sábado, 19 de febrero de 2011

El cine: Los genios de nuestra generación (II)

Para Jimena, otra mente brillante de nuestro tiempo

Los directores han sido los verdaderos genios de la historia de este arte. Modernos leonardos, desempeñan a menudo la mayoría de los roles del quehacer fílmico. Realizadores como Chaplin y Orson Welles escribieron, dirigieron, protagonizaron, editaron, fotografiaron, produjeron, incluso llegaron a componer la música de sus creaciones.
            Dentro del periodo que nos ocupa ―aparte de los reseñados en la colaboración pasada, a quienes otorgaremos en conjunto el bronce―, los números uno y dos de este cuadro de honor también han ejercido de quintaesenciados mil usos: Los sumos directores de nuestros días, como dignos sucesores de los viejos dínamos, ocupan también el podio de los escritores.
            Haremos aquí una mención especial. Aunque no encajan en la sincronía propuesta, pensamos que los minnesotanos Ethan y Joel Cohen pertenecen eminentemente a esta generación, puesto que sus obras más notables aparecieron a partir de los noventa y porque el cine de nuestro tiempo ―incluso la cultura de nuestra época― no pueden entenderse sin sus soberbias creaciones.  
Considerándolos como un solo exponente, se hubieran quedado con el oro y la plata en las categorías de realizador y guionista. Basten los personajes, diálogos y acentos alucinantes; el personalísimo humor negro y la enigmática y profunda narrativa de Fargo (1996), The big Lebowski (1998), O brother, where are thou? (2000), No country for old men (2007) y True grit (2010) ―todas ellas dirigidas, escritas y producidas por ellos mismos― para dimensionar la excepcional obra de este par de lumbreras.
Si buscáramos un vino que tuviera sus cualidades, los hermanos Cohen sólo podrían ser un nuevo clásico, un tinto que aunara la trascendencia de un terruño inmemorial y la potencia, la tanicidad y la hondura de una inmejorable cosecha moderna: Chateau Pavie 2005.
   El jalisciense Guillermo del Toro (1964) ha obtenido el segundo lugar entre los directores y el tercero entre los escritores. Aunque ha intercalado su cine más personal con encargos de típica factura hollywoodense ―no por ello aliviados de su estética coleóptera y mística―, quizás su mérito sobresale entre los demás por los retos que le planteó su extracción en un mundo en que los espacios para latinos no abundaban a mediados de los noventa.
Cronos (1993), Mimic (1997) y El espinazo del diablo (2001) anunciaron el trabajo que le ganó su lugar en esta lista: Una película poderosa y redonda, impregnada de su estilo indomable, cercana a la perfección. El laberinto del fauno (2006) es una exquisita obra de arte; la polilla que ha destruido el capullo de los cuentos de hadas; un mítico estremecimiento; una elegía íntima, elegante, emocional, humana. Este artista nos hace pensar en una botella que aún no existe: Como cualquier genio que se precie, se ha adelantado a su tiempo. Del Toro es la crisálida del vino mexicano, uno que mañana levantará su vuelo indiscutible y triunfará en todos los entornos.
Para completar los podios de las dos primeras categorías, conversaremos el próximo domingo sobre el par de creadores que merecieron los oros: l’enfant terrible del cine californiano ―y sus secuaces― y un hombre cuya genialidad se ha saltado las trancas tanto de nuestra muestra como del canon narrativo.

sábado, 12 de febrero de 2011

El cine: Los genios de nuestra generación (I)

