viernes, 31 de diciembre de 2010

Santaclós, los Reyes Magos y sus narices enrojecidas

La época de navidad no había estado acompañada, hasta ahora, de las mejores experiencias vinícolas del año. Aunque el ambiente sonríe, el cariño se ciñe —circunstancias necesarias para el disfrute ideal del vino— y más gente lo bebe, las comidas multitudinarias y las cenas familiares dominan la temporada y en ellas es difícil que a una botella se le ofrezca la atención suficiente. Este cálculo quizás contradiga el entendimiento más extendido, pero en nuestro punto de vista la apreciación de un vino requiere de la más alerta disposición. Haciendo paráfrasis a Alexander Payne, los grandes vinos no son para las grandes ocasiones: son en sí mismos la ocasión.
            Este 2010 las ocasiones confluyeron. Todo comenzó cuando uno de los hombres que trazó el consumo del vino en este país descorchó el invierno: Arzuaga Reserva 2004. Un vino que abrió como flor de noche su perfume estelar, tan sorpresivo para los forasteros y tan familiar para los habitantes del terruño ribereño. Arropado por la querencia de las almas más entrañables, el del Duero floreció y estrechó fruta y roble como la tierra y la vid lo hacen para regalarnos la recompensa de ser humanos.
            Unos días después, aún con el retrogusto del calor abrazador de nuestro clan, cumplimos con el rito anual de maridar lo máximo con lo mínimo —la cata ideal, íntima, sin distracciones, mano a mano— sin otro fin que alimentar nuestras almas con lo que —en este sentido— más las llena: arte y conversación. Las expectativas que había generado la garnacha durante el año, hicieron que nos decantáramos por el varietal. El australiano Clarendon Hills Old Vines Romas Vineyard Grenache 2005 fue un refinamiento inédito, una feminidad poderosa: corposo, sedoso, profundo, redondo, elegante y con mucha personalidad. Hubiera ocupado la totalidad de esta columna si no es que coincide con un vino llamado Aquilón… y lo que siguió.
            Luego de tener el privilegio de degustar el vino de culto Sine Qua Non, unos de los grenaches más excepcionales del mundo —junto al L’Ermita catalán y Les Amis australiano, según la concurrencia crítica—, la cosecha 2006 de la bodega Alto Moncayo fue una aparición. Sólo el diablo pudo hacerlo en sus viñas infernales. Si no lo hubiéramos confirmado una semana después con una botella distinta —caprichosamente algo más evidente en su juventud—, diríamos que es posible que la fruta masticable que se posesionó de nuestra nariz, nuestra boca y alma fue la pillería de un ángel de esos que cargan al aire de emoción viscosa. Esencia endemoniada de garnacha, roble fundido con regaliz en una esfera viril de aristocrática zarzamora.
            En el estero de la semana que descansa ente la Navidad y Noche Vieja, como siempre, como no puede ser de otra manera, la Elegancia llegó de la mano de Francia. Mersault Bouchard Perriere 2002, la chardonnay borgoñona, en su expresión más cítrica, de piña dulce, de naranjas maduras y miel, abrió el camino para lo indiscutible, para lo inconmensurable: una vertical de Chateau Pavie que cerrojó “el año del Pavie 2005”, el mejor vino de nuestra historia particular hasta ahora.
            98 y 99 fueron añadas de similar calidad para este Grand Cru de Saint-Emilion. Oportunidad única y clase magistral. Hay que decir que son vinos extraños, alejados del gusto más estándar, con esa nariz rara que está aún por nombrarse. Para algunos son un reto, una musa, una paleta, un hallazgo; desapercibidos para otros que azarosamente se encuentran con ellos; incluso detestables para ciertos paladares. Las notas de cata redundan para estos ejemplares monstruosos, las sensaciones adquieren caracteres más trascendentes. Por ello, por vinos como los Pavie, nos referimos a la vitivinicultura como arte. Su contundencia cimbra la ontología de la estética ortodoxa.
            Las personas son el factor más influyente del vino. El terroir francés es la suma de la vid, el clima, el suelo, la madera y el hombre… que idealmente aporta armonía a todo ello. Chateau Pavie no ofreció su mejor fruto hasta que llegaron los Perse —los viñedos datan del IV a.C.— y la garnacha del Moncayo español hasta que llegó Ringwald —las parras de donde nace el Aquilón son prefiloxéricas—, genial enólogo australiano.
            El vino absorbe, pero sobretodo —en un producto logrado— ofrece y potencia lo mejor de nuestra cultura, nuestra familia y nuestra personalidad. Es una de las espirales más virtuosas del alma humana.

