Sólo con una
ardiente paciencia conquistaremos la espléndida ciudad que dará luz, justicia y
dignidad a todos los hombres. Así la poesía no habrá cantado en vano.
Rimbaud-
Neruda.
El tiempo, en sus distintas acepciones, lo
es todo en el vino. La vid —y la vida— están ceñidas al clima, a las edades, a
las estaciones. El terruño no es más que el ensamblaje de la meteorología, la
geografía y el concierto del hombre. La madurez de un viñedo —no es lo mismo el
fruto de una parra de diez que de cincuenta años— es tan importante como un
viticultor con experiencia y sensibilidad. Incluso el cambio climático ha
influido en la calidad de los mostos.
El
vino debe beberse a su tiempo y con tiempo: una gran botella vive su infancia,
juventud, madurez, vejez y finalmente muere. Aunque hay quien disfruta más la
viveza y la frutalidad primaria de la adolescencia o prefiere la suavidad y la
complejidad terciaria de la senectud, sólo ofrecerá durante cierta ventana de
consumo todo su potencial armonizado. Además, la cata requiere de una
oportunidad, una ocasión, una compañía, un método singulares: para que esa
música, ese compás, ese —de nuevo— tiempo latente se escuche, para que el vino
exista (como dice el afortunado e incomprendido eslogan de la D. O. C. que nos
ocupa) se requiere de un oído afinado, de silencio
y atención, de una escenografía… Muchas veces al vino hay que esperarlo:
descorcharlo, quizás decantarlo y darle su tiempo para que respire lo
suficiente, para que se exprese.
Para todo esto es indispensable una
disposición del alma poco cultivada en nuestro tiempo: la virtud y el ejercicio
de la paciencia. Para que un día se destape el tarro de las esencias y el
duende encuentre sintonía, se ha debido de acumular la templanza de muchas
almas. Sin embargo, es evidente que nos hemos acostumbrado a la satisfacción
inmediata, a la precipitación, a lo instantáneo. Por otro lado, el exceso de
aguante, que en los aficionados podría traducirse como ambición desmedida, como
codicia, lleva consigo el riesgo de la ruina: mil veces mejor un vino en su
primera etapa que pasada la última… Pero la recompensa para quien reúne fortuna
y justa espera, para quien no ha sido frugal ni ha sucumbido a la tentación es
grande, muy grande…
Acabamos
de vivir hace unas semanas —usaré el plural, otra vez, porque estas
experiencias y conceptos no son más que la suma de las sensibilidades de mis
queridísimos combibeles— un hito en nuestra carrera de enófilos. El destino y
la paciencia nos presentó la oportunidad de hacer una cata histórica de cuatro
añadas de Viña Tondonia para festejar el cumpleaños de nuestro decano: tres
grandes reservas y un reserva. Ya hemos hablado aquí sobre esta mítica bodega
riojana R. López de Heredia[1],
sobre su filosofía y estilo, incluso sobre el crítico que la colocó hace poco
en el radar de los cautivos de la moda[2].
Pero, siendo muy sinceros, nunca imaginamos que un ejemplar de esta casa fuera
a convertirse en uno de los dos o tres vinos más prodigiosos que hemos probado
en nuestras vidas; y, siempre gracias a mis mecenas, no hay empacho en decir
que hemos descorchado un sustancial repertorio de los mejores vinos vivos del
mundo.
En
las catas verticales, especialmente si hay ediciones venerables —este adjetivo
incluye toda su carga eclesiástica—, no nos gusta adoptar un orden
preestablecido: aunque la tendencia es beber del más joven al más viejo,
preferimos hacer un acercamiento olfativo previo con la intención de estimar sus
condiciones para dejar al final el que haya sugerido mejores, descartar alguno
que haya perdido sus atributos o, en cosechas más recientes, proponer una
degustación de ida y vuelta. Ojo, caros canteranos, no hay duda de que las
catas verticales (distintas añadas de la misma etiqueta) o las catas
horizontales (distintas etiquetas de una misma añada, a menudo provenientes de
la misma región o de los mismos varietales) son unos de los mejores ejercicios
para la apreciación de nuestro adorado néctar.
