jueves, 28 de octubre de 2010

Versiones de una misma obra: los covers y las añadas (I)

Para Paulino Martínez

A finales de los ochenta, un servidor y sus camaradas adquirimos la vocación de asistir a cuanta fiesta de quince años se terciara en ciertos recintos de nuestra prístina ciudad. Luego de compartir un espeluznante tintorro —el de garrafa con tapa de aluminio— y departir con pasión sobre tópicos con más repliegues que el periódico de anteayer, nos aferrábamos a las hendiduras de la caja de una Combi de carga para hacer la travesía hasta el Hostal del Quijote o los términos del club de golf. Una vez allí, circulábamos sin pausa escuchando a Billy Idol bailar consigo mismo, veíamos el video asesino de The Buggles, sudábamos por Olivia Newton John o Jennifer Beals y nos reagrupábamos finalmente para observar —con cierta pelusa fraternal— al solitario colega que conseguía la hazaña de estrechar a la amiga menos frugal de la festejada, al ritmo cursi de Christopher Cross, Air Supply o Foreigner.
            El contraste entre el abrigo de la diacronía musical de mi entorno familiar y las sospechosas irradiaciones de los pinchadiscos del momento se rompió cuando alguno de ellos pulsó su aguja sobre el círculo de Journey. Para cualquier oído sensible —virgen, escéptico o dogmático— Steve Perry es un hallazgo. “Don´t stop believing” es la canción más popular de la historia: récords tan infaustos como los de Michael Jackson, tan impresionantes como los de The Beatles, tan indiscutibles como los de los Rolling o tan sorprendentes como los de The Eagles, sucumbieron recientemente ante varios fenómenos acumulados. La comunión aparentemente simple de su letra, el “crescendo” entusiasmado que trazó frontera con la sentina ochentera, cosechó auge y gloria inéditos veinte años después.
            El fulgor de “Don´t stop…” comenzó en 1981 con la voz de láser de Perry —la melena y la mejilla recurriendo al hombro, aljibe de la inspiración— y las coyunturas iluminadas de Cain y Schon. Luego de alcanzar la cumbre que garantiza el clásico instantáneo, la canción acechó por dos décadas a las emisoras musicales, acaparó los escenarios del karaoke y se convirtió en himno: muchos beisboleros aún la asocian al triunfo de los Medias Blancas de Chicago en 2005.
            En 2007 —luego de un cardiaco litigio entre Perry y Steve Chase— la producción televisiva con más calidad de todos los tiempos, “Los Soprano”, usó el tema para su enigmático capítulo final. En 2009, la serie “Glee” extendió la popularidad de la melodía, cuya cima expansiva llegó durante un show de Oprah Winfrey unos meses después. En esta emisión, un cantante de aspecto asiático y apellido latino, Arnel Pineda, terminó por cautivar a los rezagados… ¿Cuál versión es mejor?
            Tanto la interpretación de los integrantes de “Glee” como la de Pineda son versiones estilizadas, globales, respetuosas; no rehúyen al mito, son una expresión nueva para una generación nueva. Sin embargo, el video del Journey de principios de los ochenta tiene un sabor especial, quizá por las vivencias acumuladas al compás de esta maravillosa banda sonora o simplemente por nostalgia.
            La nostalgia es una emoción poderosa. Imaginen ustedes que hubiese sido posible envasar el aire que acariciaba las parras regadas por el río Ebro hace 37 años, destapar hoy el tarro y llenarse los pulmones con él. Espero que tengan la oportunidad de volver durante la semana a esta imagen y que el próximo domingo coincidamos de nuevo en este espacio para platicarles a qué huele y a qué sabe un arquetipo riojano cosecha 1973. 

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