viernes, 29 de octubre de 2010

Versiones de una misma obra: los covers y las añadas (II)

Para don José Ángel Martínez Limón

El domingo pasado comentamos la versión original y dos covers de la canción “Don´t stop believing” de la banda californiana Journey y nos preguntábamos cuál, entre ellas, sería la mejor; hicimos una personal valoración y finalmente, atendiendo al tema de los vinos, nos entusiasmamos con platicarles sobre un clásico de la Rioja y las distintas añadas que tuvimos oportunidad de catar.
            R. López de Heredia es una bodega que ha conservado —por lo menos hasta el siglo pasado— procesos y formas centenarias. Ante la discutible globalización del estilo en los vinos, esta casa ha mantenido una personalidad atemporal, sin prestar atención a las influyentes voces que dan al término «tradicional» un sentido achacoso. Fundada por don Rafael López de Heredia y Landeta en 1877, la bodega produce tintos, blancos y rosados. Las mejores cosechas —sólo 22 de desde 1890, entre ellas 1973— descansan durante 16 años dentro del laberinto subterráneo de Haro antes de ser ofrecidas al mercado bajo la distinción de Gran Reserva. Muy pocos productores en el mundo —nos viene a la mente Vega Sicilia— pueden presumir el poner a la venta sus botellas perfectamente maduras, prestas para su goce pleno (para descorchar un gran vino de Burdeos, Borgoña o la Toscana, habrá que esperar 10, 15, 20 años…).
            Viña Tondonia es la estrella de López de Heredia. Sus versiones —añadas— son asombrosamente uniformes y consistentes. Son vinos elegantes; con vista, aroma, sabor y profundidad de espejo antiguo, de azogue lorquiano —el péndulo de las modas vinícolas ya osciló de nuevo a su favor—. El tinto Reserva 1998, que puede encontrarse hoy en las tiendas, es un vino redondo, suave, sutil… pero no es una “dama”: exhibe la virilidad que le aportan los aromas de talabarte, habano y tostado de las barricas —el cual realizan en sus propios talleres—. La cercanía de la cosecha con el siglo que vivimos no ha afectado en nada el carácter tradicional de su crianza. No es que el Gran Reserva 91 tuviera defectos notables: nos encontramos, sí, con las secuelas de una conservación deficiente que afectó el corcho y, probablemente, las cualidades del vino; sin embargo, resultó tener una substancia obstinada: sin ser infiel a las características apuntadas, fue una versión con más vigor, con más presencia frutal y un aroma a vainilla poco común y exquisito.
            Mención aparte merece la botella del tinto Viña Tondonia Gran Reserva 1973, año de nacimiento de quien escribe. Estaba en perfectas condiciones. Tanta redondez de la madera, del cuero y del tabaco —características anheladas tanto por los viticultores de aquella época como por los nuevos coleccionistas—, incluso el diabólico exotismo del cacao, nos hizo sentir nostalgia por nuestros abuelos, incondicionales de este estilo. El 73 conservaba su esplendor, pero el tiempo aportó una gracia y un refinamiento sólo comparable con los del sabio que supo adquirir, conservar y bien compartir esta botella. Es difícil describir el aroma de este vino, quizás sólo un arqueólogo o un anticuario guardarían en su memoria olfativa elementos pertinentes para hacerlo. Aristocrático y emocionante: extendía una invitación a pausar la vida.
            Podríamos concluir que las versiones, como las añadas, son siempre bienvenidas mientras guarden la esencia de lo original —en esto somos más helénicos que nietzscheanos: para quien no acepte el término diríamos «autenticidad»; en lo sucesivo, dejaremos a los escépticos la tarea de buscar las alternativas necesarias a los vocablos que no les acomoden: de la casa adelantamos «casualidad»—. Es cierto que en muchos casos las interpretaciones han superado a la obra primera: el destino —jejejé— de una canción a veces encuentra a su intérprete ideal muchos años después, atrae a nuevas audiencias y se apropia de espacios alternos. También es verdad que todos hemos experimentado versiones desastrosas de alguna creación, o verdaderos insultos a la memoria de tal o cual artista; en los viticultores emergentes muchas veces sucede al contrario: las primeras cosechas no alcanzan la calidad deseada. Los ejemplos que nos tocó usar en esta ocasión han sido tan afortunados para sus autores como para los intérpretes o descendientes.
            En fechas próximas asistiremos a un acontecimiento taurino —ojalá— trascendente para nuestra ciudad. Como antesala, el próximo domingo conversaremos sobre los resplandores del vino inédito y  la flamante voz de la copla española que han eclipsado a sus particulares vacas sagradas.

