sábado, 26 de marzo de 2011

Crónica de una decantación anunciada (II)

Como propusimos la semana pasada, vamos a realizar la cata comparativa de un tinto en distintos momentos de su evolución de consumo, ayudados por un aireador “Vinturi” y un decantador. La botella ha sido elegida al azar entre una docena de vinos de edad media, crianza de uno a dos años y precio alrededor de los $300. Descorchemos pues y decantemos una porción.
               En la copa que no ha tenido oportunidad de “respirar”, encontramos algunos aromas poco definidos, vagos y que dan la impresión de estar superpuestos. Al hacer bailar el caldo en la copa, surgen las moras y algo de pimienta, sin embargo, en el paladar no sentimos algo distinto a ese fárrago del envase de cartón. Hasta ahora, el vino deja mucho que desear en relación a su costo.
Han transcurrido 30 minutos. Servimos desde la botella y apreciamos mejor sus aromas frutales, predominan las zarzamoras negras sobre indicios de vainilla, incienso; ahora eucalipto. Todavía sentimos cierta astringencia en boca. Dejamos el vino unos instantes en la lengua, sorbemos un poco de aire y… aún obtenemos poca persistencia en un final sin certeza.
La copa vertida a través del aireador ofrece diferencias notables: Luego del simpático silbido de la succión del artilugio, los aromas son más ostensibles y profundos; el cedro, el tabaco y las especias han ganado protagonismo sobre la fruta. Los taninos son ahora más suaves, no obstante, la boca ha perdido frescura, se nota una pizca de salmuera. Circulamos el líquido en la boca… se ha extendido el final y la sensación es muy atractiva, casi lujosa. Es un buen vino.
Han pasado dos horas de que descorchamos la botella, finalmente servimos del decantador que hemos mantenido en una cubeta con agua y un par de hielos: ¡Vaya! Los aromas son aún más hondos, definidos y expresivos, la fruta armoniza con la madera y las especias; se aprecian cuero, regaliz –una veta tras otra–, surge el arquetipo del terruño (un Ribera del Duero, adivinamos); en boca es sedoso, equilibrado, se distingue la estructura (aún es capaz de evolucionar). El final se mantiene suficientemente largo pero es más redondo y profundo. Es difícil creer que es el mismo vino de hace un rato: Fuentespina reserva 2003.
Hace unos años –ante una cata de Marqués de Murrieta, Castillo Ygay y Dalmau–, tuvimos la oportunidad de solicitarle a Miryam Ochoa, directora de Relaciones Públicas de la mítica bodega riojana, que nos hiciera las recomendaciones para el consumo óptimo de sus productos.
Ella opinó, que si bien una breve decantación provoca el despliegue de las fragancias, prefería ir disfrutando poco a poco la evolución del vino en la copa hasta alcanzar toda la riqueza contenida en su interior: “Si no, para mí, es como ir directamente al desenlace de la película y perderme la trama inicial. No, amigo mío, no” –sentenció. Seguramente, Miryam tiene a menudo la oportunidad de compartir con su alma gemela una mágnum de Ygay 1952 mientras transcurre una larga tarde de otoño.
Para nosotros, es posible decir que los vinos modernos, en general, requieren de un contacto generoso con el aire para poder expresar todas sus cualidades. Según nuestra cata –y experiencia–, la decantación más o menos larga ofrece los mejores resultados. Ante la duda, optaríamos por esta alternativa, sobre todo cuando una botella se va a compartir entre tres, cuatro o más combibeles. De esta forma es más probable que alcancemos el potencial completo antes que el vino se haya terminado.
Una vez realizado nuestro diagnóstico, es importante decir que cada botella requiere un trato particular. Ni todos los vinos mejoran con el trasvase, ni habría que decantarlos de la misma manera –un gran burdeos en su plenitud de 30 años podría verse arruinado–, incluso el manejo depende muchas veces del tiempo, el lugar y la compañía… pero sobre todo depende del gusto personal.
Lo ideal es adquirir, cuando es permisible, más de una botella de cada etiqueta para ir descifrando, año tras año, el misterio que esconde su peculiaridad.

miércoles, 16 de marzo de 2011

Crónica de una decantación anunciada (I)

