miércoles, 30 de noviembre de 2011

Time is money

Una fórmula matemática calculada por un serio profesor universitario ha descubierto que el tiempo es, realmente, dinero. De acuerdo con la ecuación del británico, para el habitante londinense promedio, cada minuto vale un poco más de ocho o nueve peniques: nos costaría una lana cepillarnos los dientes si viviéramos en Chelsea.
            En  In Time (El precio del futuro), Andrew Niccol ―a quien recordamos por la noventera Gattaca― explora esta sentencia famosa en los círculos financieros mediante una poco equilibrada historia de forajidos: un bodrio de Robin Hood, Bonnie y Clyde y Matrix con una premisa interesante.
            Timberlake, el otrora elemento de la banda ‘N Sync, encarna a Will Salas, un hombre de veinticinco años en apariencia ―bien corriditos― pero un titipuchal en experiencia que sobrevive segundo a segundo con el apremio de comprar, pedir prestados o ganarse unos pocos minutos: en este retrato wildeano, el cumpleaños veinticinco significa que has dejado de envejecer pero tendrás que ganarte los días con el sudor de tu frente; si el reloj que aparece en tu antebrazo llega a cero, caerás como mosca.
            Luego de una deliciosa primera escena en la que los malos pensamientos circulan por nuestra imaginación hasta hacer corto circuito y reconfigurarse, constantes deficiencias lógicas y actorales nos dejan sólo tentativas de escenas poderosas, como bien podía haberlo sido la carrera de hot mom hacia Salas para salvar su vida.
            Pronto, un montón de clichés, de hoyos en la trama y de absurdos se apoderan de la cinta, que se convierte en una constante persecución… poco espectacular, por cierto. El humor involuntario hace su entrada inevitable cuando la fresísima hija de un rejuvenecido Ricardo Salinas Pliego y nuestro carismático escalador vuelan dentro un futurista coche sin bolsas de aire hasta caer a un río pavimentado: su estado físico hace dudar a sus perseguidores de que han quedado vivos, no obstante, al recobrar el conocimiento unos segundos después, sin mirarse la ropa, corren como lo hacen los futbolistas argentinos luego de revolcarse de dolor en el suelo, en este caso, con un rasponcito en la frente y la ropa planchada.
            Espectaculares, sin embargo, son las locaciones angelinas, los musculares autos retro y la mecha que la premisa prende en la sesera de los espectadores: ver el tiempo que nos queda en un segundero epidérmico cambiaría el mundo… O no, según Niccol, quien nos roba más de cien minutos para decir lo que Dora la Exploradora dice en menos de uno: “comparte, comparte, comparte”.
            El instantáneo síndrome de Estocolmo que aqueja a la peluca del tieso personaje que interpreta Amanda Seyfried encuentra tanta credibilidad como simpatía en los cautivos espectadores: ni el roomie de “Big Bang Sheldon” ni Matt Bomer (quien tiene un futuro en Hollywood) ni los villanos maniqueístas salvan la trama.
            En los grandes vinos, tiempo equivale a evolución. Y a esperanza. Quien ha acomodado un burdeos 2005 en la oscuridad y el silencio de su sótano sabe que probablemente será descorchado por sus hijos. Lo más hermoso de las cavas es que son un acto de fe.

sábado, 5 de noviembre de 2011

La supervivencia de la tauromaquia

Hace unas semanas se celebró en Barcelona la que se pretende sea la última corrida de toros en Catalunya. Con la Monumental llena hasta la bandera ―veinte mil almas―, se cerró un ciclo de un siglo de tradición taurina en este coso. El diestro catalán Serafín Marín fue el encargado de torear al último toro de la tarde, al final de la cual, aupado en hombros por los taurinos barceloneses, recorrió las calles de la capital envuelto en señeras y gritos de «¡Libertad!».
            Es evidente que esta prohibición tiene un trasfondo eminentemente político y que su finalidad es tomar distancia y darle un brochazo de ranciedad a costumbres y tradiciones españolas notables, en un desafortunado afán de proteger la singularidad de un pueblo que no necesita de guardaespaldas, de coartar a una sociedad históricamente vanguardista en la defensa de las libertades cívicas. Que la cuestión de la defensa de los animales no tiene importancia para los arquitectos de esta política pública queda probado con la autorización, meses después, de la caza de jabalíes con arco y flecha por el mismo parlamento.
            Como sucede a menudo en nuestro país, el estratagema catalanista ha impulsado a cantidad de imitadores que no han analizado el particular ánimo que consiguió este triste paréntesis en la tauromaquia de la tierra de Joaquín Bernadó y, rondando el asunto en la opinión pública, ha hecho surgir más espontáneos con agenda electoral que almas legítimamente inquietadas por el maltrato a las bestias.
