viernes, 2 de marzo de 2012

El estigma del infiel

Un vecino de barra nos cuestionaba durante un encuentro entre el Real Madrid y el Barcelona sobre la validez de la lealtad a un equipo de futbol: “¿Por qué no siguen a los que mejor juegan en determinado momento o a los que dan a su fama y fortuna un provecho más alto, a los que son ejemplares?” Hoy en día, la fidelidad en el deporte es un bien escaso si nos fijamos en los valores comúnmente mostrados por los profesionales durante su carrera deportiva, o más bien dicho, una buena parte de jugadores y técnicos demuestran que su corazón está del lado del parné.
            Por otro lado, es muy probable que el aficionado que se atreve a cambiar de equipo sólo consiga con ello un repudio generalizado, incluso de sus nuevos compañeros de porra. La fidelidad en el deporte ―sobre todo en los que no son individuales― es como la del matrimonio católico: hay que estar con los tuyos en la salud y en la enfermedad y el contrato es para toda la vida. La deshonra pública de quien opta por ponerse otra camiseta lo desterrará de los estadios y de las cantinas, quedará reducido a paria, cubierto por la vergüenza de Efialtes.
            Se desconfía de quien no se afilia incondicionalmente a unos colores, de quien no declara su querencia. No se puede admirar el juego en sí, hay que tomar partido. Quien soporta la derrota y paga sus deudas, quien asume las simas de su institución obtiene el respeto de sus contrincantes y camaradas. Para el forofo de un equipo modesto, la añoranza o el anhelo del triunfo son un estilo de vida que obtiene su formidable recompensa si éste finalmente llega.
            Este compromiso ineludible y trascendental se adquiere muchas veces a edad muy temprana, a menudo es heredado o atiende a un éxito fugaz, sin embargo, la honra ha quedado empeñada y un destino de alegrías o frustraciones para el pequeño hincha ha sido signado. En muchos hogares de nuestro mundo, el niño adquiere, a partir de su elección, los derechos y obligaciones de cualquier aficionado que se precie y está sujeto a los mandamientos de la devoción deportiva: ahora es un integrante de la tribu, un iniciado; el rito es simple, consiste en vestir la camiseta, colocar un afiche o un banderín en la habitación.
            Se vale admirar al otro mientras no compita directamente con nuestro escudo, se vale estimar las gestas ajenas y censurar a los nuestros, pero está prohibido alternar o rectificar nuestra selección: la marca del desertor es una letra escarlata. Casi siempre los ídolos son imperfectos, los héroes son censurables; los valores de la cancha no pueden ―ni deben― ser los mismos que los de la casa ni los de la calle: el estadio es un espacio de ficción en donde nos permitimos ser alguien más.

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