viernes, 29 de julio de 2011

Crímenes de leso arte y lesa humanidad (II)

Hace unas semanas, la mañana del 9 de julio, Facundo Cabral fue asesinado en Guatemala. Decíamos el domingo pasado que el que destruye el arte, el que asesina al artista, atenta contra la humanidad. El dolor, la rabia y la indignación que nos deja la violencia tiene su anverso: quizás el creador vive su muerte como ha vivido su vida, no lucha contra el destino que se le impone, abraza la libertad que de nuevo se le ofrece.

            Unos segundos antes de que suene el timbre del teléfono de su habitación, Facundo ya se ha incorporado y se ha colocado las gafas. Enciende la lámpara del buró, atiende el teléfono con una frase que tiene tanto de humor como de aforismo y se estira para alcanzar el grueso bastón de madera, que lo ayuda a llegar al baño.
            Se quita los lentes, se acerca al espejo y, mientras alarga con los dedos sus barbas de sabio, piensa en su madre, recuerda sus últimas palabras: “Muero contenta porque cada vez te pareces más a lo que cantas”. Enseguida sonríe, recuerda cuando tuvo que presentarla a un político –“Qué gusto conocerla Sara ¿en qué puedo ayudarla?”–y repite en voz baja la sentencia de su mentora: “Con que no me joda es suficiente”.
            Se ducha, canturrea, repasa sus frases del concierto de la noche anterior: “Yo soy de los que se va de este mundo feliz. Porque hice la vida que quería hacer, porque fui dueño de mi vida”.
            Una vez metido en su uniforme de agitador espiritual, sale a la madrugada ávido de amanecer, sube a la camioneta, recarga la barbilla sobre la mano que sujeta su bastón y clava su mirada en la aurora, con anhelo de sol. Agradece a su dios por la vida y se conmueve con los primeros rayos de luz, que detonan en sus oídos y le cierran los ojos.
             A su lado, en el suelo, yace el bastón.
            Días después, corrió el rumor de que uno de los sicarios era su fanático.

miércoles, 27 de julio de 2011

Crímenes de leso arte y lesa humanidad (I)

El que destruye el arte, el que asesina al artista, atenta contra la humanidad.
            Domaine de la Romanée-Conti es una bodega que produce algunos de los vinos más célebres y reconocidos en el mundo; sus viñas en la Borgoña son una meca para los enófilos, quienes soñamos con el día en que advenga el privilegio de catar alguno de sus Grands Crus. La joya de la corona son las cinco mil botellas ―en promedio― que provienen cada año de las 1.8 hectáreas sembradas de pinot noir del viñedo Romanée-Conti. Algunos de sus equivalentes bordeleses ―Haut Brion, Lafite, Latour, Margaux, Mouton― embotellan de cada cosecha más o menos 50 veces esta cantidad. De ahí que cualquier añada de Romanée-Conti Romanée-Conti tenga un precio tan elevado, mejor ni dar cifras.
            Si esta expresión artística estuviera compuesta sólo de colores, sonidos, espacios, volúmenes, movimientos o palabras, si no fuera efímera, si su fin último no hiciera imposible la experiencia masiva, estaría disponible a la esfera pública igual que una pintura, una sinfonía, una catedral, una escultura, un poema…  su lugar, en vez de las cavas de los jeques, sería la galería, el teatro, el santuario, la biblioteca. Aunque es poco probable la anhelada experiencia, las aproximaciones de bodegas vecinas ―Vosne-Romanée Louis Jadot les Suchots 2006, por ejemplo― son divas de etéreos aromas a rosas y violetas, de profundos sabores a frutos negros que encienden la ilusión: los clásicos se disfrutan aun en sueños.
            Este irrepetible pedazo de tierra, este terruño único en el mundo, tiene unas características geológicas y climáticas que lo hacen ser considerado por los franceses ―todos los amantes del vino y de la cultura lo somos de alguna manera― como patrimonio nacional, es una parte muy importante de la historia del vino. No ha conocido otro uso desde la Edad Media: su prestigio fue creciendo de tal forma, que a finales del siglo XVIII su producción era consumida exclusivamente por la nobleza y sus invitados, entre ellos un pianista de nombre Wolfgang. Este viñedo, en nuestra estima, es un templo, un museo, un arrecife. Es tanto tierra sagrada como monumento histórico o maravilla natural.
            En enero de 2010, su propietario y director, Aubert de Villaine, recibió una nota advirtiéndole que debía pagar un millón de euros o sus parras serían envenenadas. Él pensó entonces que era una broma enfermiza pero no pasó mucho tiempo antes de recibir un segundo mensaje con la noticia de que dos vides ya habían sido intoxicadas. Al revisarlas, encontró que las plantas estaban muriendo y llamó a las autoridades. Luego de una verdadera novela negra, al salir de un cementerio donde recogió el fingido rescate, el cobarde enocida fue atrapado: era un antiguo estudiante de viticultura que pronto se quitó la vida en la cárcel. El nombre de este presunto Salieri, de este sociópata, no será reproducido por nuestra pluma.
            Muchas obras de arte han sido blanco de atentados. Muchas han sido destruidas por la violencia, la guerra, la ignorancia, la intolerancia. Aunque el daño o la muerte de la mejor parte de la civilización siempre sea tan dura, tan dolorosa, la pérdida de un ser humano ―sobre todo de uno tan humano― es algo intolerable, nos lastima en el nivel más alto de nuestra sensibilidad. Asesinar a tiros a un poeta pacifista es como matar a un niño usando su inocencia.

