jueves, 8 de agosto de 2013

186 años en una tarde


Sólo con una ardiente paciencia conquistaremos la espléndida ciudad que dará luz, justicia y dignidad a todos los hombres. Así la poesía no habrá cantado en vano.
Rimbaud- Neruda.
 

El tiempo, en sus distintas acepciones, lo es todo en el vino. La vid —y la vida— están ceñidas al clima, a las edades, a las estaciones. El terruño no es más que el ensamblaje de la meteorología, la geografía y el concierto del hombre. La madurez de un viñedo —no es lo mismo el fruto de una parra de diez que de cincuenta años— es tan importante como un viticultor con experiencia y sensibilidad. Incluso el cambio climático ha influido en la calidad de los mostos.
            El vino debe beberse a su tiempo y con tiempo: una gran botella vive su infancia, juventud, madurez, vejez y finalmente muere. Aunque hay quien disfruta más la viveza y la frutalidad primaria de la adolescencia o prefiere la suavidad y la complejidad terciaria de la senectud, sólo ofrecerá durante cierta ventana de consumo todo su potencial armonizado. Además, la cata requiere de una oportunidad, una ocasión, una compañía, un método singulares: para que esa música, ese compás, ese —de nuevo— tiempo latente se escuche, para que el vino exista (como dice el afortunado e incomprendido eslogan de la D. O. C. que nos ocupa) se requiere de un oído afinado, de silencio y atención, de una escenografía… Muchas veces al vino hay que esperarlo: descorcharlo, quizás decantarlo y darle su tiempo para que respire lo suficiente, para que se exprese.
             Para todo esto es indispensable una disposición del alma poco cultivada en nuestro tiempo: la virtud y el ejercicio de la paciencia. Para que un día se destape el tarro de las esencias y el duende encuentre sintonía, se ha debido de acumular la templanza de muchas almas. Sin embargo, es evidente que nos hemos acostumbrado a la satisfacción inmediata, a la precipitación, a lo instantáneo. Por otro lado, el exceso de aguante, que en los aficionados podría traducirse como ambición desmedida, como codicia, lleva consigo el riesgo de la ruina: mil veces mejor un vino en su primera etapa que pasada la última… Pero la recompensa para quien reúne fortuna y justa espera, para quien no ha sido frugal ni ha sucumbido a la tentación es grande, muy grande…
            Acabamos de vivir hace unas semanas —usaré el plural, otra vez, porque estas experiencias y conceptos no son más que la suma de las sensibilidades de mis queridísimos combibeles— un hito en nuestra carrera de enófilos. El destino y la paciencia nos presentó la oportunidad de hacer una cata histórica de cuatro añadas de Viña Tondonia para festejar el cumpleaños de nuestro decano: tres grandes reservas y un reserva. Ya hemos hablado aquí sobre esta mítica bodega riojana R. López de Heredia[1], sobre su filosofía y estilo, incluso sobre el crítico que la colocó hace poco en el radar de los cautivos de la moda[2]. Pero, siendo muy sinceros, nunca imaginamos que un ejemplar de esta casa fuera a convertirse en uno de los dos o tres vinos más prodigiosos que hemos probado en nuestras vidas; y, siempre gracias a mis mecenas, no hay empacho en decir que hemos descorchado un sustancial repertorio de los mejores vinos vivos del mundo.
            En las catas verticales, especialmente si hay ediciones venerables —este adjetivo incluye toda su carga eclesiástica—, no nos gusta adoptar un orden preestablecido: aunque la tendencia es beber del más joven al más viejo, preferimos hacer un acercamiento olfativo previo con la intención de estimar sus condiciones para dejar al final el que haya sugerido mejores, descartar alguno que haya perdido sus atributos o, en cosechas más recientes, proponer una degustación de ida y vuelta. Ojo, caros canteranos, no hay duda de que las catas verticales (distintas añadas de la misma etiqueta) o las catas horizontales (distintas etiquetas de una misma añada, a menudo provenientes de la misma región o de los mismos varietales) son unos de los mejores ejercicios para la apreciación de nuestro adorado néctar.
            La evaluación esbozó, pues, que habríamos de verter en primera instancia el Reserva 2001. El milenio comenzó en la Rioja con una cosecha excelente, que perfilaría un decenio por demás inaudito: cinco excelencias entre 2001 y 2011[3]. Como la gran reserva de 2001 no está aún disponible, optamos por este ejemplar que muestra un futuro luminoso: a tres años de su comercialización hemos tenido el placer de ir disfrutando la naciente complejidad de un caldo que auguramos será un primor por allá de las décadas de los veinte, treinta y, bien guardado, cuarenta. Es el Tondonia más reciente disponible en el mercado, un tinto como una aurora, delicioso hoy si se expone a una generosa oxigenación, que nos hace soñar con su versión Gran Reserva y con los caldos de las cosechas 2004, 2005, 2010 y 2011 que habitan aún las trece mil barricas y los infinitos botelleros a diez metros de este bendito suelo de Haro.
            Al 2001 siguió el 1954. No sé usted, caro lector, pero a mí se me enchina la piel cuando me emociono. Llevarnos a la nariz la copa de este casi sexagenario nos hizo a todos suspirar (en lo particular, se me erizaron los vellos de los antebrazos) y, en seguida, se esfumó esa angustia que nadie quería desvelar, que habíamos venido soportando en silencio: en ese par de minutos —sin exagerar— que duró el retrogusto de este Tondonia, fuimos cayendo en la cuenta de que la inversión había valido la pena; no importaba tanto ya si las otras botellas estaban o no vivas: el boleto estaba pagado. Adquirir piezas históricas supone siempre una apuesta: como ninguno de nosotros habíamos siquiera nacido entonces, sólo quedaba depositar la confianza en las almas que supervisaron el sueño de las botellas durante aquellas décadas. El Cincuenta y Cuatro fue glorioso: un abuelo que se superpuso al exilio y que, también, envuelto en el incienso de su vejez, aguardó estoica y elegantemente su destino.
