Hace unas semanas se celebró en Barcelona la que
se pretende sea la última corrida de toros en Catalunya. Con la Monumental
llena hasta la bandera ―veinte mil almas―, se cerró un ciclo de un siglo de
tradición taurina en este coso. El diestro catalán Serafín Marín fue el
encargado de torear al último toro de la tarde, al final de la cual, aupado en
hombros por los taurinos barceloneses, recorrió las calles de la capital
envuelto en señeras y gritos de «¡Libertad!».
Es
evidente que esta prohibición tiene un trasfondo eminentemente político y que
su finalidad es tomar distancia y darle un brochazo de ranciedad a costumbres y
tradiciones españolas notables, en un desafortunado afán de proteger la singularidad
de un pueblo que no necesita de guardaespaldas, de coartar a una sociedad
históricamente vanguardista en la defensa de las libertades cívicas. Que la
cuestión de la defensa de los animales no tiene importancia para los
arquitectos de esta política pública queda probado con la autorización, meses
después, de la caza de jabalíes con arco y flecha por el mismo parlamento.
Como
sucede a menudo en nuestro país, el estratagema catalanista ha impulsado a
cantidad de imitadores que no han analizado el particular ánimo que consiguió
este triste paréntesis en la tauromaquia de la tierra de Joaquín Bernadó y,
rondando el asunto en la opinión pública, ha hecho surgir más espontáneos con
agenda electoral que almas legítimamente inquietadas por el maltrato a las
bestias.
En
mi sagrado derecho a defender para mi hija la oportunidad de valorar por ella
misma las manifestaciones artísticas ―volveré sobre esto más tarde― que
considero son trascendentales para su formación cultural, añadiré algunos
pensamientos al debate sobre la prohibición de las corridas de toros con el
propósito de que esta discusión se convierta en un intercambio serio, maduro y
respetuoso de ideas y propuestas.
Desde
esta barrera intentaré hacer una breve reflexión sobre el ser y las propiedades
de la tauromaquia ―particularmente la mexicana― y, sobre ello, deslindar el
concepto de prohibir; abordaré los, en mi punto de vista, argumentos
principales de las partes antípodas y finalmente, apuntaré la necesidad de
modernización del espectáculo taurino. Es posible que usted, caro lector, no
tenga interés particular en la tauromaquia, ni en su supervivencia. Le ofrezco
una disculpa por poner el corcho a la botella durante unas semanas, sin
embargo, quizás algo de lo que se trate aquí sea útil si algún día se pretende vedar
la producción y el consumo del vino o si alguien intenta decirle qué no puede
leer.
¿Las
corridas de toros son un espectáculo, un arte, un deporte, una tradición… son
cultura? En México, hasta ahora, desde el punto de vista jurídico la
tauromaquia es considerada parte de los espectáculos públicos y se rige por un
reglamento estatal o municipal; en la mayoría de los casos, estos ordenamientos
contemplan y hacen aplicables, valga la redundancia, “los usos y costumbres taurinos
universalmente aplicados”.
Desde
el punto de vista de los medios de comunicación es evidente que las corridas de
toros están dentro del ámbito deportivo, puesto que las crónicas y las noticias
taurinas aparecen ―salvo algunas honrosas excepciones― en los espacios
destinados a ello. Como en todo, este enfoque influye poderosamente en la
concepción popular.
En
mi opinión, la tauromaquia es tan gimnástica como la danza: si bien es
necesaria cierta forma física, su fin no es el desempeño atlético, es un
ejercicio eminentemente espiritual. Creo también que cumple con todas las
condiciones de las artes ―llámenseles bellas, superiores o clásicas― y comparte
con ellas su objeto fundamental: la estética. Baste revisar El nacimiento de la tragedia de Friedrich Nietzsche para comprobar que el
rito de la corrida de toros cabe en esta genial tesis como la humanidad de un
torero en su vestido de luces.