jueves, 16 de diciembre de 2010

México vs. el resto del mundo

Se compite tanto en los anaqueles de las tiendas como en los escenarios deportivos. Hoy en día, el vino circunscribe la calidad al precio. Aunque sea muy difícil elaborar un producto óptimo para el paladar moderno sin la uva mimada, la selección minuciosa y las barricas nuevas —todos ellos costos que se reflejan finalmente en el valor comercial—, hay bodegas que parecen haber encontrado el hilo negro. Normalmente las botellas que cuestan menos de $150 son cosechas recientes con breve o ninguna crianza, que habría que descorchar jóvenes y vaciar en un decantador por lo menos un par de horas. Destacan algunas etiquetas argentinas, australianas, chilenas y españolas; las nacionales enfrentan una problemática singular en cuanto a su relación calidad-precio.
            El vino mexicano de categoría eclosionó apenas hace un par de décadas. Los años ochenta, con el ingreso de la nación al GATT, significó un aumento colosal de las importaciones: la competencia que platearon países con tradición más viva e industria más desarrollada terminó por hundir la reputación de los productores de aquellos años pero por otro lado fomentó la búsqueda de la calidad. Fue entonces cuando antiguas y nuevas casas importaron o prepararon enólogos, emprendedores nacionales fundaron sus bodegas, se comenzó a experimentar con nuevas cepas y el Valle de Guadalupe se redescubrió.
            En un esfuerzo que guarda más de una coincidencia con la aparición del “nuevo cine mexicano”, hacia el final del siglo pasado algunas etiquetas habían ganado el respeto —o la curiosidad, por lo menos— de nuestros enófilos: los vinos nativos sorprendían por su calidad, por su personalidad… y tenían precios razonables. El syrah de Casa Madero, el cabernet de Santo Tomás, los varietales de Monte Xanic, el Vino de Piedra y el Chateau Camou, entre otros, contendían con fortuna ante algunos vinos del viejo mundo. Baja California hizo ebullición, surgió el interés del consumidor y los precios se elevaron.
            Es posible que la lección francesa, bien aprendida y desarrollada por nuestros productores de tequila, haya influenciado a los vitivinicultores: el refinamiento y el exclusivismo ofrecen grandes dividendos. La cuestión es que el tequila auténtico no tiene competencia, el arte de los jimadores y de los maestros —muy por encima de algunos piratas europeos y chinos— es único. Por otro lado, los gobiernos y las cúpulas empresariales —prácticamente ausentes en el juego mexicano— han actuado su papel en otros ejemplos exitosos: ¿Alguien ha notado que en la televisión y el cine norteamericanos, a partir de los noventa, las escenas de carácter aspiracional o romántico están enmarcadas por el vino y no por el licor?
            La copa Riedel desplazó al “old fashion” y los antihéroes de la maravillosa cinta “Sideways” se sentaron en los lugares que en el teatro de los Óscares alguna vez ocuparon Richard Burton o Bogart. Los estadounidenses se educaron, potencializaron su consumo y prácticamente monopolizaron la crítica más influyente del vino. Aunque gocen de una geografía ideal, sigue siendo sorprendente para nosotros que algunos condados de California, Washington y Oregon compitan hoy, en términos generales —lo hacían ya en particulares desde los setenta—, con Italia y con España por la medalla de plata mundial.
            Los retos que enfrentan los compatriotas no son menores, sin embargo, en nuestro punto de vista, el buen vino mexicano no guarda una relación calidad-precio excelente. La fama del Petit Sirah y el Nebbiolo de LA Cetto, de algún malbec-merlot queretano, de las líneas económicas de Monte Xanic o Casa Madero no alcanzan para satisfacer el mercado dispuesto a pagar por una botella como máximo $200; tampoco los pequeños productores adquieren presencia suficiente.
            En México se hace muy buen vino, nadie tenga duda, la cuestión es que, en nuestra experiencia, últimamente el precio no es particularmente competitivo. Si el Único de Santo Tomás siguiera costando menos de $300 o $350, ganaría la partida a los líderes del ramo. Para disfrutar un vino bajacaliforniano excelente hay que desembolsar más de $400, para probar un gran vino mexicano se necesitan más de $500, $800 o $1,000 —sin considerar el precio en restaurante— y los países anotados arriba ofrecen año con año —sumados— un portafolio amplio de caldos magníficos dentro del rango de los 20 dólares.
            De cualquier forma, sugerimos que compre vino mexicano para estas fiestas. Si su cartera lo permite y tiene la suerte de encontrarlos, adquiera el malbec 2008 de Emevé, el Passion 2006 de Ojos Negros —y guárdelos, mínimo, para las navidades del 2016— o estrene sus copas de flauta con un Sala Vivé de supuestos 87 puntos Parker.
            Al arte no interesan condición ni nacionalidad, sin embargo, nuestra industria vitivinícola madurará sólo si consumimos sus productos y, por tanto, somos críticos ante lo que ella produce.