            En 1947 bautizaron a mi padre, que en paz descanse, y nació mi suegro, que Dios guarde muchas décadas (por cierto, uno de mis más caros lectores). A saber, yo soy un hombre de cuarenta años. El vino más viejo de la tarde y el más antiguo que hemos bebido, que se cosechó a dos años de la Segunda Guerra Mundial, tenía sobre su corcho una aureola mítica que nos hizo pensar dos veces —no más— si había que perforarlo: una pequeña masa de polvo, hongos y tela de arañas —guardianas, colaboradoras, enólogas durante más de un siglo del “Cementerio” de la bodega López de Heredia— se batía contra lo inexorable. El primer suspiro que tomó el líquido al verse ¿liberado? ¿desamparado? fue una bocanada tan diacrónica y extraña como la simultánea exhalación que expulsó hacia nuestro tiempo y nuestra latitud. La salud de un vino de esta edad descansa en la certeza de que su letargo no será interrumpido: las condiciones de su hibernación son fundamentales y el ineludible viaje provocó seguramente alguna mella en su frescura. Esta particular botella de esta añada fue un tinto majestuoso, solemne, con un inédito aroma añejo, sostenido en un filo delicioso que generó, como pocas cosas, reflexiones intelectuales y emociones espirituales. Al extremo del 2001, fue un crepúsculo que nos engendró la esperanza de encontrarnos pronto con él en su arácnido y alutáceo hábitat riojano.
            Nos gusta pensar que los grandes vinos, como los grandes seres humanos, tenemos que cumplir con un destino. Y no hay destino más grande que el amor, que la trascendencia por medio del amor. El amor que tiene la familia López de Heredia —en especial María José— por su destino, por su obra, por su estirpe y por sus feligreses se refleja directamente en sus vinos. Es una casa que no imita mas que a su pasado, a una tradición que guarda los secretos de estos vinos de excepcional longevidad. Memoria, respeto, talento, sabiduría, experiencia, fidelidad, generosidad y sencillez se ensamblan dentro de esa entrañable madera con la misma elegancia que se ensamblan tempranillo, “garnacho”, graciano y mazuelo.
            Finalmente, Viña Tondonia Gran Reserva 1964. La perfección en el vino, en el arte, es tópico retórico; nuestra posición —insalvable fruto de la tradición y, en este caso, no compartida por el pleno— es que, como se refiere al grado máximo posible, es decir, a una subjetividad, tiene que adecuarse a la experiencia personal y temporal de quien expresa esta categoría. Si se alude a una obra en la que el hombre participa, la perfección atiende a su naturaleza imperfecta, es decir, en el arte o en cualquier expresión humana implica concordantemente la mácula. El Tondonia Sesenta y Cuatro cimbró esta noción: no encontramos en su esfera indicio de mancha, lunar, pellizco o relieve, ni siquiera en su relación precio/calidad. Como no nos interesan, por el momento, las catas analíticas, teóricas u “objetivas y desapasionadas” (como dicta José Peñín), proponemos, en mayoría, subjetiva y apasionadamente, que este elixir es perfecto. Pero más allá de esto, que la emoción que produce es divina: trasciende la inasible perfección humana.
            Estará pensando, caro lector, si no ha tenido la oportunidad de conocer este vino ¿a qué huele, a qué sabe? He allí nuestro desestimación por las descripciones impersonales: no es posible transmitirlo en un lenguaje técnico; más allá: ¿a quién le importa o quién es capaz de conectarse con las notas de, en su más afortunada versión, “ebanistería” o “repostería”, o con sus “frutos negros”, o “reducciones de cacao”? Para quien esto escribe, sólo es posible intentar transmitir las sensaciones desde un punto de vista personal o de grupo… ¿A qué huele el “sotobosque”, a qué sabe el regaliz, cuáles de ellos?...
            En fin, no hay forma de describirle puntualmente estos vinos, un gran vino elude las palabras. Intentamos compartirle lo que nos han hecho pensar, sentir… Pero podemos, sí, ponerlo en contexto: este Tondonia rivaliza en nuestra memoria, mejor dicho, habita el reducido olimpo de experiencias como Petrus 1976 y Haut Brion de la misma cosecha de este humilde y orgulloso riojano (sólo que por estas joyas bordelesas habría que desembolsar de cuatro a seis veces más).
            1964 está considerada la mejor, o una de las mejores, cosechas del siglo pasado en la Rioja. Y está en su mejor momento —su cima, su madurez— en los vinos con este sabio y particular diseño de envejecimiento. El devenir de cada botella es único, como lo es el de nuestras vidas: cada botella que se descorche de este monumento será única, cada instante y circunstancia será irrepetible, cada experiencia singular. Fue tan largo y conmovedor que pasamos un par de días con el gusto presente en el cielo de la boca —y otros cielos—.
            Nos gusta pensar que el destino de este frasco y su linaje y el destino nuestro de descorcharlo ese día estaban entramados para que alcanzaran juntos lo sublime: el perfume sobrenatural, el poético refinamiento, la hondura metafísica, la tradición convertida en extravagancia y exuberancia debían de encontrarse en la común historia de un grupo de hombres que hoy tienen un lazo más profundo gracias a la paciencia, a una afirmación de amor fraternal y, en gran medida, a la presencia inconfundible de la Elegancia, asistencia que provocó que los miembros de esta cofradía se vieran a los ojos como se ven el tiempo y el espacio.