miércoles, 1 de diciembre de 2010

Las vertientes del arte

Como decíamos en la entrega más reciente, el encanto misterioso e inefable del duende aparece pocas veces en las manifestaciones artísticas. Gracias a los sabios y generosos mecenas enológicos de esta columna, tuvimos oportunidad de degustar un par de vinos continentes de esa particular emoción estética. Algunos se preguntarán cómo es posible que la experiencia de los sentidos que participan primordialmente en el disfrute del vino —la vista, el olfato y el gusto— alcance para hacerla algo comparable con la de las canónicas Bellas Artes.
            La clasificación del arte es algo sumamente subjetivo: La taxonomía más clásica relega el contacto físico a la llamada artesanía y la anarquía actual incluye casi a cualquier expresión. Sin entrar en esta discusión ni en la de los elementos fisiológicos del goce estético, hablaremos de la tauromaquia, de la gastronomía, del flamenco (rostro particular de una música y una danza) y de la vitivinicultura como artes. Arropados por el espíritu de las recientes críticas a la Real Academia por parte de escritores como José Emilio Pacheco, Fernando Vallejo o Arturo Pérez Reverte y de un poco menos recientes como las de Gabriel García Márquez, añadiremos a la definición académica lo olfativo y lo sensible al paladar: “Manifestación de la actividad humana mediante la cual se expresa una visión personal y desinteresada que interpreta lo real o imaginado con recursos plásticos, lingüísticos o sonoros”.
            Una vez establecidos como artes por digresión y gravamen, celebraremos la inclusión como patrimonio inmaterial de la humanidad por parte de la Unesco de la gastronomía mexicana y del flamenco. La primera, tan ligada con el vino, emociona al alma sensible con su grandeza y complejidad y el segundo, más cercano al canon, confirma su trascendencia y singularidad. Por otro lado, aunque no necesitan justificación oficial, la tauromaquia y la enología suman bastantes reconocimientos (Príncipe de Asturias, medalla de las Bellas Artes, condecoraciones francesas) para reclamar su lugar como patrimonio humano.
            El dorado brillante y verdoso del Chante-Alouette 2004 sería suficiente para inscribirlo en el inventario de un hipotético museo. Este Hermitage de Chapoutier poseía todos los atributos de un gran vino blanco: intensidad, jovialidad, cuerpo, profundidad, largura… pero tenía más. Sus aromas a miel de castaña y el inédito centro de frescura —como una flecha abriendo ondas sonoras—, envuelto en una complejidad sólo asequible en una gran cosecha del norte rodanés, fueron los responsables de que el aire se cargara. Cuando intercambiábamos apreciaciones sobre el misterio consumido, la expresión toscana del merlot apareció.
            La bodega Petrolo ostenta como lema una frase de los Beatles: “Al final el amor que te llevas es igual al amor que generas”. Si uno accede a su web encuentra un video de Jimmy Hendrix fumando y entonando “All along the watchtower”. Su vino Galatrona es tan revolucionario y original en sus desenvolturas como auténtico y canónico en su jerarquía. Cautivaba la nariz en cada estimulante encuentro como si fuera de nuevo el primer aroma, a más de un alma apasionada le impulsaría soltar un puntapié a la silla contigua. Estructurado, redondo y larguísimo, el merlot italiano destapó, en términos flamenco-taurinos, el frasco de las esencias. En días en que la atención se vuelca en los conteos tipo “Top 100”, su personalidad fue aplastante; su esencia, una gota cargada de tormenta.
            La próxima semana exploraremos los límites de los conceptos estéticos: Hablaremos, muy a nuestro pesar, de una propuesta futbolística que ha rozado lo artístico y de algunos vinos que avasallan al “contrincante”.

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