Entre todas las artes, quizá la creación cinematográfica y la música son las que más permean en la sociedad contemporánea. Los consumidores de cine en México superan por mucho a los de literatura, danza, teatro y a los visitantes de museos o exposiciones.
Nuestro país ocupa el quinto lugar mundial en asistencia, que por habitante es casi de 2 veces al año; se venden cerca de 200 millones de boletos en alrededor de 5000 salas. A esto habrá que sumar la proyección doméstica ―legal o no― y la oferta por televisión.
Podemos pensar que el mexicano ve, en un cálculo conservador, al menos 12 o 15 películas en un año. Durante el mismo periodo consumimos 3 libros, 2 terceras partes de ellos en el ámbito escolar, es decir, leemos por gusto sólo un volumen cada doce meses mientras que comemos palomitas más de una vez al mes.
            En el cine participan la mayoría de las disciplinas artísticas, primordialmente la fotografía, la literatura, el teatro y la música. Aparte de sus constituyentes, hoy en día es tan amplia la gama del Séptimo Arte que en sus historias, en sus temas, podemos encontrar todas las manifestaciones humanas. Un cinéfilo mínimamente diverso puede obtener una visión bastante ancha del mundo.
            ¿Quién es el mejor director, escritor y actor de nuestro tiempo? Como en todas las artes, como en los vinos, el único criterio posible para elegir los principales es el gusto personal. Sin embargo, con el propósito de enriquecer nuestro punto de vista, solicitamos recientemente su opinión a varios expertos y sus apreciaciones fueron muy valiosas para escalonar las coincidencias.
Así pues, la particular selección que hemos hecho en esta ocasión se compone de nuestros favoritos, los que nos han cautivado dentro de un estilo más o menos determinado y unas fronteras más bien estrechas, esperamos que este podio se dignifique con la valoración de usted, caro lector. Con la intención de acotar la nómina a los últimos 30 o 35 años, consideramos sólo artistas nacidos alrededor de 1960 o más jóvenes.
No implicamos con esto que genios en activo como Spielberg, Lucas, Scorsese, Coppola, Woody Allen, Lynch, Burton, Herzog, Wenders, Almodóvar, Saura, Bertolucci, Godard, Kar Wai Wong, Jodorowsky, Szabó, Pacino, DeNiro, Hopkins, Walken, Malkovich, Bridges, Depardieu, Streep, Mirren, Dench, etc., no conciernen a nuestra generación sino que pertenecen ya a todos los tiempos. Son como un Premier Cru, un Vega Sicilia o un Biondi Santi (un Mondavi en el caso de los 2 primeros): Clásicos indiscutibles.
Entre los candidatos a la categoría de director surgieron Peter Jackson (The Lord of the Rings), Christopher Nolan (Memento), David Fincher (Seven), los hermanos Wachowski (Matrix) y Michel Gondry (Eternal sunshine of the spotless mind). Finalmente contemplamos entre los 6 finalistas a Darren Aronofsky (Brooklyn, 1969), quien estuvo muy cerca de hacerse con el bronce, a Paul Thomas Anderson (California, 1970) y a Tom Tykwer (Alemania, 1965). De estilos no muy lejanos, por lo menos en sus cintas de los noventa, estos 3 magníficos realizadores han compartido técnicas y contenidos.
Máximos exponentes de una reminiscencia hitchcockiana, el “montaje hip hop” ―una afortunada estrategia de edición que consiste en precipitar tomas muy breves y efectos de sonido para sugerir un estado de conciencia, las consecuencias de una peripecia o una acción reiterada―, dirigieron y también escribieron ―lo cual pesa mucho en nuestra estimación― en igual orden, Requiem for a dream (2000), Boogie nights (1997) y Lola rennt (1998).
Ya en este siglo Aronofsky se encargó de la dirección The wrestler (2008), Thomas Anderson escribió y dirigió There will be blood (2007) y Tykwer adaptó y realizó Perfume (2006). Se nos antoja comparar a esta tercia de autores con un tinto moderno de gran calidad como el Don Melchor, cuya sorpresa a finales del siglo pasado se convirtió en madurez y constancia a través de los años.
El próximo domingo presentaremos el podio de directores y de escritores, si usted nos permite seguiremos con la lúdica analogía vinícola y, finalmente, culminaremos en una entrega más con la polémica elección de los actores.

