lunes, 19 de septiembre de 2011

¿Cuentos chinos?

Los concursos, los premios y las guías de vino son, en su vasta mayoría, mecanismos eminentemente comerciales. Un trofeo de Decanter, un lugar en el top 100 de Wine Spectator o una calificación de noventa y tantos puntos de Robert Parker significan el rotundo e inmediato éxito financiero de una marca.
            Por los pelos de unas cuantas narices pasa buena parte del dinero que se gastarán los importadores o comercializadores estadounidenses, quienes abastecen al mercado más grande del planeta. Increíblemente, en el subjetivo mundo del vino un puñado de críticos concentra el poder suficiente para establecer precios, fijar tendencias y manipular el mercado. De un día para otro, su influencia puede encumbrar (enriquecer) a una bodega o sumergirla en el limbo de la mediocridad.
            Para el consumidor, sin embargo, estas publicaciones y premios constituyen una apreciable herramienta: ante la colosal cantidad de etiquetas a la que el cliente se enfrenta en los anaqueles, la recomendación de los expertos puede ayudarnos a gastar mejor nuestro dinero, a elegir con referencias. Al acumular algo de experiencia, el aficionado conocerá mejor a los calificadores y encontrará coincidencias y divergencias personales con ellos.
            La revista de origen londinense Decanter organiza anualmente un concurso llamado “World Wine Awards”. Vinos de todo el mundo buscan obtener el anhelado “Trofeo Internacional”, al menos uno regional, una medalla de oro, plata o bronce dentro de su categoría. Lo interesante de esta prueba es que las jerarquías son muy específicas, incluso se separan por rango de precios.
            Hace unos días se publicaron los resultados del 2011. La noticia de que Argentina obtuvo un número récord de galardones quedó eclipsada por la del insólito triunfador en la categoría de “Burdeos de más de 10 libras”. El siempre transgresor Steven Spurrier, de quien hemos hablado anteriormente en este espacio y es el director de la publicación, sumó una campanada más a su amplia colección.
            China se ha convertido en un mercado formidable en los últimos años, en todos los ámbitos; particularmente en el de las marcas prestigiosas, el creciente batallón de millonarios pekineses ha movido el tapete de la élite de las corporaciones de este tipo y ha exigido su atención.
            Recientemente, los precios de los más afamados vinos franceses han sufrido un alza desmedida debido, en parte importante, a la nueva demanda oriental. La industria del lujo reaccionó, hizo sus maletas y plantó sus distinguidas banderas en el gigante asiático, enamorándolo pronto con los refinamientos que sólo ella es capaz de desplegar.
            Hace unos años tuvimos la oportunidad de probar el cabernet sauvignon Hua Xia en un restaurante cantonés de Orlando: era un tinto bastante agreste pero nos hizo pensar en el tiempo que   tardarían los chinos en invadir este particular mercado con sus productos, como ha sucedido con tantos otros.
            Pues bien, He Lan Qing Xue Jia Bei Lan 2009, una mezcla cosechada en Ningxia, al norte de China, fue el triunfador de la categoría de mezclas bordelesas en este particular concurso inglés. El enólogo Li Demei, quien se educó en Estados Unidos y Burdeos, consiguió el “milagro”. Su tinto, envejececido en barricas de roble nuevo francés y viejo americano, está elaborado en su mayoría con cabernet sauvignon, un 15% de merlot y un mínimo porcentaje de una supuesta uva autóctona.
            Simple estrategia comercial o heroico triunfo, lo cierto es que los chinos ya están aquí… ¿Invadirán nuestras cavas como han invadido casi todos los demás espacios de nuestro consumo? A quien le quede alguna duda le sugiero que se dé una vuelta por la zona de comida de cualquier centro comercial.

miércoles, 14 de septiembre de 2011

La leyenda del cuervo sediento

Entre los andaluces, los flamencos y los taurinos es común usar la palabra «arte» para referirse también a la personalidad. Un «tío con musho arte» es alguien simpático, quizás pícaro, ingenioso u original. Un vino con arte sería ―en este sentido― uno singular, con cualidades destacables y distintivas. Al catar una copa, lo deseable es que el caldo reúna las características propias de su terruño y de la uva o uvas que lo componen, pero también que, dentro de este perfil, posea un estilo personal.
            Gracias a la generosa invitación de una persona muy cercana a nosotros, a quien nos referiremos como “el Español”, tuvimos la oportunidad de visitar el estado de California. Allí asistimos a una cata de vinos de Napa. En un amplio salón estaban dispuestas unas 10 mesas; en cada una de ellas, el propietario o viticultor de la bodega ofrecía una prueba de sus nuevos lanzamientos e intercambiaba apreciaciones con los asistentes.
            Catamos muy buenos chardonnays, sauvignon blancs, merlots y pinots, no obstante, el cabernet ―o “cab”, como le llaman los norteamericanos― reina en esas latitudes. Entre las 12 etiquetas que degustamos de este varietal destacaron el Howell Mountain de Robert Craig 2007, un tinto elegante y poderoso a la vez; el Hall 2008, con mucho casis y regaliz; el Ladera Howell Mountain 2007, de notas florales; el Silverado Solo 2007, también refinado y muscular y finalmente el Chappellet Pritchard Hill 2007, que suponemos no dista mucho de su legendario antecesor 1969, con una nariz muy floral, casi de pinot noir.
            Aunque en esta cata de gemas de Napa los vinos se sirvieron recién descorchados y a una temperatura ambiente que superaba los 20 grados ―en todos lados se cuecen habas―, encontramos que las botellas reseñadas poseían tanto el terruño bien definido como un carácter propio: todos eran vinos de gran cuerpo, tanicidad y concentración; aunque los hermanaban sus propiedades más evidentes, probar cada uno de ellos era toda una vivencia.
            La degustación fue una experiencia inolvidable, sin embargo, la guinda del periplo la puso la indomable personalidad de nuestro querido bienhechor: llegamos a un bar ―gracias al siempre exquisito gusto y la entrañable compañía de nuestro amigo Lake & Palmer― que presumía una colección de más de 150 whiskys, whiskeys, bourbons (no había Etiqueta Roja ni similares) y cervezas artesanales (entre ellas una orgánica de Napa que sabía más a uva que a cebada, maravillosa). El personaje menos estrafalario de esta taberna reminiscente de la era de la prohibición era un temerario rastafari que estaba resuelto a emborracharse: igual vaciaba cocteles de ron que vasos de cerveza y güisquis con un golpe de su mano cubierta de tatuajes. Ante tal concurrencia, el Español decidió que había que coger tono y sitio: ordenó un Macallan Douglas Laing’s Premier Barrel Selection Port Ellen 1983 de 90 dólares la copa que nos estableció en el extremo más coqueto de la barra.
            La noche en el Thirsty Crow transcurrió entre carcajadas, maltas sobrenaturales, insólitas conversaciones y bizarros espectáculos… finalmente, el barman anunció el cierre y ante el silencio repentino, el Español ―¡vaya arte!― decidió arrancarse a capela por bulerías con su voz de gitano viejo y un compás que hubiera firmado el mismísimo Camarón de la Isla. A pesar de ser las dos de la mañana del martes, la tasca permanecía colmada: nuestras pintorescas vecinas del norte, siempre ávidas de lo genuino, formaron poco a poco un círculo alrededor de nuestro personaje, como hipnotizadas. Un par de ellas pronto solicitó palmas y más cante para marcarse una sevillana ―muy a su aire― y declarar la inaudita juerga flamenca.