viernes, 31 de diciembre de 2010

Santaclós, los Reyes Magos y sus narices enrojecidas

La época de navidad no había estado acompañada, hasta ahora, de las mejores experiencias vinícolas del año. Aunque el ambiente sonríe, el cariño se ciñe —circunstancias necesarias para el disfrute ideal del vino— y más gente lo bebe, las comidas multitudinarias y las cenas familiares dominan la temporada y en ellas es difícil que a una botella se le ofrezca la atención suficiente. Este cálculo quizás contradiga el entendimiento más extendido, pero en nuestro punto de vista la apreciación de un vino requiere de la más alerta disposición. Haciendo paráfrasis a Alexander Payne, los grandes vinos no son para las grandes ocasiones: son en sí mismos la ocasión.
            Este 2010 las ocasiones confluyeron. Todo comenzó cuando uno de los hombres que trazó el consumo del vino en este país descorchó el invierno: Arzuaga Reserva 2004. Un vino que abrió como flor de noche su perfume estelar, tan sorpresivo para los forasteros y tan familiar para los habitantes del terruño ribereño. Arropado por la querencia de las almas más entrañables, el del Duero floreció y estrechó fruta y roble como la tierra y la vid lo hacen para regalarnos la recompensa de ser humanos.
            Unos días después, aún con el retrogusto del calor abrazador de nuestro clan, cumplimos con el rito anual de maridar lo máximo con lo mínimo —la cata ideal, íntima, sin distracciones, mano a mano— sin otro fin que alimentar nuestras almas con lo que —en este sentido— más las llena: arte y conversación. Las expectativas que había generado la garnacha durante el año, hicieron que nos decantáramos por el varietal. El australiano Clarendon Hills Old Vines Romas Vineyard Grenache 2005 fue un refinamiento inédito, una feminidad poderosa: corposo, sedoso, profundo, redondo, elegante y con mucha personalidad. Hubiera ocupado la totalidad de esta columna si no es que coincide con un vino llamado Aquilón… y lo que siguió.
            Luego de tener el privilegio de degustar el vino de culto Sine Qua Non, unos de los grenaches más excepcionales del mundo —junto al L’Ermita catalán y Les Amis australiano, según la concurrencia crítica—, la cosecha 2006 de la bodega Alto Moncayo fue una aparición. Sólo el diablo pudo hacerlo en sus viñas infernales. Si no lo hubiéramos confirmado una semana después con una botella distinta —caprichosamente algo más evidente en su juventud—, diríamos que es posible que la fruta masticable que se posesionó de nuestra nariz, nuestra boca y alma fue la pillería de un ángel de esos que cargan al aire de emoción viscosa. Esencia endemoniada de garnacha, roble fundido con regaliz en una esfera viril de aristocrática zarzamora.
            En el estero de la semana que descansa ente la Navidad y Noche Vieja, como siempre, como no puede ser de otra manera, la Elegancia llegó de la mano de Francia. Mersault Bouchard Perriere 2002, la chardonnay borgoñona, en su expresión más cítrica, de piña dulce, de naranjas maduras y miel, abrió el camino para lo indiscutible, para lo inconmensurable: una vertical de Chateau Pavie que cerrojó “el año del Pavie 2005”, el mejor vino de nuestra historia particular hasta ahora.
            98 y 99 fueron añadas de similar calidad para este Grand Cru de Saint-Emilion. Oportunidad única y clase magistral. Hay que decir que son vinos extraños, alejados del gusto más estándar, con esa nariz rara que está aún por nombrarse. Para algunos son un reto, una musa, una paleta, un hallazgo; desapercibidos para otros que azarosamente se encuentran con ellos; incluso detestables para ciertos paladares. Las notas de cata redundan para estos ejemplares monstruosos, las sensaciones adquieren caracteres más trascendentes. Por ello, por vinos como los Pavie, nos referimos a la vitivinicultura como arte. Su contundencia cimbra la ontología de la estética ortodoxa.
            Las personas son el factor más influyente del vino. El terroir francés es la suma de la vid, el clima, el suelo, la madera y el hombre… que idealmente aporta armonía a todo ello. Chateau Pavie no ofreció su mejor fruto hasta que llegaron los Perse —los viñedos datan del IV a.C.— y la garnacha del Moncayo español hasta que llegó Ringwald —las parras de donde nace el Aquilón son prefiloxéricas—, genial enólogo australiano.
            El vino absorbe, pero sobretodo —en un producto logrado— ofrece y potencia lo mejor de nuestra cultura, nuestra familia y nuestra personalidad. Es una de las espirales más virtuosas del alma humana.