            En mi sagrado derecho a defender para mi hija la oportunidad de valorar por ella misma las manifestaciones artísticas ―volveré sobre esto más tarde― que considero son trascendentales para su formación cultural, añadiré algunos pensamientos al debate sobre la prohibición de las corridas de toros con el propósito de que esta discusión se convierta en un intercambio serio, maduro y respetuoso de ideas y propuestas.
            Desde esta barrera intentaré hacer una breve reflexión sobre el ser y las propiedades de la tauromaquia ―particularmente la mexicana― y, sobre ello, deslindar el concepto de prohibir; abordaré los, en mi punto de vista, argumentos principales de las partes antípodas y finalmente, apuntaré la necesidad de modernización del espectáculo taurino. Es posible que usted, caro lector, no tenga interés particular en la tauromaquia, ni en su supervivencia. Le ofrezco una disculpa por poner el corcho a la botella durante unas semanas, sin embargo, quizás algo de lo que se trate aquí sea útil si algún día se pretende vedar la producción y el consumo del vino o si alguien intenta decirle qué no puede leer.
            ¿Las corridas de toros son un espectáculo, un arte, un deporte, una tradición… son cultura? En México, hasta ahora, desde el punto de vista jurídico la tauromaquia es considerada parte de los espectáculos públicos y se rige por un reglamento estatal o municipal; en la mayoría de los casos, estos ordenamientos contemplan y hacen aplicables, valga la redundancia, “los usos y costumbres taurinos universalmente aplicados”.
            Desde el punto de vista de los medios de comunicación es evidente que las corridas de toros están dentro del ámbito deportivo, puesto que las crónicas y las noticias taurinas aparecen ―salvo algunas honrosas excepciones― en los espacios destinados a ello. Como en todo, este enfoque influye poderosamente en la concepción popular.
            En mi opinión, la tauromaquia es tan gimnástica como la danza: si bien es necesaria cierta forma física, su fin no es el desempeño atlético, es un ejercicio eminentemente espiritual. Creo también que cumple con todas las condiciones de las artes ―llámenseles bellas, superiores o clásicas― y comparte con ellas su objeto fundamental: la estética. Baste revisar El nacimiento de la tragedia  de Friedrich Nietzsche para comprobar que el rito de la corrida de toros cabe en esta genial tesis como la humanidad de un torero en su vestido de luces.
            No existen datos actualizados para formular una noción más o menos sólida de lo que los mexicanos piensan en este sentido, sin embargo, la experiencia me hace calcular que la tendencia es la siguiente: mientras mayor cercanía se tenga a lo taurino, más se decantará la valoración por lo artístico y mientras menor contacto se tenga, la posición se irá ubicando hacia el polo de lo deportivo.
            Nos acercamos a los quinientos años de una poco interrumpida práctica de lidiar toros bravos dentro del territorio nacional, entonces ―guste o no―, que la afición ha sido transmitida de generación en generación ―atendiendo a la definición de «tradición» de la Real Academia Española― es algo más que acreditado: el carácter tradicional de la tauromaquia es indiscutible.
            Recapitulemos: según la ley mexicana, las corridas de toros son un espectáculo legítimo con normas jurídicas desprendidas del derecho consuetudinario; los medios de comunicación acostumbran insertarlas dentro de lo deportivo; el pueblo las considera, según su ilustración, en una gama que va desde la casilla mediática hasta lo artístico y constituyen sin lugar a dudas una tradición.
            Cabe añadir que la lengua, otras artes, las costumbres y la historia de nuestra sociedad han estado en constante y rico intercambio de formas con la fiesta debido a que comparten un fondo insondable: basta echar una mirada a la relación del mexicano con la muerte para hallar las amalgamas. Ahora, si atendemos a sus principales definiciones, es ineludible afirmar que cualquier manifestación que reúna las características que hemos enumerado para la fiesta debe llamársele cultura.        
            Por otro lado, para ningún filósofo es asequible sentenciar las distintas concepciones históricas de la relación entre el arte y la moral. Como cualquier cuestión de esta naturaleza, es soluble sólo por la vía individual; por tanto, la validez de una u otra postura no puede más que debatirse respetuosamente y, finalmente, tolerarse. Todo esto mientras la manifestación cumpla cabalmente con sus preceptos intrínsecos, sin los cuales, efectivamente, no tiene razón de existir.
            También es difícil encontrar hueco en este espacio para entrar a las profundidades filosóficas y psicológicas del concepto «prohibición», sin embargo, siguiendo la línea argumentativa de este ejercicio ontológico, si fuera sensato impedir la lidia de toros bravos, resultaría necesario hacerlo asimismo con muchísimas otras expresiones culturales, como veremos enseguida al estimar las razones de los antitaurinos.