martes, 7 de diciembre de 2010

La retórica del futbol

Para Carlos y Jorge

Desde la cima de la literatura contemporánea se ha escrito de futbol. Poetas definitivos como Rafael Alberti (“Platko”) o Miguel Hernández (“Elegía al guardameta”); el flamante premio Nobel Mario Vargas Llosa (“La tía Julia y el escribidor”); plumas brillantes como el brasileño Vinicius de Moraes (“El ángel de las piernas tuertas”), Juan Villoro (“Dios es redondo”) o Eduardo Galeano (“El futbol a sol y sombra”) —entre muchos otros— han cantado las hazañas de los nuevos héroes. El deporte más popular del mundo tiene algo que encandila a los artistas, sobretodo en sus virtuosos.
            Además de las exquisiteces que algunos futbolistas superdotados han pincelado sobre el paño, el deporte ofrece motivos que superan a cualquier ficción en esteroides: El jugador más elegante de todos los tiempos, Zinedine Zidane, propinó —ante una provocación verbal— un furioso cabezazo a uno de los zagueros más violentos de la tradicionalmente defensiva Italia, Marco Materazzi, en la final del mundial de 2006… El que sufría usualmente las patadas se convirtió en agresor, el verdugo se transformó en víctima, los atributos del villano engañaron y poseyeron al semidiós que falló y quedó vencido, arrastrando en su debacle a todo su equipo y a todo su pueblo.
            En el verano de 2008, luego de que Luis Aragonés llevara a una generación extraordinaria de jugadores peninsulares al campeonato de la Eurocopa de Austria-Suiza —en donde la selección española avasalló a la gran mayoría de sus contrincantes—, Josep Guardiola, un antiguo centrocampista culé, se convirtió en el entrenador del Futbol Club Barcelona.
            Del equipo titular de Aragonés, sólo tres pertenecían al Barcelona de entonces: Puyol, Xavi Hernández e Iniesta. Guardiola estructuró su equipo con base en esta idea —discutiblemente— y alrededor de uno de los mejores futbolistas del mundo, Lionel Messi. La sinergia no pudo resultarles mejor: Liga, Copa de España, Champions —se convirtieron en el único equipo que juega en la liga de España y en el quinto europeo en ganar el anhelado triplete—, Supercopa de España, Supercopa de Europa y Mundial de Clubes —ninguno había conseguido sincrónicamente los 6 títulos oficiales antes—. Un año histórico.
            La selección española, ahora bajo la honesta sabiduría del madridista Vicente del Bosque —quien alineó a más barcelonistas en la final contra Holanda que de cualquier otro equipo—, ganó con todo merecimiento el Mundial de Sudáfrica. Por distintas circunstancias que no caben aquí, la mayoría de los aficionados culés no extrovierten los triunfos de España, sin embargo, en esta ocasión celebraron la victoria de un estilo tomado como propio.
            Algunos estarán cuestionando la pertinencia del futbol en los temas que atañen a esta columna: Como platicamos en la entrega más reciente, las vertientes del arte son muy amplias. En días en que el clásico español se esperaba equilibrado, el Barcelona metió 5 goles al Real Madrid. No es la cantidad lo que nos hace llamar la atención sobre ello, sino la magnitud estética que pueden alcanzar 11 hombres jugando a la pelota.
            Importa en menor medida quién es el artífice del estilo que ha ganado las copas apuntadas que la expresión en sí, que la perfección que ha rozado el grupo que hoy la ostenta. Una de las cualidades de la ejecución artística es hacer ver fácil lo difícil. El equipo de Guardiola, cuando está inspirado, genera en lo particular y en conjunto el sueño del futbol —y de Agamenón—: el de la eficacia que permite la retórica. Sin duda, el Barcelona del 29 de noviembre —como el que ya apuntaba contra el Bayern en los cuartos de final de la Champions de 2009— ha jugado el mejor futbol de la historia. 
             Lo firma, sin empacho y sin apuesta de por medio, un madridista de toda la vida.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Las vertientes del arte