jueves, 16 de diciembre de 2010

México vs. el resto del mundo

Se compite tanto en los anaqueles de las tiendas como en los escenarios deportivos. Hoy en día, el vino circunscribe la calidad al precio. Aunque sea muy difícil elaborar un producto óptimo para el paladar moderno sin la uva mimada, la selección minuciosa y las barricas nuevas —todos ellos costos que se reflejan finalmente en el valor comercial—, hay bodegas que parecen haber encontrado el hilo negro. Normalmente las botellas que cuestan menos de $150 son cosechas recientes con breve o ninguna crianza, que habría que descorchar jóvenes y vaciar en un decantador por lo menos un par de horas. Destacan algunas etiquetas argentinas, australianas, chilenas y españolas; las nacionales enfrentan una problemática singular en cuanto a su relación calidad-precio.
            El vino mexicano de categoría eclosionó apenas hace un par de décadas. Los años ochenta, con el ingreso de la nación al GATT, significó un aumento colosal de las importaciones: la competencia que platearon países con tradición más viva e industria más desarrollada terminó por hundir la reputación de los productores de aquellos años pero por otro lado fomentó la búsqueda de la calidad. Fue entonces cuando antiguas y nuevas casas importaron o prepararon enólogos, emprendedores nacionales fundaron sus bodegas, se comenzó a experimentar con nuevas cepas y el Valle de Guadalupe se redescubrió.
            En un esfuerzo que guarda más de una coincidencia con la aparición del “nuevo cine mexicano”, hacia el final del siglo pasado algunas etiquetas habían ganado el respeto —o la curiosidad, por lo menos— de nuestros enófilos: los vinos nativos sorprendían por su calidad, por su personalidad… y tenían precios razonables. El syrah de Casa Madero, el cabernet de Santo Tomás, los varietales de Monte Xanic, el Vino de Piedra y el Chateau Camou, entre otros, contendían con fortuna ante algunos vinos del viejo mundo. Baja California hizo ebullición, surgió el interés del consumidor y los precios se elevaron.
            Es posible que la lección francesa, bien aprendida y desarrollada por nuestros productores de tequila, haya influenciado a los vitivinicultores: el refinamiento y el exclusivismo ofrecen grandes dividendos. La cuestión es que el tequila auténtico no tiene competencia, el arte de los jimadores y de los maestros —muy por encima de algunos piratas europeos y chinos— es único. Por otro lado, los gobiernos y las cúpulas empresariales —prácticamente ausentes en el juego mexicano— han actuado su papel en otros ejemplos exitosos: ¿Alguien ha notado que en la televisión y el cine norteamericanos, a partir de los noventa, las escenas de carácter aspiracional o romántico están enmarcadas por el vino y no por el licor?
            La copa Riedel desplazó al “old fashion” y los antihéroes de la maravillosa cinta “Sideways” se sentaron en los lugares que en el teatro de los Óscares alguna vez ocuparon Richard Burton o Bogart. Los estadounidenses se educaron, potencializaron su consumo y prácticamente monopolizaron la crítica más influyente del vino. Aunque gocen de una geografía ideal, sigue siendo sorprendente para nosotros que algunos condados de California, Washington y Oregon compitan hoy, en términos generales —lo hacían ya en particulares desde los setenta—, con Italia y con España por la medalla de plata mundial.
            Los retos que enfrentan los compatriotas no son menores, sin embargo, en nuestro punto de vista, el buen vino mexicano no guarda una relación calidad-precio excelente. La fama del Petit Sirah y el Nebbiolo de LA Cetto, de algún malbec-merlot queretano, de las líneas económicas de Monte Xanic o Casa Madero no alcanzan para satisfacer el mercado dispuesto a pagar por una botella como máximo $200; tampoco los pequeños productores adquieren presencia suficiente.
            En México se hace muy buen vino, nadie tenga duda, la cuestión es que, en nuestra experiencia, últimamente el precio no es particularmente competitivo. Si el Único de Santo Tomás siguiera costando menos de $300 o $350, ganaría la partida a los líderes del ramo. Para disfrutar un vino bajacaliforniano excelente hay que desembolsar más de $400, para probar un gran vino mexicano se necesitan más de $500, $800 o $1,000 —sin considerar el precio en restaurante— y los países anotados arriba ofrecen año con año —sumados— un portafolio amplio de caldos magníficos dentro del rango de los 20 dólares.
            De cualquier forma, sugerimos que compre vino mexicano para estas fiestas. Si su cartera lo permite y tiene la suerte de encontrarlos, adquiera el malbec 2008 de Emevé, el Passion 2006 de Ojos Negros —y guárdelos, mínimo, para las navidades del 2016— o estrene sus copas de flauta con un Sala Vivé de supuestos 87 puntos Parker.
            Al arte no interesan condición ni nacionalidad, sin embargo, nuestra industria vitivinícola madurará sólo si consumimos sus productos y, por tanto, somos críticos ante lo que ella produce.

