco en toda una nueva generación de escritores mexicanos, del norte, del sur, de todos lados. Uno de ellos, Carlos Velázquez, cuenta que escribió los textos de La Biblia Vaquera con los objetivos de “crear una nueva mitología” y de “darle carpetazo a la etiqueta «literatura norteña» creada por las editoriales”. Sea cual fuere la posición o el propósito ante esta manifestación, la pregunta es ¿cuál es su función en nuestra sociedad?
            Durante los últimos meses ¿quién no ha discutido en una sobremesa las posibles soluciones a la inseguridad en general y en particular la que se desprende de la “lucha frontal contra el narco”? La conversación pronto se encamina hacia las causas de nuestra situación actual: surgen culpables históricos, extranjeros, oscuros, incluso sobrenaturales. Una vez hallado el presunto responsable, las propuestas de salvación que se esgrimen van desde el endurecimiento de las penas hasta la necesidad de armar al pueblo o pactar con los capos. Pasando por la rabia y el sarcasmo, finalmente se establece la tristeza por la patria perdida, la nostalgia por gobiernos anteriores o la resignación. Las iniciativas más sensatas siempre incluyen la idea de que cada quien haga como Dios manda, con honestidad y eficiencia, lo que le corresponde. Dada la indignación que genera esta realidad, en la mayoría de las ocasiones es prudente, en función de preservar la integridad física, reservarse las mociones propias de un estudiante de literatura: quizás la creación estética y el activismo cultural podrían tener un lugar en las filas de la contrainsurgencia cívica…
            Un emisario es un desaguadero, un canal que desahoga, es también quien porta un mensaje ¿será posible que el arte exorcice a los demonios de la violencia, que desfogue al infierno?

miércoles, 8 de junio de 2011

"La música callada"

En un boletín taurino madrileño de 1886, ya se desconfiaba de la máxima: “Toro de cinco, torero de veinticinco”. Desde nuestro punto de vista, cercano al del redactor decimonónico de “El enano”, es más lúcido el refrán que reza: “Los buenos toreros, como los buenos vinos, mientras más viejos más finos”. Los diestros, en especial los de expresión estética acentuada, van madurando su arte a través de los años, van ganando en complejidad.
            Un vino complejo no es −particularmente− el que cuesta entender, sino el que ofrece una amplia gama de sensaciones. No se cansa uno nunca de probarlo. Es una propiedad que puede encontrarse sólo en las grandes botellas: se percibe desde que está en la barrica, mas florece cuando ha alcanzado su plenitud, una vez que el tiempo ha amalgamado todas sus virtudes.
            Así los artistas de la tauromaquia, en quienes puede atisbarse este sello cuando dan sus primeros trazos, pero va desvelándose según se despojan de lo accesorio en beneficio de lo esencial. Tuvimos la fortuna de presenciar, en septiembre de 1999, una corrida en la Guadalajara castellana: Antoñete, Curro Romero y Frascuelo. Doscientos años de edad juntaban entonces los alternantes y aquella tarde llena de duende sigue siendo un hito en nuestra memoria taurina.
            El sábado pasado asistimos a un festival en el que la mayoría de los participantes rebasaba los 35 o 40 abriles. En el cortijo soledense “El Caballo Bayo”, ante nobles novillos de Manolo Martínez, actuaron Ricardo Rocha, Carlos Alberto Barbosa, Ricardo García Rojas, Alejandro Peláez, Edgardo Elorduy, Manolo Becerra y Guillermo Rivero. Con excepción del más joven del cartel, Ricardo Rocha, “el Fraile” −que derrochó voluntad y valor a pesar de su corta experiencia−, todos dejaron constancia de la madurez que han adquirido a través de décadas de soñar el toreo.
            Percibimos a un Barbosa muy por encima del astado, su oficio de matador de toros encontró poco eco en los tendidos, a pesar de haber tenido momentos brillantes. Edgardo Elorduy pegó un par de pases magníficos, especialmente uno del desdén, que arrancó a los cabales un ¡olé! de cante grande e intentó un descabello que nos hizo recordar al vallisoletano Roberto Domínguez. Manolo Becerra se enfrentó al menos potable del encierro, sin embargo, consiguió ayudados suaves y personales. Guillermo Rivero hizo una faena muy completa, con derechazos largos y templados, con remates generosos y aderezos emotivos.
            Ricardo García Rojas nos recordó lo que es la afición. Y que la magia del sentimiento repercute de inmediato en quien la observa: el arte en su sentido más amplio es, ante todo, comunicación, transmisión. Desde que se abrió de capa, el torero potosino proyectó la pasión que siente por la Fiesta: aprovechando la mayor presteza del socio que le correspondió, sus lances fueron conmovedores puesto que él estaba encendido, sus muletazos y adornos arrebataron al espectador porque venían desde la emoción genuina. Su rostro reflejaba la felicidad intensa de estar haciendo lo que más se quiere y, por ello, impuso una espontánea sonrisa en todos los presentes.
            Alejandro Peláez tuvo que hacer frente a la monumental displicencia de un animal blando y apocado. Ante la nula acústica del novillo, el esteta compuso una sinfonía interna de tersa plasticidad. No encontró la inmediata respuesta del público, fue una faena escondida en el silencio de lo íntimo, una copla para masticar. Toreó de salón al compás hondo de una guitarra que retumbaba en su alma vieja, al látigo de un corazón palpitando por bulerías.
            “Música callada” dijeron San Juan de la Cruz, Calderón y Mompou, finalmente Bergamín: “El arte mágico y prodigioso de torear tiene también su música (por dentro y por fuera) y es lo mejor que tiene. Música para los ojos del alma y para el oído del corazón; que es el tercer oído del que nos habló Nietzche: el que escucha las armonías superiores”. La evolución de Alejandro ha sido tanto la “soledad sonora” del poeta como la soledad de la botella en la cava: el aroma profundo de su arte, su paladar exquisito, pero sobre todo el retrogusto que deja en la memoria de quien lo cata, han alcanzado el esplendor que sólo aporta la complejidad.