jueves, 28 de octubre de 2010

Versiones de una misma obra: los covers y las añadas (I)

Para Paulino Martínez

A finales de los ochenta, un servidor y sus camaradas adquirimos la vocación de asistir a cuanta fiesta de quince años se terciara en ciertos recintos de nuestra prístina ciudad. Luego de compartir un espeluznante tintorro —el de garrafa con tapa de aluminio— y departir con pasión sobre tópicos con más repliegues que el periódico de anteayer, nos aferrábamos a las hendiduras de la caja de una Combi de carga para hacer la travesía hasta el Hostal del Quijote o los términos del club de golf. Una vez allí, circulábamos sin pausa escuchando a Billy Idol bailar consigo mismo, veíamos el video asesino de The Buggles, sudábamos por Olivia Newton John o Jennifer Beals y nos reagrupábamos finalmente para observar —con cierta pelusa fraternal— al solitario colega que conseguía la hazaña de estrechar a la amiga menos frugal de la festejada, al ritmo cursi de Christopher Cross, Air Supply o Foreigner.
            El contraste entre el abrigo de la diacronía musical de mi entorno familiar y las sospechosas irradiaciones de los pinchadiscos del momento se rompió cuando alguno de ellos pulsó su aguja sobre el círculo de Journey. Para cualquier oído sensible —virgen, escéptico o dogmático— Steve Perry es un hallazgo. “Don´t stop believing” es la canción más popular de la historia: récords tan infaustos como los de Michael Jackson, tan impresionantes como los de The Beatles, tan indiscutibles como los de los Rolling o tan sorprendentes como los de The Eagles, sucumbieron recientemente ante varios fenómenos acumulados. La comunión aparentemente simple de su letra, el “crescendo” entusiasmado que trazó frontera con la sentina ochentera, cosechó auge y gloria inéditos veinte años después.
            El fulgor de “Don´t stop…” comenzó en 1981 con la voz de láser de Perry —la melena y la mejilla recurriendo al hombro, aljibe de la inspiración— y las coyunturas iluminadas de Cain y Schon. Luego de alcanzar la cumbre que garantiza el clásico instantáneo, la canción acechó por dos décadas a las emisoras musicales, acaparó los escenarios del karaoke y se convirtió en himno: muchos beisboleros aún la asocian al triunfo de los Medias Blancas de Chicago en 2005.
            En 2007 —luego de un cardiaco litigio entre Perry y Steve Chase— la producción televisiva con más calidad de todos los tiempos, “Los Soprano”, usó el tema para su enigmático capítulo final. En 2009, la serie “Glee” extendió la popularidad de la melodía, cuya cima expansiva llegó durante un show de Oprah Winfrey unos meses después. En esta emisión, un cantante de aspecto asiático y apellido latino, Arnel Pineda, terminó por cautivar a los rezagados… ¿Cuál versión es mejor?
            Tanto la interpretación de los integrantes de “Glee” como la de Pineda son versiones estilizadas, globales, respetuosas; no rehúyen al mito, son una expresión nueva para una generación nueva. Sin embargo, el video del Journey de principios de los ochenta tiene un sabor especial, quizá por las vivencias acumuladas al compás de esta maravillosa banda sonora o simplemente por nostalgia.
            La nostalgia es una emoción poderosa. Imaginen ustedes que hubiese sido posible envasar el aire que acariciaba las parras regadas por el río Ebro hace 37 años, destapar hoy el tarro y llenarse los pulmones con él. Espero que tengan la oportunidad de volver durante la semana a esta imagen y que el próximo domingo coincidamos de nuevo en este espacio para platicarles a qué huele y a qué sabe un arquetipo riojano cosecha 1973. 