martes, 7 de diciembre de 2010

La retórica del futbol

Para Carlos y Jorge

Desde la cima de la literatura contemporánea se ha escrito de futbol. Poetas definitivos como Rafael Alberti (“Platko”) o Miguel Hernández (“Elegía al guardameta”); el flamante premio Nobel Mario Vargas Llosa (“La tía Julia y el escribidor”); plumas brillantes como el brasileño Vinicius de Moraes (“El ángel de las piernas tuertas”), Juan Villoro (“Dios es redondo”) o Eduardo Galeano (“El futbol a sol y sombra”) —entre muchos otros— han cantado las hazañas de los nuevos héroes. El deporte más popular del mundo tiene algo que encandila a los artistas, sobretodo en sus virtuosos.
            Además de las exquisiteces que algunos futbolistas superdotados han pincelado sobre el paño, el deporte ofrece motivos que superan a cualquier ficción en esteroides: El jugador más elegante de todos los tiempos, Zinedine Zidane, propinó —ante una provocación verbal— un furioso cabezazo a uno de los zagueros más violentos de la tradicionalmente defensiva Italia, Marco Materazzi, en la final del mundial de 2006… El que sufría usualmente las patadas se convirtió en agresor, el verdugo se transformó en víctima, los atributos del villano engañaron y poseyeron al semidiós que falló y quedó vencido, arrastrando en su debacle a todo su equipo y a todo su pueblo.
            En el verano de 2008, luego de que Luis Aragonés llevara a una generación extraordinaria de jugadores peninsulares al campeonato de la Eurocopa de Austria-Suiza —en donde la selección española avasalló a la gran mayoría de sus contrincantes—, Josep Guardiola, un antiguo centrocampista culé, se convirtió en el entrenador del Futbol Club Barcelona.
            Del equipo titular de Aragonés, sólo tres pertenecían al Barcelona de entonces: Puyol, Xavi Hernández e Iniesta. Guardiola estructuró su equipo con base en esta idea —discutiblemente— y alrededor de uno de los mejores futbolistas del mundo, Lionel Messi. La sinergia no pudo resultarles mejor: Liga, Copa de España, Champions —se convirtieron en el único equipo que juega en la liga de España y en el quinto europeo en ganar el anhelado triplete—, Supercopa de España, Supercopa de Europa y Mundial de Clubes —ninguno había conseguido sincrónicamente los 6 títulos oficiales antes—. Un año histórico.
            La selección española, ahora bajo la honesta sabiduría del madridista Vicente del Bosque —quien alineó a más barcelonistas en la final contra Holanda que de cualquier otro equipo—, ganó con todo merecimiento el Mundial de Sudáfrica. Por distintas circunstancias que no caben aquí, la mayoría de los aficionados culés no extrovierten los triunfos de España, sin embargo, en esta ocasión celebraron la victoria de un estilo tomado como propio.
            Algunos estarán cuestionando la pertinencia del futbol en los temas que atañen a esta columna: Como platicamos en la entrega más reciente, las vertientes del arte son muy amplias. En días en que el clásico español se esperaba equilibrado, el Barcelona metió 5 goles al Real Madrid. No es la cantidad lo que nos hace llamar la atención sobre ello, sino la magnitud estética que pueden alcanzar 11 hombres jugando a la pelota.
            Importa en menor medida quién es el artífice del estilo que ha ganado las copas apuntadas que la expresión en sí, que la perfección que ha rozado el grupo que hoy la ostenta. Una de las cualidades de la ejecución artística es hacer ver fácil lo difícil. El equipo de Guardiola, cuando está inspirado, genera en lo particular y en conjunto el sueño del futbol —y de Agamenón—: el de la eficacia que permite la retórica. Sin duda, el Barcelona del 29 de noviembre —como el que ya apuntaba contra el Bayern en los cuartos de final de la Champions de 2009— ha jugado el mejor futbol de la historia. 
             Lo firma, sin empacho y sin apuesta de por medio, un madridista de toda la vida.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Las vertientes del arte