Para Jorge Fernández García

La aireación de una botella suscita siempre vacilaciones: ¿La trasvasaremos o no?, ¿por cuánto tiempo?, ¿qué tipo de recipiente será el más recomendable?, ¿o quizás sólo la descorchamos con anticipación?, ¿qué técnica de decantación usaremos?... Es evidente que si hemos invertido tiempo, dinero y esfuerzo en un vino, deseamos obtener lo mejor de él.
            Imaginemos que hace unos años, en un viaje familiar, la prole practicaba el apasionante deporte del shoping. Nosotros —que habíamos comprado lo necesario horas antes— hacíamos el enésimo viaje al hotel para depositar los paquetes acumulados y volver al centro comercial. Al errar la circunvolución nos hallamos en un callejón desconocido; intentamos regresar a la avenida principal sin éxito y, tras muchos giros, terminamos por desorientarnos.
Luego de una hora había anochecido y decidimos detenernos a revisar el mapa. Al alzar la vista para buscar la placa de la calle, un pequeño letrero se nos cruzó: “Wine Cellar”. Titubeamos unos segundos y en seguida nos bajamos del coche —evidentemente— para indagar si alguien dentro de la enoteca podía darnos direcciones.
El establecimiento era encantador. Esperando a que alguien nos indicara la ruta de regreso a las tiendas, nos detuvimos en cada etiqueta de su fina colección: Transitamos —sin enredos esta vez— por los senderos de Napa, Burdeos, Borgoña, Toscana, Rioja, Ribera del Duero… conversando con el encargado, hasta que miró el reloj y nos anunció que estaba por cerrar.
Nos dirigíamos a la caja con un par de botellas que elegimos por su calidad, precio y poca disponibilidad, cuando, en el último anaquel, se nos apareció esa etiqueta que habitaba nuestros sueños desde que tenemos memoria enológica. Los ojos nos brillaron al constatar la añada y el precio marcado, que si bien constituía un esfuerzo, resultaba una oportunidad única.
El vino no pasó por otras manos hasta que lo alojamos cuidadosamente en el meridión de nuestra pequeña cava y allí descansó hasta el día de hoy. Una vez dispuestas la compañía exquisita, el lugar adecuado, las copas de calidad, la temperatura y hasta la iluminación pertinentes, surgieron las dudas. Hasta ahora, nuestra joya ha merecido un trato inmejorable ¿qué manejo ofrecerá el goce óptimo?
Con la intención de encontrar cierta luz en este tema, nos daremos a la siempre penosa tarea de realizar una cata comparativa en los tres escenarios de consumo más habituales y uno más que incluye un instrumento poco tradicional, pero que idealmente proporciona ventajas prácticas.
            Para este experimento hemos elegido al azar un tinto, entre un grupo que comparte al menos 3 características: Su cosecha puede datar del 2000 al 2005, tiene entre 12 y 24 meses de barrica y su costo es superior a los $250 e inferior a los $400. La cata se realizará a ciegas para que la etiqueta no influya en nuestras apreciaciones.
En primer lugar, cataremos una copa sin airear, vertida directamente de la botella recién abierta; en segundo, probaremos una copa luego de 30 minutos de haberse descorchado; en tercera instancia, otra copa pasada por un artefacto oxigenador tipo “Vinturi” y, en un cuarto momento, examinaremos una copa más al cabo de 120 minutos de decantación dentro de un recipiente de vidrio de fondo amplio y cuello angosto.
No deje de leernos el próximo domingo para conocer el desenlace de este revelador ejercicio o, si es posible, caro lector, ensaye usted con los medios disponibles, agradeceremos mucho que comparta con nosotros sus evaluaciones.

viernes, 4 de marzo de 2011

El cine: Los genios de nuestra generación (IV)

