Para los González de la Tijera Olaya, la familia más talentosa que he conocido.
La música
―como todas las artes― se edifica sobre las leyes pendulares: los ciclos que
oscilan de un lado a otro, el fluir y refluir del universo, el precedente y el
subsiguiente, las recurrentes caída e instauración de cuanto existe son sus
cimientos; y la proporción, el orden, la armonía que constituyen al ritmo son
su zócalo.
En lo general, los movimientos
artísticos van remplazándose unos con otros según se agotan y la plomada
emprende el regreso al polo de donde partió. En lo particular, las canciones
que escuchamos en la niñez, en la juventud, regresan a nosotros irremediablemente
cuando hemos llegado a cierta etapa. Siempre volvemos al momento que alguna vez
rechazamos u olvidamos, aunque sea por nostalgia. Pero esta vuelta implica una
evolución, un cambio de perspectiva: el péndulo de Foucault prueba que el mundo
nos ha hecho rotar con él, que nos ha arrastrado en el tiempo.
La elegante creación del físico
francés consiste en una esfera suspendida por una cuerda desde
un punto fijo. Puesta a oscilar libremente, podríamos esperar en principio que
tal movimiento dibujase una línea recta sobre la superficie inferior. Sin
embargo, no es esto lo que sucede ―al menos en
latitudes distintas a cero grados―: según nuestra
percepción antropocéntrica, la línea es la que gira lenta y constantemente
trazando una hermosa rosa polar.
En distintas ocasiones hemos conversado
en este espacio sobre la copla, la canción española. Para nosotros, esta música
evoca una niñez de tardes frente al tocadiscos, con el abuelo adelantando los
versos de sus copleros favoritos y secándose las lagrimitas que le producía escuchar
alguno de sus vinilos relucientes: él ya había ido y venido, ya se había mecido
entonces.
Una de las canciones que más le
emocionaba ―y a nosotros junto con él― era “La bien pagá”. Oíamos esta
antonomástica copla en voz de Miguel de Molina, al que se sumaron con los años un
interminable inventario de intérpretes: Concha Piquer, Lola Flores, Sara Montiel
y Carmen Amaya, quien también la cantó al compás de la guitarra de Sabicas. Más
tarde sonaron ―con mayor o menor fortuna― las versiones de Isabel Pantoja,
Carlos Cano, Manolo Escobar, Raphael… incluso una muy guasona de Pedro
Almodóvar, haciendo playback en una
de sus cintas ochenteras.
Ya en nuestros tiempos, la canción
de Perelló y Mostazo fue grabada por Chavela Vargas, Joaquín Sabina y el
protagonista de la película Las cosas del
querer, Manuel Bandera, en una extraordinaria ejecución. En los últimos
años, el péndulo ha dado un nuevo bandazo hacia la canción tradicional española
y El Cigala, Miguel Poveda, Joana Jiménez y hasta Penélope Cruz se han tirado
al ruedo con la azotada letra intachablemente propia de su género, el cual ha
trascendido incluso en expresiones como las del descamisado “El Bicho” y la
ecléctica “Shica”, que si bien son poco ortodoxas, no carecen de calidad y
respeto.
La vigencia, que se traduce en acumulación
de reinterpretaciones, es el vértice de la obra de arte musical: escuchar la
evolución de una pieza a través de poco menos de un siglo nos hace evocar los
años en que teníamos los oídos vírgenes y la sensibilidad recién estrenada, y
entonces deseamos haber permanecido en un mágico ecuador, en la canción de
aquel día, donde la línea se mantuvo recta. Después de tantos años, al observar
los alargados pétalos dibujados por la arena que cae del reloj pendular, finalmente
nos damos cuenta de
que somos nosotros quienes giramos con la tierra.