Como decíamos en la entrega más reciente, el encanto misterioso e inefable del duende aparece pocas veces en las manifestaciones artísticas. Gracias a los sabios y generosos mecenas enológicos de esta columna, tuvimos oportunidad de degustar un par de vinos continentes de esa particular emoción estética. Algunos se preguntarán cómo es posible que la experiencia de los sentidos que participan primordialmente en el disfrute del vino —la vista, el olfato y el gusto— alcance para hacerla algo comparable con la de las canónicas Bellas Artes.
            La clasificación del arte es algo sumamente subjetivo: La taxonomía más clásica relega el contacto físico a la llamada artesanía y la anarquía actual incluye casi a cualquier expresión. Sin entrar en esta discusión ni en la de los elementos fisiológicos del goce estético, hablaremos de la tauromaquia, de la gastronomía, del flamenco (rostro particular de una música y una danza) y de la vitivinicultura como artes. Arropados por el espíritu de las recientes críticas a la Real Academia por parte de escritores como José Emilio Pacheco, Fernando Vallejo o Arturo Pérez Reverte y de un poco menos recientes como las de Gabriel García Márquez, añadiremos a la definición académica lo olfativo y lo sensible al paladar: “Manifestación de la actividad humana mediante la cual se expresa una visión personal y desinteresada que interpreta lo real o imaginado con recursos plásticos, lingüísticos o sonoros”.
            Una vez establecidos como artes por digresión y gravamen, celebraremos la inclusión como patrimonio inmaterial de la humanidad por parte de la Unesco de la gastronomía mexicana y del flamenco. La primera, tan ligada con el vino, emociona al alma sensible con su grandeza y complejidad y el segundo, más cercano al canon, confirma su trascendencia y singularidad. Por otro lado, aunque no necesitan justificación oficial, la tauromaquia y la enología suman bastantes reconocimientos (Príncipe de Asturias, medalla de las Bellas Artes, condecoraciones francesas) para reclamar su lugar como patrimonio humano.
            El dorado brillante y verdoso del Chante-Alouette 2004 sería suficiente para inscribirlo en el inventario de un hipotético museo. Este Hermitage de Chapoutier poseía todos los atributos de un gran vino blanco: intensidad, jovialidad, cuerpo, profundidad, largura… pero tenía más. Sus aromas a miel de castaña y el inédito centro de frescura —como una flecha abriendo ondas sonoras—, envuelto en una complejidad sólo asequible en una gran cosecha del norte rodanés, fueron los responsables de que el aire se cargara. Cuando intercambiábamos apreciaciones sobre el misterio consumido, la expresión toscana del merlot apareció.
            La bodega Petrolo ostenta como lema una frase de los Beatles: “Al final el amor que te llevas es igual al amor que generas”. Si uno accede a su web encuentra un video de Jimmy Hendrix fumando y entonando “All along the watchtower”. Su vino Galatrona es tan revolucionario y original en sus desenvolturas como auténtico y canónico en su jerarquía. Cautivaba la nariz en cada estimulante encuentro como si fuera de nuevo el primer aroma, a más de un alma apasionada le impulsaría soltar un puntapié a la silla contigua. Estructurado, redondo y larguísimo, el merlot italiano destapó, en términos flamenco-taurinos, el frasco de las esencias. En días en que la atención se vuelca en los conteos tipo “Top 100”, su personalidad fue aplastante; su esencia, una gota cargada de tormenta.
            La próxima semana exploraremos los límites de los conceptos estéticos: Hablaremos, muy a nuestro pesar, de una propuesta futbolística que ha rozado lo artístico y de algunos vinos que avasallan al “contrincante”.

viernes, 19 de noviembre de 2010

Juan Pablo Sánchez: una cosecha para guardar

El sábado pasado asistimos pues a la inauguración del Domo, ubicado dentro de las instalaciones de la Feria en esta ciudad de San Luis Potosí. Estaban anunciados Enrique Ponce, Sebastián Castella, Arturo Macías y Juan Pablo Sánchez, con toros de Arroyo Zarco: el cartel prometía y la plaza se llenó. Siempre hemos percibido que los cosos techados disponen de cierto ambiente “teatral” al espectáculo taurino; la barrera ambiental que genera, entre otras cosas, la luz artificial disminuye la intimidad o la sensación de participación a las que este público está acostumbrado, lo excluye, acentúa su calidad de “espectador”, lo cual hace menos inmediata la comunicación entre el artista y el respetable. Por otro lado, las ventajas ante el clima son evidentes.
            Como aficionados a los toros siempre hemos sido muy deficientes; aunque amamos la Fiesta y respetamos profundamente a todas las mujeres y a todos los hombres que se han puesto delante de un astado, nuestro interés y goce se ha ido limitando a la parte más artística de la tauromaquia. El milagro del arte —entendiéndolo como el instante de la emoción estética— aparece muy pocas veces en un ruedo, la mayoría de ellas solo en un detalle o un momento de inspiración. Los flamencos y los taurinos de cepa —entre ellos el poeta granadino Federico García Lorca— se refieren a este prodigio inefable con la palabra “duende”.
            Desde nuestro punto de vista, el sábado 13 de noviembre no brotó el duende. No fue porque los matadores hubieran ahorrado empeño, sino precisamente porque no dejaron de esforzarse —el arte llega solo en comunión, en distensión—. Aunque disfrutamos algunas pinceladas aquí y allá, lo relevante llegó en esta ocasión por vía de la técnica, la emoción fue más bien intelectual.
            Juan Pablo Sánchez tomó la alternativa en Nimes el pasado 18 de septiembre, no sumaba tres corridas de toros cuando hizo el paseíllo en el Domo. Triunfador del serial novilleril de las Ventas de Madrid apenas en agosto, heredero de una dinastía de toreros, el espada aguascalentense está en camino de convertirse en un maestro. En más de veinte años de ver corridas de toros, no habíamos presenciado un oficio tan correcto y tan formado en un diestro tan joven.            
            Los toreros “artistas”, en general, no se han caracterizado por poseer una técnica muy precisa, su ejecución danza sobre una base más intuitiva, más espontánea, más libre. Y, a su vez, los matadores que poseen una técnica depurada a menudo no sobresalen por su exquisitez o por su elegancia. Dentro de la excepción que significa el arte, subyace otra aún más excepcional: la que conjunta estas dos vertientes. No podemos decir que la hemos presenciado en más de un puñado de  ocasiones. Nos viene a la memoria una tarde húmeda en la Plaza México ante la genialidad de Morante de la Puebla, quien fue construyendo su faena sobre el zócalo de una lidia impecable a un toro que requería una muleta poderosa y terminó embrujándonos con la poesía rotunda de su mano izquierda.  
            Sobretodo la primera faena de Juan Pablo fue una clase para quien quiera aprender los fundamentos técnicos de la tauromaquia. Es muy difícil pronosticar si el duende llegará algún día —como en los vinos: quizás con la madurez—, sin embargo, ante tal despliegue de competencia y conocimiento, no dudamos que tiene herramientas suficientes para convertirse en figura.
            Sobre el muro de una bodega queretana reza la siguiente leyenda: “El vino es la única obra de arte que puede beberse”. Hace unos días tuvimos la oportunidad de degustar un par de vinos con duende. El próximo domingo conversaremos sobre ellos y sobre dos muy buenas noticias que nos trajo esta semana: el reconocimiento como patrimonio inmaterial de la humanidad, por parte de la UNESCO, del Flamenco y de la cocina tradicional mexicana.