            Las prohibiciones no son nada nuevo, datan del siglo XV y han aparecido intermitentemente en toda la historia taurina de Europa y América (para quien desee conocer a profundidad estos procesos y sus consecuencias, recomiendo la lectura del capítulo “Polémicas sobre la licitud y conveniencia de la fiesta”, en el segundo tomo de Los Toros de Cossío).
            Los motivos y argumentos esgrimidos en su apología o vilipendio han ido cambiando a través del tiempo, abordaré las tres cuestiones que me parecen más vigentes: Los prohibicionistas dicen que la tauromaquia no es deporte ni es arte: es barbarie, por tanto no puede ser una manifestación cultural válida y es necesario aniquilarla; piensan que las corridas de toros son crueles y sanguinarias, estiman que esto lastima la dignidad humana; desean defender la supervivencia de los animales y sus hábitats, protegerlos de las formas de maltrato y abuso.
            Ya hemos probado el carácter cultural de la fiesta, sin embargo, como otras manifestaciones culturales en el mundo contemporáneo ―la celebración de la boda gitana, la circuncisión o el sacrificio ritual musulmán―, el espectáculo taurino es sanguinario. No debe pretenderse negar este axioma. No es, en forma alguna, una exhibición tolerable para cualquier sensibilidad. Tampoco creo que haya que justificar su naturaleza con clichés del tipo: “También el Guernica, Crimen y castigo y la liturgia católica son sanguinarios”; los sacrificios que muestran estas manifestaciones son puramente simbólicos. Aunque la fiesta no tiene como finalidad el sacrificio sino la creación, es imposible ―artificial― sin la abrumadora certeza de la sangre, sea quien sea quien la vierta.
            Considero, por otro lado, que la crueldad en la corrida de toros refleja un espectro más amplio. No es cruel en tanto que ni los protagonistas ni los aficionados se deleitan en el sufrimiento ajeno. El padecimiento del toro ―y el del torero, cuando aparece― no es el propósito de la corrida.
            Cualquiera que haya visitado una ganadería brava, se habrá dado cuenta que el toro de lidia es un animal privilegiado. Podríamos decir, con cierto humor, que los prohibicionistas son sexistas, pues nunca hablan de las vacas: ellas tienen una calidad de vida superior a la mayoría de los animales en el mundo y no tienen que pagar este costo disputando su vida en una plaza.
            Toda la manada pasta en enormes extensiones de terreno; su alimentación es complementada y gozan de cuidados veterinarios, en general de excelentes condiciones hasta su muerte. Como, a este nivel, los animales no pueden elegir por ellos mismos, le pregunto, caro lector: ¿cuál sería su elección para un animal al que apreciara? ¿la existencia del perro callejero, que terminará sus tristes días apachurrado por un camión? ¿la del marlín que es enganchado por el anzuelo o perforado por un arpón? ¿o la del toro bravo, mimado toda su vida pero con el destino de jugársela finalmente, cubierto de gloria, en la arena?
            Las principales discrepancias de los protectores de animales están fundadas en la mala praxis. Tienen razón. Los cánones del quehacer taurino protegen la integridad del animal hasta su muerte, mandan las suertes lesivas con la medida de que el toro mantenga su fuerza, desahogo y acometividad hasta el final de la faena. De otra forma sería imposible la lidia. Pero es cierto que los abusos de los mediocres son frecuentes; sin duda lastiman la dignidad del toro y la del hombre.
            La muerte del animal ―una vez más, si se hace de forma correcta según la técnica taurina― no debe provocar una agonía prolongada: debe ser limpia, digna y fulminante. Aunque todos los toros tienen la oportunidad de conservar la vida si muestran características excepcionales en la plaza, el encuentro íntimo de la espada del hombre con las astas del burel mantiene el sentido ritual de la faena: es una especie de libación, de expiación, de sublimación, el desenlace de su eminente carácter trágico.
            En este sentido, creo que algunos defensores de la fiesta se equivocan de nuevo: vale para poco argumentar que de cualquier manera las reses no mueren de forma más pulcra en los rastros. Por otro lado, el extremo que pretende erradicar definitivamente el aprovechamiento del ganado para el consumo humano me parece poco factible y poco justificable.
            Muchos prohibicionistas argumentan que el toro está en desventaja durante la lidia, que raramente mueren toreros. Aparte de la tétrica sed de justicia que se desprende esta posición, no hace falta retroceder en el tiempo más que un par de semanas para ver cómo un toro casi arranca la cabeza de un torero en Zaragoza, dañándole seriamente el rostro y desprendiéndole un ojo. Se dice que el torero elige estar allí, lo cual es enteramente cierto, pero ello no suprime el riesgo verdadero de la faena: durante la mayor parte de ésta, el torero se enfrenta a un animal ―que pesa hasta diez veces lo que él y tiene un par de astas certeras y afiladas, tan largas como los brazos humanos― en solitario, con el capote o la muleta en las manos, sin arma alguna.