No
existen datos actualizados para formular una noción más o menos sólida de lo
que los mexicanos piensan en este sentido, sin embargo, la experiencia me hace calcular
que la tendencia es la siguiente: mientras mayor cercanía se tenga a lo
taurino, más se decantará la valoración por lo artístico y mientras menor
contacto se tenga, la posición se irá ubicando hacia el polo de lo deportivo.
Nos
acercamos a los quinientos años de una poco interrumpida práctica de lidiar
toros bravos dentro del territorio nacional, entonces ―guste o no―, que la
afición ha sido transmitida de generación en generación ―atendiendo a la
definición de «tradición» de la Real Academia Española― es algo más que acreditado:
el carácter tradicional de la tauromaquia es indiscutible.
Recapitulemos:
según la ley mexicana, las corridas de toros son un espectáculo legítimo con
normas jurídicas desprendidas del derecho consuetudinario; los medios de
comunicación acostumbran insertarlas dentro de lo deportivo; el pueblo las
considera, según su ilustración, en una gama que va desde la casilla mediática
hasta lo artístico y constituyen sin lugar a dudas una tradición.
Cabe
añadir que la lengua, otras artes, las costumbres y la historia de nuestra
sociedad han estado en constante y rico intercambio de formas con la fiesta
debido a que comparten un fondo insondable: basta echar una mirada a la
relación del mexicano con la muerte para hallar las amalgamas. Ahora, si
atendemos a sus principales definiciones, es ineludible afirmar que cualquier
manifestación que reúna las características que hemos enumerado para la fiesta debe
llamársele cultura.
Por
otro lado, para ningún filósofo es asequible sentenciar las distintas
concepciones históricas de la relación entre el arte y la moral. Como cualquier
cuestión de esta naturaleza, es soluble sólo por la vía individual; por tanto,
la validez de una u otra postura no puede más que debatirse respetuosamente y,
finalmente, tolerarse. Todo esto mientras la manifestación cumpla cabalmente
con sus preceptos intrínsecos, sin los cuales, efectivamente, no tiene razón de
existir.
También
es difícil encontrar hueco en este espacio para entrar a las profundidades
filosóficas y psicológicas del concepto «prohibición», sin embargo, siguiendo
la línea argumentativa de este ejercicio ontológico, si fuera sensato impedir
la lidia de toros bravos, resultaría necesario hacerlo asimismo con muchísimas
otras expresiones culturales, como veremos enseguida al estimar las razones de
los antitaurinos.
Las
prohibiciones no son nada nuevo, datan del siglo XV y han aparecido
intermitentemente en toda la historia taurina de Europa y América (para quien
desee conocer a profundidad estos procesos y sus consecuencias, recomiendo la
lectura del capítulo “Polémicas sobre la licitud y conveniencia de la fiesta”,
en el segundo tomo de Los Toros de
Cossío).
Los
motivos y argumentos esgrimidos en su apología o vilipendio han ido cambiando a
través del tiempo, abordaré las tres cuestiones que me parecen más vigentes: Los
prohibicionistas dicen que la tauromaquia no es deporte ni es arte: es
barbarie, por tanto no puede ser una manifestación cultural válida y es
necesario aniquilarla; piensan que las corridas de toros son crueles y
sanguinarias, estiman que esto lastima la dignidad humana; desean defender la
supervivencia de los animales y sus hábitats, protegerlos de las formas de
maltrato y abuso.
Ya
hemos probado el carácter cultural de la fiesta, sin embargo, como otras
manifestaciones culturales en el mundo contemporáneo ―la celebración de la boda
gitana, la circuncisión o el sacrificio ritual musulmán―, el espectáculo
taurino es sanguinario. No debe pretenderse negar este axioma. No es, en forma
alguna, una exhibición tolerable para cualquier sensibilidad. Tampoco creo que
haya que justificar su naturaleza con clichés del tipo: “También el Guernica, Crimen y castigo y la liturgia católica son sanguinarios”; los
sacrificios que muestran estas manifestaciones son puramente simbólicos. Aunque
la fiesta no tiene como finalidad el sacrificio sino la creación, es imposible
―artificial― sin la abrumadora certeza de la sangre, sea quien sea quien la
vierta.