            Continuará…

viernes, 8 de julio de 2011

Los caciques y los niños

A menudo, el mundo del vino es intimidante. Con el arte pasa igual. Los “puristas” siempre intentan canonizar, clasificar y dictaminar, todo lo que es sitiado por ellos es susceptible de impregnarse de ese tufo elitista y laberíntico que muchas veces acompaña al conocimiento más técnico.
            La gente que comienza a interesarse por el vino se topa con cientos de supuestas reglas, de calculadas prácticas, de sensaciones dictadas, de sentenciados maridajes. Los que se acercan al arte también se enfrentan con el recelo de los que piensan que su mayor instrucción los hace dueños de sus manifestaciones.
            Una tarde, compartíamos una breve sobremesa en un restaurante cercano a la plaza de toros México con un vehemente grupo de profesionales taurinos; durante la pequeña caminata hacia el coso, un buen amigo, el único de la cuadrilla que asistía por tercera o cuarta vez al espectáculo, se acercó a nosotros un tanto angustiado por estar a la altura con las aclamaciones y los comentarios durante el festejo: quería saber cómo se lograba conocer de toros, cómo se dejaba la vergonzosa condición de villamelón. Uno de los diestros lo escuchó, lo tomó del brazo y le dijo: “Mira primo, de toros no saben mas que las vacas. No vale saber, vale sentir”.
            Al vino y al arte habría que arrimarse como los niños se acercan a un dulce desconocido o a una palabra nueva: con ánimo cándido y juguetón, con los sentidos bien despiertos y sin prejuicios. También habría que desprenderse un poco de lo establecido, alimentar un estilo personal, madurar un método original de cata, de contemplación y de opinión.
            Otra noche, al caer la tercera llamada de una gala flamenca en nuestro Teatro de la Paz, observamos cómo una mujer con aire de gitana, saltando rodillas, jalaba del brazo a su ruborizado acompañante buscando un par de asientos libres en las primeras filas, próximos al escenario. Una vez instalados, ante el gesto incómodo del hombre que se acomodaba la corbata y se secaba la frente con un pañuelo, la dama espetó, frotándose las manos: “Es que al flamenco hay que olerlo”.
            Es cierto que la sensibilidad se aguza con la experiencia, con la ilustración. Si parte de la libertad y de la pasión, el saber profundiza el goce del alma perceptiva. Sólo la memoria, la asimilación, la capacidad de sorprendernos, la correlación honesta y la humildad pueden ampliar nuestros horizontes, afinar nuestro paladar y ahondar nuestro deleite.
            Decía el premio Nobel onubense Juan Ramón Jiménez que no es necesario que el niño comprenda todo: “Basta que se tome del sentimiento profundo, que se contagie del acento […] La naturaleza no sabe ocultar nada al niño; él tomará de ella lo que le convenga, lo que comprenda. Pues lo mismo la poesía”.

