lunes, 5 de marzo de 2012

"La bien pagá" y el péndulo de Foucault

Para los González de la Tijera Olaya, la familia más talentosa que he conocido.

La música ―como todas las artes― se edifica sobre las leyes pendulares: los ciclos que oscilan de un lado a otro, el fluir y refluir del universo, el precedente y el subsiguiente, las recurrentes caída e instauración de cuanto existe son sus cimientos; y la proporción, el orden, la armonía que constituyen al ritmo son su zócalo.
            En lo general, los movimientos artísticos van remplazándose unos con otros según se agotan y la plomada emprende el regreso al polo de donde partió. En lo particular, las canciones que escuchamos en la niñez, en la juventud, regresan a nosotros irremediablemente cuando hemos llegado a cierta etapa. Siempre volvemos al momento que alguna vez rechazamos u olvidamos, aunque sea por nostalgia. Pero esta vuelta implica una evolución, un cambio de perspectiva: el péndulo de Foucault prueba que el mundo nos ha hecho rotar con él, que nos ha arrastrado en el tiempo.
            La elegante creación del físico francés consiste en una esfera suspendida por una cuerda desde un punto fijo. Puesta a oscilar libremente, podríamos esperar en principio que tal movimiento dibujase una línea recta sobre la superficie inferior. Sin embargo, no es esto lo que sucede al menos en latitudes distintas a cero grados­: según nuestra percepción antropocéntrica, la línea es la que gira lenta y constantemente trazando una hermosa rosa polar.
            En distintas ocasiones hemos conversado en este espacio sobre la copla, la canción española. Para nosotros, esta música evoca una niñez de tardes frente al tocadiscos, con el abuelo adelantando los versos de sus copleros favoritos y secándose las lagrimitas que le producía escuchar alguno de sus vinilos relucientes: él ya había ido y venido, ya se había mecido entonces.
            Una de las canciones que más le emocionaba ―y a nosotros junto con él― era “La bien pagá”. Oíamos esta antonomástica copla en voz de Miguel de Molina, al que se sumaron con los años un interminable inventario de intérpretes: Concha Piquer, Lola Flores, Sara Montiel y Carmen Amaya, quien también la cantó al compás de la guitarra de Sabicas. Más tarde sonaron ­―con mayor o menor fortuna― las versiones de Isabel Pantoja, Carlos Cano, Manolo Escobar, Raphael… incluso una muy guasona de Pedro Almodóvar, haciendo playback en una de sus cintas ochenteras.
            Ya en nuestros tiempos, la canción de Perelló y Mostazo fue grabada por Chavela Vargas, Joaquín Sabina y el protagonista de la película Las cosas del querer, Manuel Bandera, en una extraordinaria ejecución. En los últimos años, el péndulo ha dado un nuevo bandazo hacia la canción tradicional española y El Cigala, Miguel Poveda, Joana Jiménez y hasta Penélope Cruz se han tirado al ruedo con la azotada letra intachablemente propia de su género, el cual ha trascendido incluso en expresiones como las del descamisado “El Bicho” y la ecléctica “Shica”, que si bien son poco ortodoxas, no carecen de calidad y respeto.
            La vigencia, que se traduce en acumulación de reinterpretaciones, es el vértice de la obra de arte musical: escuchar la evolución de una pieza a través de poco menos de un siglo nos hace evocar los años en que teníamos los oídos vírgenes y la sensibilidad recién estrenada, y entonces deseamos haber permanecido en un mágico ecuador, en la canción de aquel día, donde la línea se mantuvo recta. Después de tantos años, al observar los alargados pétalos dibujados por la arena que cae del reloj pendular, finalmente nos damos cuenta de que somos nosotros quienes giramos con la tierra.