La
evaluación esbozó, pues, que habríamos de verter en primera instancia el
Reserva 2001. El milenio comenzó en la Rioja con una cosecha excelente, que
perfilaría un decenio por demás inaudito: cinco excelencias entre 2001 y 2011[3].
Como la gran reserva de 2001 no está aún disponible, optamos por este ejemplar
que muestra un futuro luminoso: a tres años de su comercialización hemos tenido
el placer de ir disfrutando la naciente complejidad de un caldo que auguramos
será un primor por allá de las décadas de los veinte, treinta y, bien guardado,
cuarenta. Es el Tondonia más reciente disponible en el mercado, un tinto como
una aurora, delicioso hoy si se expone a una generosa oxigenación, que nos hace
soñar con su versión Gran Reserva y con los caldos de las cosechas 2004, 2005,
2010 y 2011 que habitan aún las trece mil barricas y los infinitos botelleros a
diez metros de este bendito suelo de Haro.
Al
2001 siguió el 1954. No sé usted, caro lector, pero a mí se me enchina la piel
cuando me emociono. Llevarnos a la nariz la copa de este casi sexagenario nos
hizo a todos suspirar (en lo particular, se me erizaron los vellos de los
antebrazos) y, en seguida, se esfumó esa angustia que nadie quería desvelar, que
habíamos venido soportando en silencio: en ese par de minutos —sin exagerar—
que duró el retrogusto de este Tondonia, fuimos cayendo en la cuenta de que la
inversión había valido la pena; no importaba tanto ya si las otras botellas
estaban o no vivas: el boleto estaba pagado. Adquirir piezas históricas supone
siempre una apuesta: como ninguno de nosotros habíamos siquiera nacido
entonces, sólo quedaba depositar la confianza en las almas que supervisaron el
sueño de las botellas durante aquellas décadas. El Cincuenta y Cuatro fue
glorioso: un abuelo que se superpuso al exilio y que, también, envuelto en el
incienso de su vejez, aguardó estoica y elegantemente su destino.
En
1947 bautizaron a mi padre, que en paz descanse, y nació mi suegro, que Dios guarde
muchas décadas (por cierto, uno de mis más caros lectores). A saber, yo soy un
hombre de cuarenta años. El vino más viejo de la tarde y el más antiguo que
hemos bebido, que se cosechó a dos años de la Segunda Guerra Mundial, tenía
sobre su corcho una aureola mítica que nos hizo pensar dos veces —no más— si
había que perforarlo: una pequeña masa de polvo, hongos y tela de arañas —guardianas,
colaboradoras, enólogas durante más de un siglo del “Cementerio” de la bodega
López de Heredia— se batía contra lo inexorable. El primer suspiro que tomó el
líquido al verse ¿liberado? ¿desamparado? fue una bocanada tan diacrónica y
extraña como la simultánea exhalación que expulsó hacia nuestro tiempo y
nuestra latitud. La salud de un vino de esta edad descansa en la certeza de que
su letargo no será interrumpido: las condiciones de su hibernación son
fundamentales y el ineludible viaje provocó seguramente alguna mella en su
frescura. Esta particular botella de esta añada fue un tinto majestuoso, solemne,
con un inédito aroma añejo, sostenido en un filo delicioso que generó, como
pocas cosas, reflexiones intelectuales y emociones espirituales. Al extremo del
2001, fue un crepúsculo que nos engendró la esperanza de encontrarnos pronto con
él en su arácnido y alutáceo hábitat riojano.