sábado, 13 de noviembre de 2010

Magníficas infidelidades (II)

La garnacha o grenache es una variedad de la vid de origen español. Mezclada casi siempre en proporciones pequeñas con las variaciones regionales de tempranillo, hasta hace poco tiempo era difícil encontrar un vino ibérico hecho, completa o predominantemente, con esta uva.
            La mayoría de los viñedos más antiguos de España son de garnacha, sin embargo, junto con las catalanas Priorat y Montsant, la región en donde la vinificación varietal de esta fruta ha dado mejores resultados en la última década es bastante joven: la Denominación de Origen zaragozana Campo de Borja data de 1980 y sus bodegas con mayor reconocimiento internacional —aunque existe alguna fundada en siglo XVIII—  se establecieron a finales de los noventa y principios de este decenio.
            Con algunas excepciones como la del intrépido consumidor norteamericano o la del aficionado que se preocupa por ampliar sus horizontes, los bebedores de vino español dentro de su propio territorio y alrededor del mundo son en su mayoría tradicionalistas. Así como para el público de la canción española es complicado ungir a los nuevos intérpretes, los apegados a las etiquetas “de toda la vida” —sea por desconocimiento, por prestigio (del producto en sí o la que el consumidor pretende) o simplemente por costumbre— son reticentes a ordenar y adquirir botellas de marcas con menos raigambre.
            La Rioja, Jerez, la Ribera del Duero son demarcaciones que hace mucho tiempo dejaron de ser —si alguna vez lo fueron— garantía indiscutible de calidad: la elección del vino con base en un criterio regional es algo absolutamente anacrónico e ineficaz. Hoy en día, suelos como Jumilla, Valdeorras o Campo de Borja, con solo un puñado de bodegas, ofrecen proporcionalmente mucha más calidad que las denominaciones cardinales. El tema de las normas, menos estrictas en las zonas emergentes, también se ha vuelto razón de autoexilios por parte de los enólogos: el cánon de las variedades permitidas, los porcentajes y las crianzas restringe la libertad de estos autores, que han comenzado a declinar la contraetiqueta del consejo regulador a cambio de una mayor holgura creativa.
            Como podrán darse cuenta, la garnacha y este terruño aragonés nos tienen completamente embelesados. Platicamos hace unas semanas del Borsao Tres Picos, cuyo hallazgo nos impulsó a extender la experiencia saldubense. Dada su reducida oferta, nos acercamos a regiones que coinciden con Campo de Borja en más de una característica y probamos unas botellas de Calatayud, Jumilla y Yecla, todas muy buenas. Pero lo extraordinario llegó de la mano de otro soberbio vino zaragozano: Alto Moncayo 2006.
            Las primeras catas de este fenómeno nos fueron envalentonando a plantarlo en la mesa junto a dos muy serios Margaux 2005: D’Issan y Boyd-Cantenac, bastante superiores en precio. Como la juventud y la calidad de la cosecha de los burdeos sugería, los descorchamos y trasvasamos la noche anterior a su consumo… — ¿y por qué no?— hicimos lo propio con el Alto Moncayo. Luego de 16 horas en el decantador, el complejísimo aroma de casis, grosella, zarzamora, roble tostado, pimienta y regaliz saltaba de la copa. En boca, el tinto tenía gran estructura, cuerpo y potencia, era sabroso, confitado, con notas de café y chocolate. Largo, emocionante y sexy. Tan goloso como las mitades carnosas de un durazno.
            Su artista o su vino preferidos estarán siempre allí cuando apetezca volver a ellos, no van a molestarse si los deja guardados un rato. Recomendamos ampliamente que de vez en vez se suelte el pelo y corra el riesgo de probar algo distinto. En el arte y en el vino ser infiel tiene magníficos frutos.

viernes, 5 de noviembre de 2010

Magníficas infidelidades (I)