Hemos dejado para la última entrega de esta serie de reflexiones a los actores. Ellos son los participantes que más retienen en la memoria los cinéfilos, por tanto, la formación de este podio fue la más debatida, donde contendieron mayor número de candidatos y donde más discrepancias sobrevinieron.
Los artistas que consideramos al final han logrado al menos un par de actuaciones soberbias: Jodie Foster (Taxi driver, The accused, The silence of the lambs, Nell) y Philip Seymour Hoffman (Scent of a woman, Boogie nights, The big Lebowski, Hapiness, Magnolia, The talented Mr. Ripley, Almost famous, Cold mountain, Capote, Charlie Wilson´s war, Synecdoche New York, Doubt) son dos intérpretes norteamericanos que, junto al que ocupa el tercer lugar de nuestro conteo, sobresalen entre los miembros de una generación brillante: Julianne Moore, Clooney, Jolie, Swank, Depp, Damon, Norton, Spacey, Cage, etc.
  Sin embargo, sentimos que Sean Penn (At close range, Casualties of war, State of grace, Carlito´s way, Dead man walking, The thin red line, Sweet and lowdown, Antes que anochezca, I am Sam, Mystic river, Milk) es el actor estadounidense que más nos ha cautivado de los nacidos a partir de 1960 y por ello ha merecido el bronce. Como sus colegas de los otros podios, ha sido también director, escritor y productor. La valentía, la diversidad y la fuerza que han caracterizado sus actuaciones a través de su carrera, ese suspenso añadido que genera su profundidad –sin importar el género del filme–, esa incertidumbre tensa que suscita en sus escenas –sean serenas, explosivas o evolutivas– nos hacen recordar vinos vibrantes y multifacéticos: Pahlmeyer merlot o Delectus Cuvee Julia.
Entre los iberoamericanos, la madrileña Penélope Cruz (Todo sobre mi madre, Volver, Vicky Cristina Barcelona), el argentino Guillermo Francella (Rudo y cursi, El secreto de sus ojos) y el puertorriqueño Benicio del Toro (The usual suspects, Snatch, The way of the gun, Traffic, 21 gramos, Sin City, Che!) se quedaron muy cerca de acompañar en el podio al canario que se hizo con la plata internacional.
Javier Bardem (Jamón jamón, Huevos de oro, Antes que añochezca, Mar adentro, No country for old men, El amor en los tiempos del cólera, Vicky Cristina Barcelona, Biutiful) es el actor de habla hispana más exitoso en la historia del cine hollywoodense. La intensidad y autenticidad de su arte, la pasión que transpira en cada una de sus intervenciones, su credibilidad, su dulzura y su brío, el carácter icónico de su naturaleza española no pueden parecerse a otra cosa sino a un gran vino de la cuenca del Duero como un Ribera o un Toro, quizás Malleolus o Termanthia.
Los ingleses Kate Winslet (Sense and sensibility, Titanic, Iris, Ethernal sunshine of the spotless mind, Little children, The reader) y Ralph Fiennes (Schindler’s list, Quiz show, Strange days, The english patient, Spider, The constant gardener, The reader) estuvieron también próximos a colgarse una medalla. Finalmente la australiana Cate Blanchett fue nuestra elección como mejor actriz de nuestra generación.
El punto de inflexión que le hizo obtener el oro entre tantos genios estuvo en tres consideraciones: Primero, su carrera es impecable; segundo, ha convencido como reina, dios de la música, elfa y stalinista; tercero, su versión de Katharine Hepburn no fue una caricatura. Como botón de muestra les recomendamos que disfruten el minuto 84 de Benjamin Button, cuando el personaje de Cate reconoce desde el pórtico al de Brad Pitt en un instante prodigioso de sutileza y oficio.
Lo mostrado en Elizabeth (1998), The talented Mr. Ripley (1999), Lord of the rings (2001-2003), Veronica Guerin (2003), The aviator (2004), Babel, The good german y Notes on a scandal (2003), I´m not there y Elizabeth: The Golden Age (2007), Indiana Jones y Benjamin Button (2008) es más que suficiente para encontrar alegorías con cualquier gran botella: Ella es todos los vinos, el más particular, el más universal, es el vino en sí mismo.
Aquí está pues nuestra plantilla de protagonistas del arte cinematográfico de las últimas décadas; todos ellos verdaderos genios, han trascendido su elemento y son forjadores esenciales de la bóveda del arte de nuestro tiempo.

jueves, 3 de marzo de 2011

El cine: Los genios de nuestra generación (III)