viernes, 1 de julio de 2011

Los emisarios de nuestro tiempo

En sus memorias Confieso que he vivido, Pablo Neruda dice que el escritor, el poeta, debe ser un cronista de su tiempo. Las obras de arte han sido siempre un reflejo sincrónico de la sociedad que las produce: se pinta, se compone, se filma, se escribe, se danza al compás de lo que se vive.
            Sergio González Rodríguez define así a la narcoliteratura mexicana en su libro Huesos en el desierto: “el impulso creativo de consignar, mediante narrativas específicas, los usos contemporáneos de la violencia antiinstitucional en México provenientes del crimen organizado, los delincuentes —sus nexos con el poder político— y la narcosis”. La narcosis es la disminución de la sensibilidad producida por los narcóticos. En este caso funciona como veneno y como antídoto.
            El tema de la violencia en la literatura es tan antiguo como ésta. En México, a partir de que podemos rastrear una producción narrativa propia, ha aparecido en distintas épocas. Durante el siglo pasado generó la llamada novela de la Revolución, los textos de la etapa cristera, luego la literatura alrededor del movimiento del 68, ahora la narconovela. González Rodríguez sitúa su detonador en el asesinato de Luis Donaldo Colosio en Tijuana y Francisco Ruiz Massieu en la Ciudad de México. En nuestra opinión, los asesinatos sistemáticos de mujeres en Ciudad Juárez también jugaron un papel importante en esta eclosión.
            El desplazamiento de la nota roja a las primeras planas es una analogía de lo que ha sucedido últimamente con esta narrativa prefijada de «narco»: de la periferia ha pasado a ocupar un espacio amplio en los estantes de las librerías. En términos de Monsiváis, “el margen se pasa al centro”. Aunque Pérez Reverte y, recientemente, Carlos Fuentes hayan entrado al ajo, aunque Jorge Volpi la niegue como expresión típica latinoamericana, el “género” ha encontrado eco en toda una nueva generación de escritores mexicanos, del norte, del sur, de todos lados. Uno de ellos, Carlos Velázquez, cuenta que escribió los textos de La Biblia Vaquera con los objetivos de “crear una nueva mitología” y de “darle carpetazo a la etiqueta «literatura norteña» creada por las editoriales”. Sea cual fuere la posición o el propósito ante esta manifestación, la pregunta es ¿cuál es su función en nuestra sociedad?
            Durante los últimos meses ¿quién no ha discutido en una sobremesa las posibles soluciones a la inseguridad en general y en particular la que se desprende de la “lucha frontal contra el narco”? La conversación pronto se encamina hacia las causas de nuestra situación actual: surgen culpables históricos, extranjeros, oscuros, incluso sobrenaturales. Una vez hallado el presunto responsable, las propuestas de salvación que se esgrimen van desde el endurecimiento de las penas hasta la necesidad de armar al pueblo o pactar con los capos. Pasando por la rabia y el sarcasmo, finalmente se establece la tristeza por la patria perdida, la nostalgia por gobiernos anteriores o la resignación. Las iniciativas más sensatas siempre incluyen la idea de que cada quien haga como Dios manda, con honestidad y eficiencia, lo que le corresponde. Dada la indignación que genera esta realidad, en la mayoría de las ocasiones es prudente, en función de preservar la integridad física, reservarse las mociones propias de un estudiante de literatura: quizás la creación estética y el activismo cultural podrían tener un lugar en las filas de la contrainsurgencia cívica…
            Un emisario es un desaguadero, un canal que desahoga, es también quien porta un mensaje ¿será posible que el arte exorcice a los demonios de la violencia, que desfogue al infierno?