Joana Jiménez, así se llama la aurora de la canción española.
            Durante las primeras décadas del siglo pasado, el cuplé —o copla andaluza— encontró su madurez como expresión popular de una parte amplia de la población del centro y sur de España. De forma paralela a la canción ranchera mexicana, el género se convirtió en alma y memoria colectivas de un pueblo más o menos homogéneo. Expresión periférica en su génesis, considerada casi siempre como tonada “ligera”, la copla encontró su público y fue instalándose como reina discutible de lo “español”, así como el mariachi fue ocupando el tabernáculo de lo “mexicano”. El poder de lo genuinamente popular ha coqueteado —como siempre— con lo culto, con lo sagrado, con la política y con lo novedoso; no obstante, esta manifestación enraizó y ha permanecido en el gusto de la mayoría con pocos cambios.
            Los concursos de talento musical son muy antiguos. Recientemente —en su versión «reality»— han vuelto a ser protagonistas de los espacios televisivos en lo general y, en excepcionales ocasiones, cantera de artistas verdaderos. Si usted nos permite, daremos por ahora un muletazo al toro de las versiones nacionales y hablaremos de un concurso de la televisión regional de Andalucía: bajo el nombre de “Se llama copla”, el Canal Sur ha llevado a cabo una serie de competiciones con resultados de calidad y audiencia inéditos. Ante muy destacados intérpretes, la ganadora de la primera edición, en 2008, fue una sevillana con voz prístina y porte de top model que cantaba desde los cuatro años.
            En su camino por el título, Joana Jiménez no rehuyó las canciones más venerables de la tradición. Acuclillándose para impulsar su voz privilegiada, con autoridad de alma vieja, con templanza y potencia diáfanas, se abrió vereda entre la frondosidad de interpretaciones, hasta entonces, totales. Cantó con frescura rumbas grabadas por Lola Flores, se apropió con humildad de romances del gran Manolo Caracol, pisó con fuerza ante modelos fundacionales como Juanita Reina o Imperio Argentina, se plantó —lo decimos sin empacho— ante divas como la Pantoja o Rocío Jurado y trazó su línea con estrellas actuales como Niña Pastori o Concha Buika. En nuestra percepción, los himnos sentimentales de una buena parte del pueblo español han encontrado —entre tantos intentos— una dimensión de brisa y blasón en esta intérprete. Pero no sólo eso.
            Una noche maravillosa, mi Güelu me confesó su amor platónico por Marifé de Triana —otra antonomásica tonadillera que quedó absorta ante la versión de “María de la O” de nuestra musa— y el conflicto que suponía aquella “infidelidad” al flamenco recio y a la zarzuela, dos artes mayores en su cosmos artístico; al elegir un disco de Marifé antes que de Bernarda y Fernanda de Utrera, por ejemplo, mi abuelo sentía una suerte de “placer culpable”, cierta “vergüenza” por la “traición” a su propio gusto exquisito. Aunque Marifé cantó alguna vez por seguiriyas y entonó “La Revoltosa”, su discografía se compone casi sólo de copla. Nuestro entusiasmo no se atreverá, por el momento, a colocar a Joana Jiménez en el Olimpo de las cantaoras puras y duras; sin embargo, escuchar su saeta en la más reciente feria de Sevilla o su fandango en el teatro Lope de Vega —manotazo en el pecho incluido— nos otorga la paz del devoto.
            (¡Ah! y me olvidaba de decirles algo: La niña también baila…)
            De igual manera, es necesario darse una bofetada para salir del pasmo que produce acercar la nariz a la copa de cierto varietal aragonés. El próximo domingo conversaremos sobre cómo el Imperio de la Garnacha está generando divorcios entre las Denominaciones de Origen consagradas y sus fieles consumidores.

Un vistazo:
Final "Se llama copla", "María de la O", Marifé de Triana en el jurado
http://www.youtube.com/watch?v=H1_QmiK6bEc
Colofón a "Voz de fuego", fandango
http://www.youtube.com/watch?v=LqhnHSHJkN4

viernes, 29 de octubre de 2010

Versiones de una misma obra: los covers y las añadas (II)