Recuerdo bien la tarde que acudí a ver la película que había ganado la palma de oro en Cannes aquel 1994. Era la función doble de una sala en donde todos los asistentes fumaban y se levantaban a menudo de sus butacas para cambiar su cerveza en el bar del vestíbulo. Mientras los avances terminaban, una chica de shorts de mezclilla ajustados estiró sus largas piernas sobre el respaldo de adelante, se deshizo de sus sandalias con un golpe de tobillo, echó su cabeza hacia atrás y la luz del proyector flechó las donas de humo que soltaban sus labios brillantes.
            Dos hombres muy altos, con lentes oscuros y corbatas estrechas, bajaron hasta la primera fila sorbiendo ruidosamente el popote de sus descomunales raspados de frambuesa. Al pasar junto a la joven que jugueteaba con los dedos de sus pies descalzos, uno de ellos detonó su índice dirigiéndole un balazo imaginario. Los meñiques de la rubia se congelaron. En cuanto las anchas siluetas se acomodaron en sus asientos –hombro con hombro, sin dejar espacio entre ellos– y apareció la lucecilla de sus cigarros, la chica volvió sus ojos de ciervo hacia la entrada para descubrir apostado allí a otro traje negro. Su mirada recorrió las salidas de emergencia y se encontró con la mía, una idea frunció sus cejas por un instante y…
Lo cierto es que no fue precisamente así la noche en que fuimos a ver Reservoir dogs y Pulp fiction. Pasa que cuando uno se encuentra por vez primera con una obra que le impresiona, los recuerdos tienden a trastornarse. En más de una ocasión nos hemos hallado literalmente embriagados por el efecto de un artista; por desgracia, esto sucede una sola vez, en el primer contacto. Al revisar la creación la emoción se modifica, a menudo se inclina hacia un goce más intelectual. Con el vino pasa lo mismo: No volverán jamás el primer aroma o el momento en que lo olfativo alcanza su expresión máxima, pero nuestra alma ha sido raptada para siempre.
Quentin Tarantino (Tennessee, 1963) no inventó nada nuevo, sus detractores le reprochan los continuos homenajes dentro de sus cintas a otros directores y a sí mismo –en nuestra opinión demasiado evidentes para constituir un plagio–, sin embargo, es difícil mantener que la estilización y la intensidad de sus representaciones, el desparpajo y el poder de sus escenas, el terremoto de sus personajes, de sus diálogos, no han sacudido con fuerza la falla hollywoodense por más de 15 años. Tarantino es capaz de hacernos trepidar ante una bocanada de sangre, de enternecer a un convicto con una escena de amor; en sus manos, suena a ópera el equivalente cinematográfico de un narcocorrido.
A pesar de su afición por el champán Crystal, Tarantino es como un vino californiano de culto, un cabernet muscular, una bomba frutal milagrosamente elegante; es una sorpresa con 16 grados de ímpetu y refinamiento. Este director/guionista/actor/productor… es ante todo un cinéfilo, inspira y comunica a muchos porque muestra una pasión descomunal por el Séptimo Arte. Ha ganado el oro de los directores y la plata de los escritores –en su mancuerna con Roger Avary– porque su retozo creativo obtiene un eco inaudito: Sus ojos son los de nadie y los de todos.
Being John Malkovich (1999), Adaptation (2002), Ethernal sunshine of the spotless mind (2004) y Synecdoche, New York (2008) le han hecho ganar a Charlie Kaufman el primer lugar entre los escritores. Sus guiones se salen casi de cualquier referencia, sus inagotables lecturas y sus ilimitados recursos narrativos son siempre un reto mayúsculo para el espectador. Pocas creaciones artísticas han logrado hacernos creer que son absolutamente originales: Ante la insólita mente de Kaufman, parece que finalmente hemos presenciado el nacimiento de algo nuevo bajo el sol.
No hemos encontrado maridaje vinícola posible para el genio neoyorquino, quizás sólo el legendario acontecimiento del hallazgo del champán por el monje Pierre Perignon en el siglo XVII. Como el benedictino, al catar cualquiera de las obras kaufmanianas sólo atinamos a exclamar: “¡Venid pronto! ¡Estoy bebiendo las estrellas!”