viernes, 31 de julio de 2015

Lo perfecto y lo sublime

Más de dos décadas tuvieron que pasar para volver a sentir la emoción estética suprema. Lo escribo asumiendo que mi vida puede contarse entera si se recala en algunos puertos de esta búsqueda: como aquel 5 de diciembre de 1992, Querétaro volvió a ser esa bahía en donde los sueños de mi alma han encontrado su ensenada.
A diferencia del otro siglo, los medios de comunicación ahora pueden cambiarnos la existencia: en los últimos años he podido echar un vistazo, en su propia web, al maravilloso Festival de Cante de las Minas (que hoy en día se extiende al baile y al toque) de los veranos murcianos. Allí encontré a mi guitarrista consentío, Juan Habichuela Nieto y, luego, a este semidiós que se anuncia en los carteles con el nombre de Eduardo Guerrero. Lejanos carteles: Cádiz, La Unión, Sevilla, Madrid, París, Oceanía, Cádiz... hasta que, gracias a Tuíter, apareció Querétaro y su increíble festival internacional de danza Ibérica Contemporánea. En treinta minutos había quedado reservado el centro de la primera fila del Teatro Metropolitano, el restaurante y el hotel. En 1992 tuvimos que acudir a la Santa María con la agónica incertidumbre de no contar con entradas para presenciar una improbable trincherilla de ese Curro Romero que felizmente resultó épico y mágico; en 1993 remontamos la sierra de Madrid con la ilusión de ver hacer el paseíllo a un Rafael de Paula que adujo enfermedad cuando vio lo que había en los corrales y en 1999 fue necesario esgrimir los diez mil kilómetros andados para que me dejaran entrar a ver al fantasma de Camarón en La Isla poseer a su hermano... pero eso es arroz de otra precuela. Lo que hay que saber es que, luego de la borrachera artística que nos generó entonces a mi compadre Emilio y a mí el genio de Camas, yo no había asistido a una faena más orgiástica que la del bailaor gaditano este viernes 24 de julio. No en balde la caña que tejió procede de un espectáculo llamado El Callejón de los Pecados.
Lo más rotundo del baile de Eduardo Guerrero es que su duende no es esa criatura montaraz que elude los compromisos o depende de la bestia: comparece bajo las mínimas condiciones. Hasta Morante, el artista más apto que ha dado Andalucía, depende del socio. A mí me parece que Edu vendió su alma al duende, o que el duende, luego de milenios, finalmente encarnó en él. Es el duende primitivo, el duende bíblico, el duende clásico, el medieval, el de los rafaeles del mundo del arte... es todos los duendes ―incluso el gitano―, sobre todo el lorquiano y el duende del futuro. Pero no sólo es eso.
Su breve y monumental obra comenzó con un paseíllo de alma en pena que, imagino, hubiera surcado en 1948 el Manolete que, tras Linares, hizo que mi abuelo no volviera a las plazas de toros. Confieso que la emoción de conocer al fin a este hombre que tiene un aire del monstruo cordobés influyó un ápice para que las lágrimas destilaran tan pronto. Pero el dramático remate a este inmejorable inicio y la entrada de la prudente dupla de guitarra y quejío abrieron en canal el torrente.
Eduardo Guerrero es de esos contados estetas que no desatiende ni el más mínimo detalle: ambos trajes denotaban el impecable balance entre refinamiento y apuesta, entre formas y vanguardia (cosa de lo cual me di cuenta cuando logré recuperarme de la conmoción, días más tarde). Ese esteticismo ―que algunos han confundido con efectismo― no es otra cosa que cultura profesional, que un maravilloso contraste y, a la vez, un utópico equilibrio entre lo apolíneo y lo barroco.
La palabra talento adquiere una nueva dimensión al verlo bailar. Parafraseando a Borges sin dolo, me precio más de lo visto ―en vivo― que de lo bailado: Baras, Cortés, Canales, Gades, Maya, Merche, Reyes, Yerbabuena, sus maravillosas alterantes de esta noche que nos deparó dos tormentas, las antológicas bailaoras de los tablaos de las calles de Oaxaca, Insurgentes, Carranza o Morería, mis madrinas del Rastro madrileño, mi maestra Linares y también Acosta, Alonso, Baryshnikov, Bocca, Cojocaru, Herrera, Rojo, Semiónova y la compañía de Vieytes...
No sólo es, Eduardo Guerrero, el ser humano con mayor inteligencia corporal-cenestésica que ha pisado los escenarios que he tenido la suerte de abarcar, sino que su constitución física parece haber sido diseñada a propósito para el fin de su vocación: visto a un metro aparenta ser más menudo que a diez; sus brazos alcanzan tan fácilmente sus rodillas como sus manos el cielo; su talle es el de una mujer con el aplomo viril de unas extremidades que se alargan hasta el suelo que sólo pisa para acariciarlo o romperlo.  La expresión de éste, su principal instrumento, es siempre majestuosa; aun en el paroxismo, elegante. Edu presume del dominio absoluto de cada uno de sus huesos, de sus músculos, de su respiración y de sus emociones. Barniza la gracia y el garbo de la tradición flamenca con el virtuosismo de las danzas contemporánea y clásica. Transmite algo trascendente con cada uno de sus desplazamientos, de sus guiños, de sus taconeos diáfanos. La pureza y pulcritud de sus movimientos claman por una nueva geometría arrebatada, por un nuevo ojo vouyerista que empalme la lujuria con la sensualidad, la clase y la profundidad con esa fina picardía gaditana. A todos nos hizo sentir cosas nuevas porque ninguno había visto nada parecido, nos desbordó, nos pasmó y luego nos abandonó a nuestra suerte, sacudidos hasta la médula, con el alma herrada y algo parecido a la felicidad.
Eduardo Guerrero es toro y torero, embiste y lidia en una armonía y una seducción y una bofetada y una ciencia y un hechizo. Es como los vinos de la provincia de Cádiz, donde nació hace menos de lo que lo necesitaba el mundo: un prodigio que es mucho más que la suma de sus elementos naturales. Como el mitológico viajero, veinte años hubo que navegar para recalar en Ítaca: Penélope es más bella, más perfecta y más sublime de lo que la recordaba. Sin duda, Eduardo Guerrero no sólo es el bailarín, es el artista más grande que este corazón y estos ojos han tenido el privilegio de aclamar.