Considero,
por otro lado, que la crueldad en la corrida de toros refleja un espectro más
amplio. No es cruel en tanto que ni los protagonistas ni los aficionados se
deleitan en el sufrimiento ajeno. El padecimiento del toro ―y el del torero,
cuando aparece― no es el propósito de la corrida.
Cualquiera
que haya visitado una ganadería brava, se habrá dado cuenta que el toro de
lidia es un animal privilegiado. Podríamos decir, con cierto humor, que los
prohibicionistas son sexistas, pues nunca hablan de las vacas: ellas tienen una
calidad de vida superior a la mayoría de los animales en el mundo y no tienen
que pagar este costo disputando su vida en una plaza.
Toda
la manada pasta en enormes extensiones de terreno; su alimentación es
complementada y gozan de cuidados veterinarios, en general de excelentes
condiciones hasta su muerte. Como, a este nivel, los animales no pueden elegir
por ellos mismos, le pregunto, caro lector: ¿cuál sería su elección para un
animal al que apreciara? ¿la existencia del perro callejero, que terminará sus
tristes días apachurrado por un camión? ¿la del marlín que es enganchado por el
anzuelo o perforado por un arpón? ¿o la del toro bravo, mimado toda su vida
pero con el destino de jugársela finalmente, cubierto de gloria, en la arena?
Las
principales discrepancias de los protectores de animales están fundadas en la
mala praxis. Tienen razón. Los cánones del quehacer taurino protegen la
integridad del animal hasta su muerte, mandan las suertes lesivas con la medida
de que el toro mantenga su fuerza, desahogo y acometividad hasta el final de la
faena. De otra forma sería imposible la lidia. Pero es cierto que los abusos de
los mediocres son frecuentes; sin duda lastiman la dignidad del toro y la del
hombre.
La
muerte del animal ―una vez más, si se hace de forma correcta según la técnica
taurina― no debe provocar una agonía prolongada: debe ser limpia, digna y
fulminante. Aunque todos los toros tienen la oportunidad de conservar la vida
si muestran características excepcionales en la plaza, el encuentro íntimo de
la espada del hombre con las astas del burel mantiene el sentido ritual de la
faena: es una especie de libación, de expiación, de sublimación, el desenlace de su eminente
carácter trágico.
En
este sentido, creo que algunos defensores de la fiesta se equivocan de nuevo: vale
para poco argumentar que de cualquier manera las reses no mueren de forma más
pulcra en los rastros. Por otro lado, el extremo que pretende erradicar
definitivamente el aprovechamiento del ganado para el consumo humano me parece
poco factible y poco justificable.
Muchos
prohibicionistas argumentan que el toro está en desventaja durante la lidia,
que raramente mueren toreros. Aparte de la tétrica sed de justicia que se desprende esta posición, no hace falta
retroceder en el tiempo más que un par de semanas para ver cómo un toro casi
arranca la cabeza de un torero en Zaragoza, dañándole seriamente el rostro y
desprendiéndole un ojo. Se dice que el torero elige estar allí, lo cual es
enteramente cierto, pero ello no suprime el riesgo verdadero de la faena:
durante la mayor parte de ésta, el torero se enfrenta a un animal ―que pesa
hasta diez veces lo que él y tiene un par de astas certeras y afiladas, tan
largas como los brazos humanos― en solitario, con el capote o la muleta en las manos,
sin arma alguna.
Sin
las corridas desaparecerían los toros de lidia. Se esté o no de acuerdo en
cuanto a si las reses bravas constituyen una raza por ellas mismas, es
innegable que sus características fenotípicas y genotípicas tienen una distinción
que vale la pena preservar, máxime que sus cualidades son tan preciosas:
nobleza, bravura, valentía, fuerza, belleza, etc.
