Los hombres acercaron por última vez la
nariz a la copa y paladearon la frescura de una fruta embebida de alba y rocío.
Y entonces, nacieron.
Queda
poco líquido en el botellón. Ha sido vino viejo, vino maduro, vino nuevo. Los
compañeros declaran resuelto el enigma del tiempo. Han encontrado la
inmortalidad, el grial, el secreto de la Isla de Pascua; como Claudio
Hermippus, han aspirado el aliento de mil doncellas. Han bebido el elixir de la
juventud, han visto girar las manecillas en sentido inverso.
El
gran formato de la botella ofrece un espacio de tiempo ideal para percibir el
ciclo completo de evolución en copa; una ronda más va desvelando poco a poco a la
fruta hedonista, encubierta por las décadas de oscuridad y silencio. Ha traído
recuerdos de juventud entre los combibeles; los ojos les brillan al perpetuar
aquel año, esta cosecha: uno terminaba la escuela, otro se enamoraba por
primera vez… todos sorbían entonces el vino de un pan con café, azúcar y
canela.
Durante
la segunda copa, los bebedores conversan sobre el vino jovialmente, hacen un
recuento sobre la amistad que los une, sus rostros se vivifican, incluso uno de
ellos comienza a perder las canas. El tinto ha ido abriendo, parece un
gran burdeos en su madurez. Los hombres dicen: ―¡Salud! No hubiéramos atinado
su origen en una cata a ciegas.
Tres
hombres columpian las narices dentro de sus copas. Arrugan el ceño y aprietan
los párpados, hinchan sus orificios olfativos, sonríen a lo gioconda…
finalmente se buscan las miradas levantando las cejas en señal de aprobación
expectante: ―El vino está vivo ―aseguran. Y comienzan a dibujar círculos con
los tallos sobre la mesa.
El
vino cae en la primera copa como un recién nacido, no quiere dejar el útero,
teme a la luz que lo deslumbra al final del túnel. Sin embargo, el llanto de
sus minúsculas burbujas consigue que le brote el color, que despliegue los
primeros aromas. La atmósfera no es la de la bodega, el ambiente no es el de
sus tres décadas de sueños: de golpe el vino se sabe viejo.
El
corcho sale invicto del cuello oscuro; se retira como un guardián exhausto que
ha cumplido su promesa; descansa en paz, con el orgullo de haber honrado a su
estoica estirpe. Litro y medio de esperanza respira un aire extraño a su
tiempo: el mundo ha cambiado desde que aquel fermento tomó su última bocanada,
se refugia en su querencia, no quiere mirar lejos.
La
mágnum de Mayacamas cabernet sauvignon 1979 exhibe sus treinta y tantos años
por las comisuras caramelizadas del sello: la contingencia del envejecimiento
está en la pérdida irreparable de las facultades o en el despliegue armónico de
las virtudes. Sólo la paciencia obtiene el premio de la tierra y de la madera,
sólo la demora es capaz de mermar el vigor de una uva embutida de sol.
En
lo alto del monte Veeder, Bob Travers vierte un poco de vino en su copa y
vuelve a tapar la barrica. Los aromas de la última cosecha de la década denotan
una frutalidad inédita en su bodega, el color es profundo y brillante. Vuelve a
olerlo y una sensación reconfortante recorre todo su cuerpo. Finalmente sorbe
un poco, cierra los ojos y percibe la mineralidad, la estructura masiva y algo
más… algo que le hace pensar en sus nietos.
"El vino está vivo; bien dicho. No solo porque su química así lo establece, sino porque el vino, al ser un elixir destinado a ser compartido, exige con vehemencia el detalle de cada vivencia, de cada anécdota, en suma de expresar cómo se ha de vivir lentamente, con el tuétano, por parte de quienes se abren paso al mundo de cada botella al extirpar el corcho....el mundo que una botella de vino nos regala, como una testigo fiel de la esencia del planeta y de la vida. Por algo el Divino Maestro se despidió del lindero telúrico con una copa de vino en la mano....¿Sería otra parábola no escrita con enseñanzas para vivir en compañía de nuestros semejantes? Felicidades"
ResponderEliminarA ver cuando se deja ver el famoso enlogo Javier Odriozola Ibarguengoitia para iluminar a nuestras pobres Almas ignorantes con su luz vitivinicola ....
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