A diferencia del otro siglo, los
medios de comunicación ahora pueden cambiarnos la existencia: en los últimos
años he podido echar un vistazo, en su propia web, al maravilloso Festival de Cante
de las Minas (que hoy en día se extiende al baile y al toque) de los veranos
murcianos. Allí encontré a mi guitarrista consentío,
Juan Habichuela Nieto y, luego, a este semidiós que se anuncia en los carteles
con el nombre de Eduardo Guerrero. Lejanos carteles: Cádiz, La Unión, Sevilla, Madrid,
París, Oceanía, Cádiz... hasta que, gracias a Tuíter, apareció Querétaro y su increíble festival internacional de danza Ibérica Contemporánea. En
treinta minutos había quedado reservado el centro de la primera fila del Teatro
Metropolitano, el restaurante y el hotel. En 1992 tuvimos que acudir a la Santa
María con la agónica incertidumbre de no contar con entradas para presenciar una
improbable trincherilla de ese Curro Romero que felizmente resultó épico y mágico;
en 1993 remontamos la sierra de Madrid con la ilusión de ver hacer el paseíllo
a un Rafael de Paula que adujo enfermedad cuando vio lo que había en los
corrales y en 1999 fue necesario esgrimir los diez mil kilómetros andados para que
me dejaran entrar a ver al fantasma de Camarón en La Isla poseer a su hermano...
pero eso es arroz de otra precuela. Lo que hay que saber es que, luego de la
borrachera artística que nos generó entonces a mi compadre Emilio y a mí el
genio de Camas, yo no había asistido a una faena más orgiástica que la del
bailaor gaditano este viernes 24 de julio. No en balde la caña que tejió
procede de un espectáculo llamado El Callejón
de los Pecados.
Lo más rotundo del baile de
Eduardo Guerrero es que su duende no es esa criatura montaraz que elude los
compromisos o depende de la bestia: comparece bajo las mínimas condiciones. Hasta
Morante, el artista más apto que ha
dado Andalucía, depende del socio. A mí me parece que Edu vendió su alma al
duende, o que el duende, luego de milenios, finalmente encarnó en él. Es el duende
primitivo, el duende bíblico, el duende clásico, el medieval, el de los rafaeles
del mundo del arte... es todos los duendes ―incluso el gitano―, sobre todo el
lorquiano y el duende del futuro. Pero no sólo es eso.
Su breve y monumental obra
comenzó con un paseíllo de alma en pena que, imagino, hubiera surcado en 1948 el
Manolete que, tras Linares, hizo que mi abuelo no volviera a las plazas de
toros. Confieso que la emoción de conocer al fin a este hombre que tiene un
aire del monstruo cordobés influyó un ápice para que las lágrimas destilaran
tan pronto. Pero el dramático remate a este inmejorable inicio y la entrada de
la prudente dupla de guitarra y quejío abrieron en canal el torrente.
Eduardo Guerrero es de esos contados
estetas que no desatiende ni el más mínimo detalle: ambos trajes denotaban el
impecable balance entre refinamiento y apuesta, entre formas y vanguardia (cosa
de lo cual me di cuenta cuando logré recuperarme de la conmoción, días más
tarde). Ese esteticismo ―que algunos han confundido con efectismo― no es otra
cosa que cultura profesional, que un maravilloso contraste y, a la vez, un
utópico equilibrio entre lo apolíneo y lo barroco.
La palabra talento adquiere una
nueva dimensión al verlo bailar. Parafraseando a Borges sin dolo, me precio más
de lo visto ―en vivo― que de lo bailado: Baras, Cortés, Canales, Gades, Maya,
Merche, Reyes, Yerbabuena, sus maravillosas alterantes de esta noche que nos
deparó dos tormentas, las antológicas bailaoras de los tablaos de las calles de
Oaxaca, Insurgentes, Carranza o Morería, mis madrinas del Rastro madrileño, mi
maestra Linares y también Acosta, Alonso, Baryshnikov, Bocca, Cojocaru, Herrera,
Rojo, Semiónova y la compañía de Vieytes...
No sólo es, Eduardo Guerrero,
el ser humano con mayor inteligencia corporal-cenestésica que ha pisado los escenarios
que he tenido la suerte de abarcar, sino que su constitución física parece
haber sido diseñada a propósito para el fin de su vocación: visto a un metro
aparenta ser más menudo que a diez; sus brazos alcanzan tan fácilmente sus
rodillas como sus manos el cielo; su talle es el de una mujer con el aplomo viril
de unas extremidades que se alargan hasta el suelo que sólo pisa para acariciarlo
o romperlo. La expresión de éste, su principal
instrumento, es siempre majestuosa; aun en el paroxismo, elegante. Edu presume
del dominio absoluto de cada uno de sus huesos, de sus músculos, de su respiración
y de sus emociones. Barniza la gracia y el garbo de la tradición flamenca con
el virtuosismo de las danzas contemporánea y clásica. Transmite algo
trascendente con cada uno de sus desplazamientos, de sus guiños, de sus
taconeos diáfanos. La pureza y pulcritud de sus movimientos claman por una
nueva geometría arrebatada, por un nuevo ojo vouyerista que empalme la lujuria
con la sensualidad, la clase y la profundidad con esa fina picardía gaditana. A
todos nos hizo sentir cosas nuevas porque ninguno había visto nada parecido,
nos desbordó, nos pasmó y luego nos abandonó a nuestra suerte, sacudidos hasta
la médula, con el alma herrada y algo parecido a la felicidad.
Eduardo Guerrero es toro y
torero, embiste y lidia en una armonía y una seducción y una bofetada y una ciencia
y un hechizo. Es como los vinos de la provincia de Cádiz, donde nació hace
menos de lo que lo necesitaba el mundo: un prodigio que es mucho más que la
suma de sus elementos naturales. Como el mitológico viajero, veinte años hubo
que navegar para recalar en Ítaca: Penélope es más bella, más perfecta y más sublime
de lo que la recordaba. Sin duda, Eduardo Guerrero no sólo es el bailarín, es el
artista más grande que este corazón y estos ojos han tenido el privilegio de aclamar.