El placer que produce
el vino no es muy distinto al que genera el arte gráfico, la escultura o la
arquitectura, sin embargo, no podemos encontrar un gran vino disponible para su
cata en un museo, en una glorieta o al pasar por la calle. Hace muchos años que
el concierto o la puesta en escena son accesibles a la mayoría. La obra de arte
cinematográfica cuesta menos que el blockbuster,
la poesía se regala y la invitación dancística tiene sus espacios. No sostengo
por ello que la cultura está suficientemente bien promovida, fomentada o
administrada, pero el que desea mojar sus zapatos puede a menudo dejarse
salpicar por lo que rocían las fuentes que ocupan nuestras plazas.
Desgraciadamente, el caldo que
conmueve es patrimonio de quien puede costearlo (o del que tiene la suerte de estar
cerca de quien puede). No es un producto democrático. Es exclusivo, por lo
tanto, antipático. Está destinado a desaparecer ante un mínimo capricho de nuestro
frágil sistema global. La sofisticación es tanto privilegio de la decadencia como el
arte es fruto de la opulencia, al menos en cuanto a que la saciedad llega con
el regalo de la tregua: cuando está llena la barriga de los hijos nos queda
tiempo para pensar, para crear… también para observar o explorar. Luego de un
debate intenso, lo que el ser humano esgrimiría ante su extintor sería la
pureza de su espíritu creativo, el mismo que generó el concepto del amor, o del
sacrificio. Al menos eso soñé luego de una noche de televisión sobre catástrofes
mayas e invasiones extraterrestres.
El refinamiento es una búsqueda
inmemorial: me gusta pensar que la belleza ―en
su sentido más amplio― es lo único que puede ordenar el
universo. Es posible que usted, caro lector, sienta que ―en
el mejor de los casos― es un disparate proponer que el jugo
fermentado de la uva tiene lugar en un escarceo sobre estética o que puede dar
sentido a nuestra existencia. Si este es su caso no voy a contradecirlo, le
sugiero que ponga en el lugar del vino su manifestación humana favorita, quizás
así estas ideas encuentren pertinencia.
La cuestión es que cuando se está
cerca de un alma lujosa, la fortuna siente ganas de presumir: una vertical de
tres añadas consecutivas de Termanthia, incluida la 2004, es una experiencia a
la que, idealmente, tanto el arrepentido cazaelefantes como el ciudadano de a
pie deberían tener derecho a presentarse: hacer fila para pasar frente a las copas,
al menos olfatearlas y comprar un suvenir. Nadie puede llevarse a su casa Las meninas pero su exhibición
contribuye a su carácter referencial.
Se desmarca a menudo el hombre de la
perfección: es soberbia. A su producto, sin embargo, se le permite hablar más
libremente de su genio. El único defecto
que se encuentra en el Termanthia 2004 es que su esfera arquetípica está
dibujada antes por sus hermanos más viejos: para hallar los pixeles menos
definidos en 2002 y 2003 hay que hacer un zoom de relojero; si bien éstas no se
reconocen como muy buenas cosechas en la ya mítica denominación zamorana, los
orfebres que las delinearon deben tener un pacto mágico con la tierra, con el
sol y con el agua.
Según el afamado crítico Robert
Parker, sólo diez tintos en el mundo alcanzaron la excelsitud en el 2004: los
100 puntos en una escala que va de 50 a 100. Termanthia ―de
la bodega toresana Numanthia, en aquel entonces aún parte del grupo Eguren― fue uno de ellos. Definirlo, hacer una nota de
cata, en los términos que se han expuesto aquí sería como tratar de explicar en cuatro palabras El principito o la Gran Misa de Bach. Digamos que su excelencia absoluta radica en la
ausencia de defectos y en tres virtudes notables: la definición de sus
elementos (cromáticos, aromáticos, gustativos, que lo hacen absolutamente
singular), la armonía entre ellos y la emoción que produce.
Es un bálsamo saber que si bien no
soy capaz de producir algo impecable, el espíritu humano ―por
medio del arte al menos― puede ofrecernos un sorbo de perfección.