Como decíamos en la entrega más reciente, el encanto misterioso e inefable del duende aparece pocas veces en las manifestaciones artísticas. Gracias a los sabios y generosos mecenas enológicos de esta columna, tuvimos oportunidad de degustar un par de vinos continentes de esa particular emoción estética. Algunos se preguntarán cómo es posible que la experiencia de los sentidos que participan primordialmente en el disfrute del vino —la vista, el olfato y el gusto— alcance para hacerla algo comparable con la de las canónicas Bellas Artes.
            La clasificación del arte es algo sumamente subjetivo: La taxonomía más clásica relega el contacto físico a la llamada artesanía y la anarquía actual incluye casi a cualquier expresión. Sin entrar en esta discusión ni en la de los elementos fisiológicos del goce estético, hablaremos de la tauromaquia, de la gastronomía, del flamenco (rostro particular de una música y una danza) y de la vitivinicultura como artes. Arropados por el espíritu de las recientes críticas a la Real Academia por parte de escritores como José Emilio Pacheco, Fernando Vallejo o Arturo Pérez Reverte y de un poco menos recientes como las de Gabriel García Márquez, añadiremos a la definición académica lo olfativo y lo sensible al paladar: “Manifestación de la actividad humana mediante la cual se expresa una visión personal y desinteresada que interpreta lo real o imaginado con recursos plásticos, lingüísticos o sonoros”.
            Una vez establecidos como artes por digresión y gravamen, celebraremos la inclusión como patrimonio inmaterial de la humanidad por parte de la Unesco de la gastronomía mexicana y del flamenco. La primera, tan ligada con el vino, emociona al alma sensible con su grandeza y complejidad y el segundo, más cercano al canon, confirma su trascendencia y singularidad. Por otro lado, aunque no necesitan justificación oficial, la tauromaquia y la enología suman bastantes reconocimientos (Príncipe de Asturias, medalla de las Bellas Artes, condecoraciones francesas) para reclamar su lugar como patrimonio humano.
            El dorado brillante y verdoso del Chante-Alouette 2004 sería suficiente para inscribirlo en el inventario de un hipotético museo. Este Hermitage de Chapoutier poseía todos los atributos de un gran vino blanco: intensidad, jovialidad, cuerpo, profundidad, largura… pero tenía más. Sus aromas a miel de castaña y el inédito centro de frescura —como una flecha abriendo ondas sonoras—, envuelto en una complejidad sólo asequible en una gran cosecha del norte rodanés, fueron los responsables de que el aire se cargara. Cuando intercambiábamos apreciaciones sobre el misterio consumido, la expresión toscana del merlot apareció.
            La bodega Petrolo ostenta como lema una frase de los Beatles: “Al final el amor que te llevas es igual al amor que generas”. Si uno accede a su web encuentra un video de Jimmy Hendrix fumando y entonando “All along the watchtower”. Su vino Galatrona es tan revolucionario y original en sus desenvolturas como auténtico y canónico en su jerarquía. Cautivaba la nariz en cada estimulante encuentro como si fuera de nuevo el primer aroma, a más de un alma apasionada le impulsaría soltar un puntapié a la silla contigua. Estructurado, redondo y larguísimo, el merlot italiano destapó, en términos flamenco-taurinos, el frasco de las esencias. En días en que la atención se vuelca en los conteos tipo “Top 100”, su personalidad fue aplastante; su esencia, una gota cargada de tormenta.
            La próxima semana exploraremos los límites de los conceptos estéticos: Hablaremos, muy a nuestro pesar, de una propuesta futbolística que ha rozado lo artístico y de algunos vinos que avasallan al “contrincante”.