miércoles, 1 de junio de 2011

El mejor del mundo

Estamos seguros, caro lector, que usted sabe muy bien quién es el Chicharito; si es aficionado al futbol o es seguidor de las Chivas, probablemente también conozca sus apellidos, su edad y cuántos goles metió esta temporada. Sin duda, simples nombres de pila como “Salma”, “Luis Miguel” o “Gael” abrirán de inmediato un fichero gordo dentro de su memoria y, con poco esfuerzo, conseguirá decir al menos una cosa sobre Ximena Navarrete o Lorena Ochoa. Quizás incluso es capaz de identificar la actividad preponderante de Mario Molina; si disfruta la música y la televisión, reconoce a Alondra de la Parra… pero ¿puede decirme quién es Rolando Villazón?
Según nuestro querido melómano Marco Montiel, Rolando era uno más entre los típicos adolescentes ochenteros de la secundaria Cristóbal Colón, en la ciudad de México, excepto por un don especial y algunos comportamientos particulares: Protestó contra la prohibición de llevar el pelo a los hombros con un drástico trasquile, hacía equilibrio sobre una periquera en medio del patio para hinchar el aire de todo el campus con las notas del himno nacional y, durante las clases, recorría los pasillos cantando arias a todo pulmón, obteniendo la atención del prefecto y el aplauso insurrecto del alumnado.
Han pasado unos años y aquel joven talentoso y ocurrente se convirtió −según la más reciente encuesta de una influyente web danesa, Mostly Opera−, ni más ni menos, en el mejor tenor del mundo. Villazón obtuvo un 37% de los votos superando a otro latinoamericano, Juan Diego Florez, y a Plácido Domingo, a quien favorecieron 5 musicólogos de cada 100. El mexicano irrumpió en la escena internacional luego de ser el ganador del concurso “Operalia” en 1999; a partir de ahí triunfó, entre otras capitales de la ópera, en París, Berlín, Londres, Viena, Bruselas, Ámsterdam, Moscú, Praga, Zúrich, Roma, Milán, Atenas, Estambul, Madrid, Barcelona, Nueva York, Los Ángeles, Miami, Tokio…
Sus conciertos al aire libre en Berlín, la víspera de la Final de la Copa Mundial FIFA 2006, y en Viena, antes de la Final del Campeonato FIFA Euro 2008, fueron ambos televisados en vivo y seguidos por millones de personas en todo el mundo... excepto en México –vimos el de Ricky Martin y el de Shakira−. Hace unas semanas, Villazón fue elegido en las categorías de mejor artista masculino y mejor álbum del año para los premios Brit de música clásica, ha sido nominado al Emmy y ha ganado varias veces el importante premio Klassic Echo en Alemania.  
El capitalino ha grabado, además de ópera, zarzuela y música mexicana; sus discos y videos han obtenido platinos y oros en Europa; su “Duetos” fue primer lugar en el Billboard clásico y sentó precedente al subir a la cima de las listas de pop en varios países del viejo continente. Fue nombrado Caballero de la Orden de las Artes y las Letras, título concedido por Francia sólo a un puñado de mexicanos, Carlos Fuentes y Elena Poniatowska entre ellos.
Una de sus virtudes más grandes es la intensidad, tanto en la potencia de su voz como en la complejidad de sus encarnaciones, otra, la humildad: En una presentación de “El elixir de amor” de Donizetti, en Berlín, luego de cantar de forma soberbia “Una furtiva lágrima”, Rolando recibe una ovación que no termina; ante la insistencia, agradece con la mirada y el semblante al público, fugándose un ápice de su papel, pero al ver que las aclamaciones no cesan, comienza a levantarle las cejas al director, Alfred Eschwé, quien se rehúsa a continuar. Intentando contener la emoción, insiste al conductor con todo tipo de muecas, sólo para encontrarse con el mohín de “Qué le voy a hacer, escúchalos” del austriaco. Finalmente Villazón rompe a sonreir.
Ha ganado una seguridad sorprendente para su edad, un gran aplomo en su gesto característico. Es muy generoso en sus sentimientos, inconfundible y genuino. Es carismático y profundamente expresivo, patético, suave, sensual pero lleno de volumen. Es pasión, timbre, color, elegancia, drama y corazón (describir a Rolando es como apuntar la cata de un vino mítico).  
El ámbito de la música clásica, de la ópera, es uno de los más exigentes del planeta: la preparación es larga, comprometida; sus aficionados son, en mayoría, ilustrados y sensibles; sus críticos, severos y tradicionalistas. Este mexicano excepcional ha escalado lo más alto de un arte poco popular en nuestro país. No importa tanto si nuestro tenor es reconocido o no por las instituciones, por los medios nacionales: aunque irremediablemente alguien intentará colgarse de su éxito, él será ya legítimo profeta.
Como hemos conversado en otras ocasiones, la tecnología nos ofrece magníficos regalos, abracémoslos. Sugerimos que enchufe a su computadora unas buenas bocinas o audífonos, sírvase una copa de vino y teclee “Rolando Villazón” en Youtube; si no es un coleccionista de los discos de “Los Tres Tenores”, comience por “Júrame” o “Granada”. Le garantizamos, por lo menos, el embeleso.