sábado, 13 de noviembre de 2010

Magníficas infidelidades (II)

La garnacha o grenache es una variedad de la vid de origen español. Mezclada casi siempre en proporciones pequeñas con las variaciones regionales de tempranillo, hasta hace poco tiempo era difícil encontrar un vino ibérico hecho, completa o predominantemente, con esta uva.
            La mayoría de los viñedos más antiguos de España son de garnacha, sin embargo, junto con las catalanas Priorat y Montsant, la región en donde la vinificación varietal de esta fruta ha dado mejores resultados en la última década es bastante joven: la Denominación de Origen zaragozana Campo de Borja data de 1980 y sus bodegas con mayor reconocimiento internacional —aunque existe alguna fundada en siglo XVIII—  se establecieron a finales de los noventa y principios de este decenio.
            Con algunas excepciones como la del intrépido consumidor norteamericano o la del aficionado que se preocupa por ampliar sus horizontes, los bebedores de vino español dentro de su propio territorio y alrededor del mundo son en su mayoría tradicionalistas. Así como para el público de la canción española es complicado ungir a los nuevos intérpretes, los apegados a las etiquetas “de toda la vida” —sea por desconocimiento, por prestigio (del producto en sí o la que el consumidor pretende) o simplemente por costumbre— son reticentes a ordenar y adquirir botellas de marcas con menos raigambre.
            La Rioja, Jerez, la Ribera del Duero son demarcaciones que hace mucho tiempo dejaron de ser —si alguna vez lo fueron— garantía indiscutible de calidad: la elección del vino con base en un criterio regional es algo absolutamente anacrónico e ineficaz. Hoy en día, suelos como Jumilla, Valdeorras o Campo de Borja, con solo un puñado de bodegas, ofrecen proporcionalmente mucha más calidad que las denominaciones cardinales. El tema de las normas, menos estrictas en las zonas emergentes, también se ha vuelto razón de autoexilios por parte de los enólogos: el cánon de las variedades permitidas, los porcentajes y las crianzas restringe la libertad de estos autores, que han comenzado a declinar la contraetiqueta del consejo regulador a cambio de una mayor holgura creativa.
            Como podrán darse cuenta, la garnacha y este terruño aragonés nos tienen completamente embelesados. Platicamos hace unas semanas del Borsao Tres Picos, cuyo hallazgo nos impulsó a extender la experiencia saldubense. Dada su reducida oferta, nos acercamos a regiones que coinciden con Campo de Borja en más de una característica y probamos unas botellas de Calatayud, Jumilla y Yecla, todas muy buenas. Pero lo extraordinario llegó de la mano de otro soberbio vino zaragozano: Alto Moncayo 2006.
            Las primeras catas de este fenómeno nos fueron envalentonando a plantarlo en la mesa junto a dos muy serios Margaux 2005: D’Issan y Boyd-Cantenac, bastante superiores en precio. Como la juventud y la calidad de la cosecha de los burdeos sugería, los descorchamos y trasvasamos la noche anterior a su consumo… — ¿y por qué no?— hicimos lo propio con el Alto Moncayo. Luego de 16 horas en el decantador, el complejísimo aroma de casis, grosella, zarzamora, roble tostado, pimienta y regaliz saltaba de la copa. En boca, el tinto tenía gran estructura, cuerpo y potencia, era sabroso, confitado, con notas de café y chocolate. Largo, emocionante y sexy. Tan goloso como las mitades carnosas de un durazno.
            Su artista o su vino preferidos estarán siempre allí cuando apetezca volver a ellos, no van a molestarse si los deja guardados un rato. Recomendamos ampliamente que de vez en vez se suelte el pelo y corra el riesgo de probar algo distinto. En el arte y en el vino ser infiel tiene magníficos frutos.

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