viernes, 14 de octubre de 2011

El buzo de Valtuille

"Los vinos de Raúl Pérez están en boca de muchos y en las copas de muy pocos” se lee en un reportaje del diario español El Mundo. Es el enólogo español más en boga alrededor del planeta. Las calificaciones astronómicas que recibe últimamente de los críticos más influyentes lo han convertido en superestrella. Sus etiquetas se producen en cantidades limitadas, a menudo no alcanzan las mil botellas. Hace vinos propios pero también para otros, al alimón con amigos, en proyectos informales; trabaja en diferentes regiones, principalmente en el noroeste de la península (Galicia, Asturias y León) pero también en Madrid o Portugal; se sube a un avión para hacer un vino en África y tiene puesta la mirada en Sudamérica.
            Raúl Pérez Pereira nació en 1972 en Valtuille de Abajo, localidad cercana a Villafranca del Bierzo, en el extremo noroccidental de la provincia de León. Esta villa cuenta, hoy en día, con una población aproximada de 150 personas y 300 cabezas de ganado merino. La familia Pérez tiene muchas generaciones haciendo vino, sin embargo, Raúl tenía entre las cejas convertirse en médico hace no mucho.
            Fue hasta 1993 cuando se enamoró de la enología y, en la bodega familiar ―mucho antes de que empezara la revolución del Bierzo, de la que de alguna forma fue catalizador y pieza fundamental―, comenzó a producir vino. En 1999, en Castro Ventosa, al participar con sus tíos Ricardo Pérez y Álvaro Palacios en el proceso de elaboración del primer Pétalos del Bierzo, se contagió del redescubrimiento de la uva local: mencía.
            En Castro Ventosa pasó 10 años, pero esto no fue suficiente para el joven Pérez, que necesitaba hacer cosas diferentes, expresarse, descubrir otras regiones. Empezó a hacer sus propios vinos, a asesorar a otros productores, a explorar variedades olvidadas, a recuperar viñedos al borde de la extinción y creó su propia compañía. Raúl Pérez Bodegas y Viñedos no es una bodega en el sentido tradicional: trabaja con viñas propias, con uvas compradas o prestadas, en sus instalaciones o en las de alguien más, en una denominación, en otra, en ninguna. Hace blancos, tintos, dulces. En España, fuera.
            Hace vinos personales, tan personales como el Castro de Valtuille de increíble relación precio/calidad, como el Vico o El Pecado, vinos que recién catamos y no podemos esperar a que llegue su madurez para descorchar las únicas botellas cerradas que hubo oportunidad de adquirir… y como el inverosímil Sketch: este albariño, procedente de cepas de entre 60 y 80 años de edad, se envejece a 19 metros de profundidad. Sí, dentro del mar.
            ¿Por qué a 19 metros? Raúl hizo pruebas bajando las rejas y vio que a más profundidad o el corcho se salía o se filtraba agua dentro. El objetivo es que los vinos permanezcan durante al menos 3 meses en estas condiciones tan particulares, sin cambios de temperatura, humedad o presión. Cuando saca las botellas están cubiertas de mejillones, lapas, berberechos, algas y demás fauna y flora marina.
            Tremendamente mineral, algo salino, pleno de frutas tropicales y de flores ―como buen albariño―, intenso, complejo, largo, emotivo. El nombre es un homenaje a su bar preferido de Londres. Su precio ―aunque originalmente cuesta unos 60 dólares― puede ser cualquiera si se tiene la fortuna de hallar una de las escasas 900 botellas anuales. El vino sale al mercado sin estar amparado por ninguna denominación de origen, como vino de mesa: demuestra que la calidad no tiene lindes.
            Puede leerse en el contramarbete del Sketch: “Lo posible de lo imposible se mide por la voluntad de un hombre”. Algunas de las etiquetas que firma Raúl Pérez se producen una única vez: dice que, en algunos casos, ocurre algo excepcional, irrepetible. Quizás los caracoles del viñedo emigraron a la parcela vecina, quizás los pulpos no visitaron la ría de nuestro enólogo con escafandra, quizás una mariposa movió sus alas… lo cierto es que, como en el arte, hace falta un genio para cimbrar la espiral revolucionaria.

lunes, 3 de octubre de 2011

El alquimista de Mayacamas

Los hombres acercaron por última vez la nariz a la copa y paladearon la frescura de una fruta embebida de alba y rocío. Y entonces, nacieron.
            Queda poco líquido en el botellón. Ha sido vino viejo, vino maduro, vino nuevo. Los compañeros declaran resuelto el enigma del tiempo. Han encontrado la inmortalidad, el grial, el secreto de la Isla de Pascua; como Claudio Hermippus, han aspirado el aliento de mil doncellas. Han bebido el elixir de la juventud, han visto girar las manecillas en sentido inverso.
            El gran formato de la botella ofrece un espacio de tiempo ideal para percibir el ciclo completo de evolución en copa; una ronda más va desvelando poco a poco a la fruta hedonista, encubierta por las décadas de oscuridad y silencio. Ha traído recuerdos de juventud entre los combibeles; los ojos les brillan al perpetuar aquel año, esta cosecha: uno terminaba la escuela, otro se enamoraba por primera vez… todos sorbían entonces el vino de un pan con café, azúcar y canela.    
            Durante la segunda copa, los bebedores conversan sobre el vino jovialmente, hacen un recuento sobre la amistad que los une, sus rostros se vivifican, incluso uno de ellos comienza a perder las canas. El tinto ha ido abriendo, parece un gran burdeos en su madurez. Los hombres dicen: ―¡Salud! No hubiéramos atinado su origen en una cata a ciegas.
            Tres hombres columpian las narices dentro de sus copas. Arrugan el ceño y aprietan los párpados, hinchan sus orificios olfativos, sonríen a lo gioconda… finalmente se buscan las miradas levantando las cejas en señal de aprobación expectante: ―El vino está vivo ―aseguran. Y comienzan a dibujar círculos con los tallos sobre la mesa.
            El vino cae en la primera copa como un recién nacido, no quiere dejar el útero, teme a la luz que lo deslumbra al final del túnel. Sin embargo, el llanto de sus minúsculas burbujas consigue que le brote el color, que despliegue los primeros aromas. La atmósfera no es la de la bodega, el ambiente no es el de sus tres décadas de sueños: de golpe el vino se sabe viejo.
            El corcho sale invicto del cuello oscuro; se retira como un guardián exhausto que ha cumplido su promesa; descansa en paz, con el orgullo de haber honrado a su estoica estirpe. Litro y medio de esperanza respira un aire extraño a su tiempo: el mundo ha cambiado desde que aquel fermento tomó su última bocanada, se refugia en su querencia, no quiere mirar lejos.
            La mágnum de Mayacamas cabernet sauvignon 1979 exhibe sus treinta y tantos años por las comisuras caramelizadas del sello: la contingencia del envejecimiento está en la pérdida irreparable de las facultades o en el despliegue armónico de las virtudes. Sólo la paciencia obtiene el premio de la tierra y de la madera, sólo la demora es capaz de mermar el vigor de una uva embutida de sol.
            En lo alto del monte Veeder, Bob Travers vierte un poco de vino en su copa y vuelve a tapar la barrica. Los aromas de la última cosecha de la década denotan una frutalidad inédita en su bodega, el color es profundo y brillante. Vuelve a olerlo y una sensación reconfortante recorre todo su cuerpo. Finalmente sorbe un poco, cierra los ojos y percibe la mineralidad, la estructura masiva y algo más… algo que le hace pensar en sus nietos.