Para don José Ángel Martínez Limón

El domingo pasado comentamos la versión original y dos covers de la canción “Don´t stop believing” de la banda californiana Journey y nos preguntábamos cuál, entre ellas, sería la mejor; hicimos una personal valoración y finalmente, atendiendo al tema de los vinos, nos entusiasmamos con platicarles sobre un clásico de la Rioja y las distintas añadas que tuvimos oportunidad de catar.
            R. López de Heredia es una bodega que ha conservado —por lo menos hasta el siglo pasado— procesos y formas centenarias. Ante la discutible globalización del estilo en los vinos, esta casa ha mantenido una personalidad atemporal, sin prestar atención a las influyentes voces que dan al término «tradicional» un sentido achacoso. Fundada por don Rafael López de Heredia y Landeta en 1877, la bodega produce tintos, blancos y rosados. Las mejores cosechas —sólo 22 de desde 1890, entre ellas 1973— descansan durante 16 años dentro del laberinto subterráneo de Haro antes de ser ofrecidas al mercado bajo la distinción de Gran Reserva. Muy pocos productores en el mundo —nos viene a la mente Vega Sicilia— pueden presumir el poner a la venta sus botellas perfectamente maduras, prestas para su goce pleno (para descorchar un gran vino de Burdeos, Borgoña o la Toscana, habrá que esperar 10, 15, 20 años…).
            Viña Tondonia es la estrella de López de Heredia. Sus versiones —añadas— son asombrosamente uniformes y consistentes. Son vinos elegantes; con vista, aroma, sabor y profundidad de espejo antiguo, de azogue lorquiano —el péndulo de las modas vinícolas ya osciló de nuevo a su favor—. El tinto Reserva 1998, que puede encontrarse hoy en las tiendas, es un vino redondo, suave, sutil… pero no es una “dama”: exhibe la virilidad que le aportan los aromas de talabarte, habano y tostado de las barricas —el cual realizan en sus propios talleres—. La cercanía de la cosecha con el siglo que vivimos no ha afectado en nada el carácter tradicional de su crianza. No es que el Gran Reserva 91 tuviera defectos notables: nos encontramos, sí, con las secuelas de una conservación deficiente que afectó el corcho y, probablemente, las cualidades del vino; sin embargo, resultó tener una substancia obstinada: sin ser infiel a las características apuntadas, fue una versión con más vigor, con más presencia frutal y un aroma a vainilla poco común y exquisito.
            Mención aparte merece la botella del tinto Viña Tondonia Gran Reserva 1973, año de nacimiento de quien escribe. Estaba en perfectas condiciones. Tanta redondez de la madera, del cuero y del tabaco —características anheladas tanto por los viticultores de aquella época como por los nuevos coleccionistas—, incluso el diabólico exotismo del cacao, nos hizo sentir nostalgia por nuestros abuelos, incondicionales de este estilo. El 73 conservaba su esplendor, pero el tiempo aportó una gracia y un refinamiento sólo comparable con los del sabio que supo adquirir, conservar y bien compartir esta botella. Es difícil describir el aroma de este vino, quizás sólo un arqueólogo o un anticuario guardarían en su memoria olfativa elementos pertinentes para hacerlo. Aristocrático y emocionante: extendía una invitación a pausar la vida.
            Podríamos concluir que las versiones, como las añadas, son siempre bienvenidas mientras guarden la esencia de lo original —en esto somos más helénicos que nietzscheanos: para quien no acepte el término diríamos «autenticidad»; en lo sucesivo, dejaremos a los escépticos la tarea de buscar las alternativas necesarias a los vocablos que no les acomoden: de la casa adelantamos «casualidad»—. Es cierto que en muchos casos las interpretaciones han superado a la obra primera: el destino —jejejé— de una canción a veces encuentra a su intérprete ideal muchos años después, atrae a nuevas audiencias y se apropia de espacios alternos. También es verdad que todos hemos experimentado versiones desastrosas de alguna creación, o verdaderos insultos a la memoria de tal o cual artista; en los viticultores emergentes muchas veces sucede al contrario: las primeras cosechas no alcanzan la calidad deseada. Los ejemplos que nos tocó usar en esta ocasión han sido tan afortunados para sus autores como para los intérpretes o descendientes.
            En fechas próximas asistiremos a un acontecimiento taurino —ojalá— trascendente para nuestra ciudad. Como antesala, el próximo domingo conversaremos sobre los resplandores del vino inédito y  la flamante voz de la copla española que han eclipsado a sus particulares vacas sagradas.

jueves, 28 de octubre de 2010

Versiones de una misma obra: los covers y las añadas (I)

Para Paulino Martínez

A finales de los ochenta, un servidor y sus camaradas adquirimos la vocación de asistir a cuanta fiesta de quince años se terciara en ciertos recintos de nuestra prístina ciudad. Luego de compartir un espeluznante tintorro —el de garrafa con tapa de aluminio— y departir con pasión sobre tópicos con más repliegues que el periódico de anteayer, nos aferrábamos a las hendiduras de la caja de una Combi de carga para hacer la travesía hasta el Hostal del Quijote o los términos del club de golf. Una vez allí, circulábamos sin pausa escuchando a Billy Idol bailar consigo mismo, veíamos el video asesino de The Buggles, sudábamos por Olivia Newton John o Jennifer Beals y nos reagrupábamos finalmente para observar —con cierta pelusa fraternal— al solitario colega que conseguía la hazaña de estrechar a la amiga menos frugal de la festejada, al ritmo cursi de Christopher Cross, Air Supply o Foreigner.
            El contraste entre el abrigo de la diacronía musical de mi entorno familiar y las sospechosas irradiaciones de los pinchadiscos del momento se rompió cuando alguno de ellos pulsó su aguja sobre el círculo de Journey. Para cualquier oído sensible —virgen, escéptico o dogmático— Steve Perry es un hallazgo. “Don´t stop believing” es la canción más popular de la historia: récords tan infaustos como los de Michael Jackson, tan impresionantes como los de The Beatles, tan indiscutibles como los de los Rolling o tan sorprendentes como los de The Eagles, sucumbieron recientemente ante varios fenómenos acumulados. La comunión aparentemente simple de su letra, el “crescendo” entusiasmado que trazó frontera con la sentina ochentera, cosechó auge y gloria inéditos veinte años después.
            El fulgor de “Don´t stop…” comenzó en 1981 con la voz de láser de Perry —la melena y la mejilla recurriendo al hombro, aljibe de la inspiración— y las coyunturas iluminadas de Cain y Schon. Luego de alcanzar la cumbre que garantiza el clásico instantáneo, la canción acechó por dos décadas a las emisoras musicales, acaparó los escenarios del karaoke y se convirtió en himno: muchos beisboleros aún la asocian al triunfo de los Medias Blancas de Chicago en 2005.
            En 2007 —luego de un cardiaco litigio entre Perry y Steve Chase— la producción televisiva con más calidad de todos los tiempos, “Los Soprano”, usó el tema para su enigmático capítulo final. En 2009, la serie “Glee” extendió la popularidad de la melodía, cuya cima expansiva llegó durante un show de Oprah Winfrey unos meses después. En esta emisión, un cantante de aspecto asiático y apellido latino, Arnel Pineda, terminó por cautivar a los rezagados… ¿Cuál versión es mejor?
            Tanto la interpretación de los integrantes de “Glee” como la de Pineda son versiones estilizadas, globales, respetuosas; no rehúyen al mito, son una expresión nueva para una generación nueva. Sin embargo, el video del Journey de principios de los ochenta tiene un sabor especial, quizá por las vivencias acumuladas al compás de esta maravillosa banda sonora o simplemente por nostalgia.
            La nostalgia es una emoción poderosa. Imaginen ustedes que hubiese sido posible envasar el aire que acariciaba las parras regadas por el río Ebro hace 37 años, destapar hoy el tarro y llenarse los pulmones con él. Espero que tengan la oportunidad de volver durante la semana a esta imagen y que el próximo domingo coincidamos de nuevo en este espacio para platicarles a qué huele y a qué sabe un arquetipo riojano cosecha 1973. 