Miguel Poveda, cantaor flamenco, y Borsao Tres Picos 2007, vino tinto español.

Para Paula y Maru

Por estos días culminó en Sevilla la XVI Bienal de Flamenco. Gracias a la magnífica oportunidad que nos ofrece la tecnología —aunque los archivos electrónicos volatilicen una parte sustancial de la experiencia en vivo—, pudimos seguir las actuaciones de los más selectos artistas del entorno flamenco actual. Abrió el festival Miguel Poveda, largo y atípico cantaor que, nacido payo[1] en Barcelona hace treinta y siete años, ha conseguido los premios más prestigiosos del cante a pesar de ser un autodidacta y un extraño al hábitat flamenco.
            Presentó en el meridiano septembrino, hacia los toriles de la Real Maestranza, “Historias de viva voz”, un ambicioso espectáculo de tres horas y ochenta artistas que hace un paseo por los más recientes cien años de la historia y geografía del arte jondo. Delante de una filarmónica, de un numeroso cuadro —incluso del sorprendente baile de una mujer con unos cien kilos bajo los holanes—, despojado de perchas poco genuinas —pelo y atuendo que portaría, por decir, un David Bisbal sobrio—, inflamando al respetable desde su inicial a capella, Poveda hizo gala de su conocimiento de los palos[2] clásicos, de la valiente condición física que gozan su sensibilidad y sus cuerdas vocales y de su ancha presencia escénica: Una gala que ocupará un sitio en las antologías.
            Viendo y escuchando a Poveda en Youtube, abrimos una botella de Borsao Tres Picos 2007: maridó excepcionalmente con su arte. Poco menos emotivo que el cantaor desde su primer cáliz, la garnacha[3] centenaria de este vino aragonés fue abriéndose de capa según Poveda iba ligando las evocaciones a Valderrama, a Caracol, a Mairena, a Camarón de la Isla y hasta a Gardel. La profundidad y holgura de Poveda, quien no se privó de bailar, crearon una exquisita analogía con la fruta intensa y el final largo y complejo de este tinto del Moncayo. Sin embargo, Miguel-Borsao es un cantaor-vino joven, hay que aguardarle: la seguiriya-grenache no puede ser tan rotunda —¿acaso la solera?— como en un Chocolate-Sine Qua Non[4].
            El espectáculo de Poveda no está desnudo de los artilugios propios de un pop star contemporáneo, pero su peso específico dista mucho de residir en ellos —finalmente equilibrio—. Así el de Campo de Borja que, sin renegar su vocación de vino moderno, absorbe esencia de cepas centenarias, sustenta su deslumbrante profundidad y una inédita dulcedumbre[5] conmovedora en la certeza tradicional del varietal y del roble francés. Moraíto, en el papel de la tonelería gala, aporta su guitarra al cuvée[6], donde confluyen los aromas de Esperanza Fernández y otros destacados artistas. Historia, presente y futuro, un afortunadísimo ensamblaje que deseamos tengan oportunidad de degustar.



[1] Payo: entre los gitanos, se nombra así a quien no pertenece a su raza.
[2] Palos: cada una de las variedades tradicionales del cante flamenco.
[3] Garnacha o grenache: variedad de uva.
[4] Chocolate: sobrenombre de Antonio Núñez Montoya, maestro jerezano del cante flamenco desaparecido en 2005. Sine Qua Non: bodega de vinos establecida en California en 1994, de las llamadas “de culto”, con producciones limitadísimas; es famoso por su gran calidad y por lo difícil que es conseguir una botella.
[5] Dulcedumbre: matiz dulce que puede apreciarse dentro del gusto mayoritariamente seco de un vino.
[6] Cuvée: mezcla de vinos elaborados por separado.