            Sin las corridas desaparecerían los toros de lidia. Se esté o no de acuerdo en cuanto a si las reses bravas constituyen una raza por ellas mismas, es innegable que sus características fenotípicas y genotípicas tienen una distinción que vale la pena preservar, máxime que sus cualidades son tan preciosas: nobleza, bravura, valentía, fuerza, belleza, etc.
            La salvaguardia del ecosistema del toro bravo no es posible sin la fiesta. El costo de manutención de estas reses, de sus espacios y de su forma de vida no es asequible sin la tauromaquia. El toro no embiste, no mata para comer, muchas veces siquiera para defender su territorio: acomete ―cuando así lo elige― porque es bravo, porque esta es su naturaleza. Si el toro de lidia pastase libremente por los campos del país, aparte de la cantidad de personas, animales y bienes que sufrirían sus estragos, terminaría siendo aniquilado: al mezclarse con otros bovinos, su sangre, con todas sus increíbles singularidades, se iría diluyendo hasta desaparecer.
            Muchos taurinos, llevados por la pasión que despierta esta afición, han esgrimido argumentos poco sustentables para defender lo que aman. Pienso que exigir al interlocutor a que se preocupe antes por otras situaciones vergonzosas para la humanidad como la guerra, la pobreza o el crimen es algo que no nos corresponde: cada conciencia tiene la prerrogativa de ocuparse de tantos temas como considere necesario.
            Igualmente es discutible la premisa que moraliza las corridas de toros por conducto de los humanos excepcionales que la han vindicado o la han estimado. Es cierto que una gran cantidad de artistas, filósofos y destacadas personalidades de casi todos los ámbitos han declarado su filiación y que la gente toma en cuenta sus valiosas opiniones como líderes intelectuales, sin embargo, esto no quiere decir que estas figuras tendrían razón en todo lo que expresan o que tendríamos que estar de acuerdo en todas sus consideraciones.
            En este sentido, es preciso que ambos bandos revisen el documento del filósofo francés Francis Wolff titulado Cincuenta razones (http://www.astauros.com/razones.pdf). Uno, para saber defender de mejor manera a la fiesta y otro, para conocer un poco de lo que están tratando de prohibir.
            El desarrollo de la corrida ha estado siempre en constante evolución, las suertes han ido cambiando, adecuándose a la sensibilidad de su tiempo. Para cualquier taurino hoy sería intolerable ―y estéril estéticamente― presenciar un festejo de hace un siglo, cuando los caballos salían sin peto. Es en este punto donde la fiesta debe reinventarse, evolucionar. Para ello, pienso que sería necesario estudiar algunas modificaciones que no intervinieran con la esencia de la fiesta y que apremiaran a los profesionales a mejorar su práctica.
            Por ejemplo, habría que revisar a profundidad, con rigor científico, si las dimensiones de la puya y las banderillas siguen siendo ideales para el desarrollo de los tercios. También habría que considerar la posibilidad de que el tiempo que pasa entre que el diestro se tira a matar y que el toro dobla tuviera un límite. Todos padecemos el triste cuadro de una agonía lenta, cuando el matador no acierta y el toro cabecea junto a las tablas por minutos enteros. Que el torero tuviera una única oportunidad de estoquear eficazmente al burel requeriría de un desarrollo superior en la destreza de aquél y un final más digno para éste. La labor del puntillero crecería en mérito y la suerte evolucionaría en su ejecución y su herramienta.
            En general, toda la familia taurina debería reunirse para examinar la actualización de sus procedimientos y normas, incluyendo en estas discusiones un punto de vista plural, extensivo a otras posturas.  Así como los defensores de animales tienen la responsabilidad de conocer de mejor manera el espectáculo que pretenden prohibir, los taurinos tenemos la de escucharlos, pero sobre todo la de practicar, proteger y exigir un ejercicio más estricto de los cánones inmutables de la tauromaquia.
            Durante más de un cuarto de siglo he participado en la fiesta de toros: primero como protagonista y luego como aficionado y crítico; en estos 25 años no he conocido a un solo taurino que no venere al toro bravo. Tengo plena confianza en que los genuinos protectores de animales serán capaces de comprender la importancia de la supervivencia de la tauromaquia ―como dijo uno de ellos, muy serio y responsable: nuestro interés está en cómo viven los animales más que en cómo mueren― y que los taurinos seremos capaces de evolucionar con los tiempos.
          Pronto las plazas de Catalunya volverán a llenarse de arte y la "música callada del toreo" volverá a conmover a esta culta afición. La fiesta brava es una fiesta viva, más viva que nunca.