jueves, 3 de febrero de 2011

La danza de los condenados

Dedicado a José Montilla y a Artur Mas

Julián López es tan torero que no le falta la cicatriz en el espejo. A los cuatro años ya se pasaba becerros por la cintura y a los catorce tuvo que venir a nuestro país para iniciar su carrera profesional. Aquella tarde de su debut con caballos, el niño confirmó una premonición colectiva.
            Un viejo que sorteaba al equinoccio mexiquense con su sombrero de jipijapa, que no rumiaba ni de la corbata ni de los entontecidos vecinos de localidad, sin descruzar los brazos sentenció: “Este condenado sí va a comer de esto”. Luego de los mismos inviernos que contaba ese marzo de 1997, es decir, casi una vida después, el Juli materializó aquel presentimiento compartido.
            La faena a “Guapetón” del domingo pasado en la Plaza México no es la primera con que el madrileño ha honrado el vaticinio del curtido silverista: Salió a hombros ya, entre muchas otras plazas, con rumbo a Insurgentes —la mañana siguiente al indulto a “Feligrés”, el chaval tocaba palmas en la recepción del hotel y canturreaba por bulerías sus sueños cumplidos la tarde anterior—, por la Puerta Grande de las Ventas, por la de los Príncipes, todas en repetidas ocasiones y es dueño de una ganadería. Pero el hito más reciente sin duda redondea la obra —parcial— de un artista innato.
            Hemos escrito aquí sobre el milagro de la conjunción de la técnica y la inspiración, recientemente sobre el talento y lo sublime; el matador de toros español más joven de la historia nos mueve además a hablar sobre la maestría y la cadencia, madre de la poesía y, por tanto, de todas las artes. Su toreo más personal se ha ido desvelando sobre todo por estas vertientes, es un creador que nunca ha dejado de evolucionar, sin embargo, no aparenta aún haber (re)conquistado su cima: Lo más puro de la expresión se manifiesta en el extremo más lozano y en el más maduro de una trayectoria artística.
            El concierto comenzó, luego de un trasteo eminentemente poderoso, con un quite al quinto de la tarde: La comprometida combinación de chicuelinas —cargando la suerte— y tafalleras fluyó nítida y fue rematada con una media verónica sevillana que volcó los recuerdos del presagio nombrado. El compás flamenco que el Juli ensayaba más joven en los ratos transeúntes se aunó a la prestancia estética que heredó también su hermana Manuela —bailaora profesional—: La intervención fue una danza a la que el toro de Xajay ensambló su propia sinfonía.
            La faena de muleta al de regalo fue una cátedra y una quimera: Seis pases por alto sin mover las zapatillas, a cada uno mayor eco en una plaza ya entregada, sellaron los carteles que se colgarán en los sueños de los que estuvieron presentes. El Juli enamoró a los aficionados más observadores con sus toques de muleta precisos y sutiles —patrimonio de unos cuantos expertos—, con su temple prodigioso, con el juego escrupuloso de sus codos y sus muñecas y al auditorio masivo con la armonía de su naturalidad, con su comunicación carismática.
            El escenario y el público redimensionan cualquier empresa: tanto una actuación como un sacrificio. El ejercicio taurino, para trascender dentro de su ámbito, requiere del gran marco. Sólo la experiencia que dan casi tres mil toros lidiados ofrece la serenidad de sacudir la muleta como un plumero a media faena (cosa que, vista de otra óptica, ensucia la obra) pero también la de lidiar con la sorpresa ante sí mismo.
            El Juli con “Guapetón” —condenado por su dulzura a las exequias gloriosas— parecía estar siguiendo una coreografía ensayada, incluso en sus bregas camperas con capote y muleta para colocar al toro en los medios. La suavidad con la que ejecutó las tandas, el aplomo y desparpajo con que administró las pausas, la inteligencia en la lidia, la creatividad desbordada, los detalles inspirados… pero cardinalmente lo que parecía lentitud —porque era cadencia— hicieron saltar a muchos en el tendido y en el callejón.
            Julián López ha absorbido todas las tauromaquias, es depositario de todo el conocimiento, la tradición y la expresión de la historia del toreo. Lo maravilloso es que casi siempre supera sus propias expectativas, las del gran público e incluso las de algún novelesco aficionado texcocano.