viernes, 2 de marzo de 2012

El estigma del infiel

Un vecino de barra nos cuestionaba durante un encuentro entre el Real Madrid y el Barcelona sobre la validez de la lealtad a un equipo de futbol: “¿Por qué no siguen a los que mejor juegan en determinado momento o a los que dan a su fama y fortuna un provecho más alto, a los que son ejemplares?” Hoy en día, la fidelidad en el deporte es un bien escaso si nos fijamos en los valores comúnmente mostrados por los profesionales durante su carrera deportiva, o más bien dicho, una buena parte de jugadores y técnicos demuestran que su corazón está del lado del parné.
            Por otro lado, es muy probable que el aficionado que se atreve a cambiar de equipo sólo consiga con ello un repudio generalizado, incluso de sus nuevos compañeros de porra. La fidelidad en el deporte ―sobre todo en los que no son individuales― es como la del matrimonio católico: hay que estar con los tuyos en la salud y en la enfermedad y el contrato es para toda la vida. La deshonra pública de quien opta por ponerse otra camiseta lo desterrará de los estadios y de las cantinas, quedará reducido a paria, cubierto por la vergüenza de Efialtes.
            Se desconfía de quien no se afilia incondicionalmente a unos colores, de quien no declara su querencia. No se puede admirar el juego en sí, hay que tomar partido. Quien soporta la derrota y paga sus deudas, quien asume las simas de su institución obtiene el respeto de sus contrincantes y camaradas. Para el forofo de un equipo modesto, la añoranza o el anhelo del triunfo son un estilo de vida que obtiene su formidable recompensa si éste finalmente llega.
            Este compromiso ineludible y trascendental se adquiere muchas veces a edad muy temprana, a menudo es heredado o atiende a un éxito fugaz, sin embargo, la honra ha quedado empeñada y un destino de alegrías o frustraciones para el pequeño hincha ha sido signado. En muchos hogares de nuestro mundo, el niño adquiere, a partir de su elección, los derechos y obligaciones de cualquier aficionado que se precie y está sujeto a los mandamientos de la devoción deportiva: ahora es un integrante de la tribu, un iniciado; el rito es simple, consiste en vestir la camiseta, colocar un afiche o un banderín en la habitación.
            Se vale admirar al otro mientras no compita directamente con nuestro escudo, se vale estimar las gestas ajenas y censurar a los nuestros, pero está prohibido alternar o rectificar nuestra selección: la marca del desertor es una letra escarlata. Casi siempre los ídolos son imperfectos, los héroes son censurables; los valores de la cancha no pueden ―ni deben― ser los mismos que los de la casa ni los de la calle: el estadio es un espacio de ficción en donde nos permitimos ser alguien más.

jueves, 1 de marzo de 2012

De primera línea

Esta columna ha sido escrita en plural ―salvo alguna excepción en la que no queremos esquivar el compromiso de la primera persona― porque incorpora una experiencia casi siempre colectiva. Como hemos dicho en varias ocasiones, el vino sólo se vive, sólo alcanza su plenitud en congreso. Y es gracias a esto que nos ofrece su regalo más entrañable: la convivencia con personas que comparten nuestra pasión. Algunas veces, estas coincidencias ―junto con alguna otra, al menos― van cocinando una amistad al hogar de las copas.
            En esta ocasión queremos dar la palabra a uno de estos seres que con su generosidad y sensibilidad han enriquecido estas crónicas: el Lic. Juan Carlos Barrón Cerda, novio de la Argentina, devoto de Napa y de Saint Julien, coleccionista de aromas, anticuario de sabores y diligente catador de emociones… una suerte de wine advocate singular. De la sabiduría se desprende la modestia, por ello sabemos que nuestro querido personaje no aceptará el guiño de nuestra bien intencionada presentación sin un asomo de rubor en su rostro.
            Sin más preámbulos, les comparto a continuación un extracto de la opinión que el Lic. Barrón nos expresó sobre una gran cosecha argentina y uno de sus iconos:
            “Ayer decidí no atender la recomendación de Parker en cuanto a la ventana de consumo (2015-2035) que apuntó para una botella de Cheval Des Andes 2006. La amonestación de nuestro crítico favorito advertía que habría que esperar 4 o 5 años más para entonces beberlo en su incipiente madurez, cosa que exigía un estoicismo reservado para los beatos. Reflexioné sobre el comportamiento que ha tenido la cosecha mencionada en el hemisferio sur, particularmente con su uva emblemática (malbec) y recordé, desde luego, los Viña Cobos, que si bien se encontraban en su infancia cuando los descorchamos, nos otorgaron una gran satisfacción y una imagen ya clara de su evolución.
            Pues bien, abrí la botella y qué bueno que la abrí: siendo una mezcla bordelesa (malbec y cabernet), la tanicidad de la cosecha es muy equilibrada en esta mocedad y se avizora un gran refinamiento; creo que la cosecha 2006 hospeda tanta o mayor calidad que las históricas 2002 y 2003, no sólo en malbec sino también en cabernet sauvignon. Esto debería ser ya decreto oficial.
            Hemos degustado 2002, 2003 y 2005 de Cheval Des Andes y este 2006 los supera ampliamente: por primera vez he notado, en la calidad de la cepa y de su vinificación, el estilo característico de un gran Burdeos, especialmente de los que nacen en el right bank (margen derecha), como los Saint Emilion. Es muy difícil encontrar esta calidad en este rango de precio. Estas consideraciones me llevan a bautizar esta cosecha del Cheval como el primer first growth (premier cru, primera línea) argentino.”