Una fórmula matemática calculada por un serio
profesor universitario ha descubierto que el tiempo es, realmente, dinero. De
acuerdo con la ecuación del británico, para el habitante londinense promedio,
cada minuto vale un poco más de ocho o nueve peniques: nos costaría una lana
cepillarnos los dientes si viviéramos en Chelsea.
En In Time
(El precio del futuro), Andrew
Niccol ―a quien recordamos por la noventera Gattaca―
explora esta sentencia famosa en los círculos financieros mediante una poco
equilibrada historia de forajidos: un bodrio de Robin Hood, Bonnie y Clyde y Matrix con una premisa interesante.
Timberlake,
el otrora elemento de la banda ‘N Sync, encarna a Will Salas, un hombre de
veinticinco años en apariencia ―bien corriditos― pero un titipuchal en
experiencia que sobrevive segundo a segundo con el apremio de comprar, pedir
prestados o ganarse unos pocos minutos: en este retrato wildeano, el cumpleaños
veinticinco significa que has dejado de envejecer pero tendrás que ganarte los
días con el sudor de tu frente; si el reloj que aparece en tu antebrazo llega a
cero, caerás como mosca.
Luego
de una deliciosa primera escena en la que los malos pensamientos circulan por
nuestra imaginación hasta hacer corto circuito y reconfigurarse, constantes
deficiencias lógicas y actorales nos dejan sólo tentativas de escenas
poderosas, como bien podía haberlo sido la carrera de hot mom hacia Salas para salvar su vida.
Pronto,
un montón de clichés, de hoyos en la trama y de absurdos se apoderan de la
cinta, que se convierte en una constante persecución… poco espectacular, por
cierto. El humor involuntario hace su entrada inevitable cuando la fresísima hija
de un rejuvenecido Ricardo Salinas Pliego y nuestro carismático escalador
vuelan dentro un futurista coche sin bolsas de aire hasta caer a un río
pavimentado: su estado físico hace dudar a sus perseguidores de que han quedado
vivos, no obstante, al recobrar el conocimiento unos segundos después, sin
mirarse la ropa, corren como lo hacen los futbolistas argentinos luego de
revolcarse de dolor en el suelo, en este caso, con un rasponcito en la frente y
la ropa planchada.
Espectaculares,
sin embargo, son las locaciones angelinas, los musculares autos retro y la
mecha que la premisa prende en la sesera de los espectadores: ver el tiempo que
nos queda en un segundero epidérmico cambiaría el mundo… O no, según Niccol,
quien nos roba más de cien minutos para decir lo que Dora la Exploradora dice
en menos de uno: “comparte, comparte, comparte”.
El
instantáneo síndrome de Estocolmo que aqueja a la peluca del tieso personaje
que interpreta Amanda Seyfried encuentra tanta credibilidad como simpatía en
los cautivos espectadores: ni el roomie de
“Big Bang Sheldon” ni Matt Bomer (quien tiene un futuro en Hollywood) ni los
villanos maniqueístas salvan la trama.
En
los grandes vinos, tiempo equivale a evolución. Y a esperanza. Quien ha
acomodado un burdeos 2005 en la oscuridad y el silencio de su sótano sabe que
probablemente será descorchado por sus hijos. Lo más hermoso de las cavas es
que son un acto de fe.
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