viernes, 1 de julio de 2011

Los emisarios de nuestro tiempo

En sus memorias Confieso que he vivido, Pablo Neruda dice que el escritor, el poeta, debe ser un cronista de su tiempo. Las obras de arte han sido siempre un reflejo sincrónico de la sociedad que las produce: se pinta, se compone, se filma, se escribe, se danza al compás de lo que se vive.
            Sergio González Rodríguez define así a la narcoliteratura mexicana en su libro Huesos en el desierto: “el impulso creativo de consignar, mediante narrativas específicas, los usos contemporáneos de la violencia antiinstitucional en México provenientes del crimen organizado, los delincuentes —sus nexos con el poder político— y la narcosis”. La narcosis es la disminución de la sensibilidad producida por los narcóticos. En este caso funciona como veneno y como antídoto.
            El tema de la violencia en la literatura es tan antiguo como ésta. En México, a partir de que podemos rastrear una producción narrativa propia, ha aparecido en distintas épocas. Durante el siglo pasado generó la llamada novela de la Revolución, los textos de la etapa cristera, luego la literatura alrededor del movimiento del 68, ahora la narconovela. González Rodríguez sitúa su detonador en el asesinato de Luis Donaldo Colosio en Tijuana y Francisco Ruiz Massieu en la Ciudad de México. En nuestra opinión, los asesinatos sistemáticos de mujeres en Ciudad Juárez también jugaron un papel importante en esta eclosión.
            El desplazamiento de la nota roja a las primeras planas es una analogía de lo que ha sucedido últimamente con esta narrativa prefijada de «narco»: de la periferia ha pasado a ocupar un espacio amplio en los estantes de las librerías. En términos de Monsiváis, “el margen se pasa al centro”. Aunque Pérez Reverte y, recientemente, Carlos Fuentes hayan entrado al ajo, aunque Jorge Volpi la niegue como expresión típica latinoamericana, el “género” ha encontrado eco en toda una nueva generación de escritores mexicanos, del norte, del sur, de todos lados. Uno de ellos, Carlos Velázquez, cuenta que escribió los textos de La Biblia Vaquera con los objetivos de “crear una nueva mitología” y de “darle carpetazo a la etiqueta «literatura norteña» creada por las editoriales”. Sea cual fuere la posición o el propósito ante esta manifestación, la pregunta es ¿cuál es su función en nuestra sociedad?
            Durante los últimos meses ¿quién no ha discutido en una sobremesa las posibles soluciones a la inseguridad en general y en particular la que se desprende de la “lucha frontal contra el narco”? La conversación pronto se encamina hacia las causas de nuestra situación actual: surgen culpables históricos, extranjeros, oscuros, incluso sobrenaturales. Una vez hallado el presunto responsable, las propuestas de salvación que se esgrimen van desde el endurecimiento de las penas hasta la necesidad de armar al pueblo o pactar con los capos. Pasando por la rabia y el sarcasmo, finalmente se establece la tristeza por la patria perdida, la nostalgia por gobiernos anteriores o la resignación. Las iniciativas más sensatas siempre incluyen la idea de que cada quien haga como Dios manda, con honestidad y eficiencia, lo que le corresponde. Dada la indignación que genera esta realidad, en la mayoría de las ocasiones es prudente, en función de preservar la integridad física, reservarse las mociones propias de un estudiante de literatura: quizás la creación estética y el activismo cultural podrían tener un lugar en las filas de la contrainsurgencia cívica…
            Un emisario es un desaguadero, un canal que desahoga, es también quien porta un mensaje ¿será posible que el arte exorcice a los demonios de la violencia, que desfogue al infierno?

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