Nos
gusta pensar que los grandes vinos, como los grandes seres humanos, tenemos que
cumplir con un destino. Y no hay destino más grande que el amor, que la
trascendencia por medio del amor. El amor que tiene la familia López de Heredia
—en especial María José— por su destino, por su obra, por su estirpe y por sus
feligreses se refleja directamente en sus vinos. Es una casa que no imita mas
que a su pasado, a una tradición que guarda los secretos de estos vinos de
excepcional longevidad. Memoria, respeto, talento, sabiduría, experiencia, fidelidad,
generosidad y sencillez se ensamblan dentro de esa entrañable madera con la
misma elegancia que se ensamblan tempranillo, “garnacho”, graciano y mazuelo.
Finalmente,
Viña Tondonia Gran Reserva 1964. La perfección en el vino, en el arte, es
tópico retórico; nuestra posición —insalvable fruto de la tradición y, en este
caso, no compartida por el pleno— es que, como se refiere al grado máximo posible, es decir, a una subjetividad, tiene
que adecuarse a la experiencia personal y temporal de quien expresa esta categoría.
Si se alude a una obra en la que el hombre participa, la perfección atiende a
su naturaleza imperfecta, es decir, en el arte o en cualquier expresión humana implica
concordantemente la mácula. El Tondonia Sesenta y Cuatro cimbró esta noción: no
encontramos en su esfera indicio de mancha, lunar, pellizco o relieve, ni
siquiera en su relación precio/calidad. Como no nos interesan, por el momento,
las catas analíticas, teóricas u “objetivas y desapasionadas” (como dicta José
Peñín), proponemos, en mayoría, subjetiva y apasionadamente, que este elixir es
perfecto. Pero más allá de esto, que la emoción que produce es divina:
trasciende la inasible perfección humana.
Estará
pensando, caro lector, si no ha tenido la oportunidad de conocer este vino ¿a
qué huele, a qué sabe? He allí nuestro desestimación por las descripciones
impersonales: no es posible transmitirlo en un lenguaje técnico; más allá: ¿a
quién le importa o quién es capaz de conectarse con las notas de, en su más
afortunada versión, “ebanistería” o “repostería”, o con sus “frutos negros”, o
“reducciones de cacao”? Para quien esto escribe, sólo es posible intentar
transmitir las sensaciones desde un punto de vista personal o de grupo… ¿A qué
huele el “sotobosque”, a qué sabe el regaliz, cuáles de ellos?...
En
fin, no hay forma de describirle puntualmente estos vinos, un gran vino elude
las palabras. Intentamos compartirle lo que nos han hecho pensar, sentir… Pero
podemos, sí, ponerlo en contexto: este Tondonia rivaliza en nuestra memoria,
mejor dicho, habita el reducido olimpo de experiencias como Petrus 1976 y Haut
Brion de la misma cosecha de este humilde y orgulloso riojano (sólo que por estas
joyas bordelesas habría que desembolsar de cuatro a seis veces más).
1964
está considerada la mejor, o una de las mejores, cosechas del siglo pasado en
la Rioja. Y está en su mejor momento —su cima, su madurez— en los vinos con
este sabio y particular diseño de envejecimiento. El devenir de cada botella es
único, como lo es el de nuestras vidas: cada botella que se descorche de este
monumento será única, cada instante y circunstancia será irrepetible, cada
experiencia singular. Fue tan largo y conmovedor que pasamos un par de días con
el gusto presente en el cielo de la boca —y otros cielos—.
Nos
gusta pensar que el destino de este frasco y su linaje y el destino nuestro de
descorcharlo ese día estaban entramados para que alcanzaran juntos lo sublime:
el perfume sobrenatural, el poético refinamiento, la hondura metafísica, la tradición
convertida en extravagancia y exuberancia debían de encontrarse en la común historia
de un grupo de hombres que hoy tienen un lazo más profundo gracias a la paciencia,
a una afirmación de amor fraternal y, en gran medida, a la presencia
inconfundible de la Elegancia, asistencia que provocó que los miembros de esta
cofradía se vieran a los ojos como se ven el tiempo y el espacio.