La
salvaguardia del ecosistema del toro bravo no es posible sin la fiesta. El
costo de manutención de estas reses, de sus espacios y de su forma de vida no
es asequible sin la tauromaquia. El toro no embiste, no mata para comer, muchas
veces siquiera para defender su territorio: acomete ―cuando así lo elige― porque
es bravo, porque esta es su naturaleza. Si el toro de lidia pastase libremente
por los campos del país, aparte de la cantidad de personas, animales y bienes
que sufrirían sus estragos, terminaría siendo aniquilado: al mezclarse con
otros bovinos, su sangre, con todas sus increíbles singularidades, se iría
diluyendo hasta desaparecer.
Muchos
taurinos, llevados por la pasión que despierta esta afición, han esgrimido
argumentos poco sustentables para defender lo que aman. Pienso que exigir al
interlocutor a que se preocupe antes por otras situaciones vergonzosas para la
humanidad como la guerra, la pobreza o el crimen es algo que no nos
corresponde: cada conciencia tiene la prerrogativa de ocuparse de tantos temas
como considere necesario.
Igualmente
es discutible la premisa que moraliza las corridas de toros por conducto de los
humanos excepcionales que la han vindicado o la han estimado. Es cierto que una
gran cantidad de artistas, filósofos y destacadas personalidades de casi todos
los ámbitos han declarado su filiación y que la gente toma en cuenta sus valiosas
opiniones como líderes intelectuales, sin embargo, esto no quiere decir que
estas figuras tendrían razón en todo lo que expresan o que tendríamos que estar
de acuerdo en todas sus consideraciones.
En
este sentido, es preciso que ambos bandos revisen el documento del filósofo
francés Francis Wolff titulado Cincuenta
razones (http://www.astauros.com/razones.pdf). Uno, para saber defender de mejor manera a la fiesta y otro, para
conocer un poco de lo que están tratando de prohibir.
El
desarrollo de la corrida ha estado siempre en constante evolución, las suertes
han ido cambiando, adecuándose a la sensibilidad de su tiempo. Para cualquier
taurino hoy sería intolerable ―y estéril estéticamente― presenciar un festejo
de hace un siglo, cuando los caballos salían sin peto. Es en este punto donde
la fiesta debe reinventarse, evolucionar. Para ello, pienso que sería necesario
estudiar algunas modificaciones que no intervinieran con la esencia de la
fiesta y que apremiaran a los profesionales a mejorar su práctica.
Por
ejemplo, habría que revisar a profundidad, con rigor científico, si las
dimensiones de la puya y las banderillas siguen siendo ideales para el
desarrollo de los tercios. También habría que considerar la posibilidad de que
el tiempo que pasa entre que el diestro se tira a matar y que el toro dobla
tuviera un límite. Todos padecemos el triste cuadro de una agonía lenta, cuando
el matador no acierta y el toro cabecea junto a las tablas por minutos enteros.
Que el torero tuviera una única oportunidad de estoquear eficazmente al burel
requeriría de un desarrollo superior en la destreza de aquél y un final más
digno para éste. La labor del puntillero crecería en mérito y la suerte
evolucionaría en su ejecución y su herramienta.
En
general, toda la familia taurina debería reunirse para examinar la
actualización de sus procedimientos y normas, incluyendo en estas discusiones
un punto de vista plural, extensivo a otras posturas. Así como los defensores de animales tienen la
responsabilidad de conocer de mejor manera el espectáculo que pretenden
prohibir, los taurinos tenemos la de escucharlos, pero sobre todo la de practicar,
proteger y exigir un ejercicio más estricto de los cánones inmutables de la
tauromaquia.
Durante
más de un cuarto de siglo he participado en la fiesta de toros: primero como
protagonista y luego como aficionado y crítico; en estos 25 años no he conocido
a un solo taurino que no venere al toro bravo. Tengo plena confianza en que los
genuinos protectores de animales serán capaces de comprender la importancia de
la supervivencia de la tauromaquia ―como dijo uno de ellos, muy serio y
responsable: nuestro interés está en cómo viven los animales más que en cómo
mueren― y que los taurinos seremos capaces de evolucionar con los tiempos.
Pronto las plazas de Catalunya volverán a llenarse de arte y la "música callada del toreo" volverá a conmover a esta culta afición. La fiesta brava es una fiesta viva, más viva que nunca.