Miguel Poveda, cantaor flamenco, y Borsao Tres Picos 2007, vino tinto español.

Para Paula y Maru

Por estos días culminó en Sevilla la XVI Bienal de Flamenco. Gracias a la magnífica oportunidad que nos ofrece la tecnología —aunque los archivos electrónicos volatilicen una parte sustancial de la experiencia en vivo—, pudimos seguir las actuaciones de los más selectos artistas del entorno flamenco actual. Abrió el festival Miguel Poveda, largo y atípico cantaor que, nacido payo[1] en Barcelona hace treinta y siete años, ha conseguido los premios más prestigiosos del cante a pesar de ser un autodidacta y un extraño al hábitat flamenco.
            Presentó en el meridiano septembrino, hacia los toriles de la Real Maestranza, “Historias de viva voz”, un ambicioso espectáculo de tres horas y ochenta artistas que hace un paseo por los más recientes cien años de la historia y geografía del arte jondo. Delante de una filarmónica, de un numeroso cuadro —incluso del sorprendente baile de una mujer con unos cien kilos bajo los holanes—, despojado de perchas poco genuinas —pelo y atuendo que portaría, por decir, un David Bisbal sobrio—, inflamando al respetable desde su inicial a capella, Poveda hizo gala de su conocimiento de los palos[2] clásicos, de la valiente condición física que gozan su sensibilidad y sus cuerdas vocales y de su ancha presencia escénica: Una gala que ocupará un sitio en las antologías.
            Viendo y escuchando a Poveda en Youtube, abrimos una botella de Borsao Tres Picos 2007: maridó excepcionalmente con su arte. Poco menos emotivo que el cantaor desde su primer cáliz, la garnacha[3] centenaria de este vino aragonés fue abriéndose de capa según Poveda iba ligando las evocaciones a Valderrama, a Caracol, a Mairena, a Camarón de la Isla y hasta a Gardel. La profundidad y holgura de Poveda, quien no se privó de bailar, crearon una exquisita analogía con la fruta intensa y el final largo y complejo de este tinto del Moncayo. Sin embargo, Miguel-Borsao es un cantaor-vino joven, hay que aguardarle: la seguiriya-grenache no puede ser tan rotunda —¿acaso la solera?— como en un Chocolate-Sine Qua Non[4].
            El espectáculo de Poveda no está desnudo de los artilugios propios de un pop star contemporáneo, pero su peso específico dista mucho de residir en ellos —finalmente equilibrio—. Así el de Campo de Borja que, sin renegar su vocación de vino moderno, absorbe esencia de cepas centenarias, sustenta su deslumbrante profundidad y una inédita dulcedumbre[5] conmovedora en la certeza tradicional del varietal y del roble francés. Moraíto, en el papel de la tonelería gala, aporta su guitarra al cuvée[6], donde confluyen los aromas de Esperanza Fernández y otros destacados artistas. Historia, presente y futuro, un afortunadísimo ensamblaje que deseamos tengan oportunidad de degustar.



[1] Payo: entre los gitanos, se nombra así a quien no pertenece a su raza.
[2] Palos: cada una de las variedades tradicionales del cante flamenco.
[3] Garnacha o grenache: variedad de uva.
[4] Chocolate: sobrenombre de Antonio Núñez Montoya, maestro jerezano del cante flamenco desaparecido en 2005. Sine Qua Non: bodega de vinos establecida en California en 1994, de las llamadas “de culto”, con producciones limitadísimas; es famoso por su gran calidad y por lo difícil que es conseguir una botella.
[5] Dulcedumbre: matiz dulce que puede apreciarse dentro del gusto mayoritariamente seco de un vino.
[6] Cuvée: mezcla de vinos elaborados por separado.