jueves, 3 de febrero de 2011

La danza de los condenados

Dedicado a José Montilla y a Artur Mas

Julián López es tan torero que no le falta la cicatriz en el espejo. A los cuatro años ya se pasaba becerros por la cintura y a los catorce tuvo que venir a nuestro país para iniciar su carrera profesional. Aquella tarde de su debut con caballos, el niño confirmó una premonición colectiva.
            Un viejo que sorteaba al equinoccio mexiquense con su sombrero de jipijapa, que no rumiaba ni de la corbata ni de los entontecidos vecinos de localidad, sin descruzar los brazos sentenció: “Este condenado sí va a comer de esto”. Luego de los mismos inviernos que contaba ese marzo de 1997, es decir, casi una vida después, el Juli materializó aquel presentimiento compartido.
            La faena a “Guapetón” del domingo pasado en la Plaza México no es la primera con que el madrileño ha honrado el vaticinio del curtido silverista: Salió a hombros ya, entre muchas otras plazas, con rumbo a Insurgentes —la mañana siguiente al indulto a “Feligrés”, el chaval tocaba palmas en la recepción del hotel y canturreaba por bulerías sus sueños cumplidos la tarde anterior—, por la Puerta Grande de las Ventas, por la de los Príncipes, todas en repetidas ocasiones y es dueño de una ganadería. Pero el hito más reciente sin duda redondea la obra —parcial— de un artista innato.
            Hemos escrito aquí sobre el milagro de la conjunción de la técnica y la inspiración, recientemente sobre el talento y lo sublime; el matador de toros español más joven de la historia nos mueve además a hablar sobre la maestría y la cadencia, madre de la poesía y, por tanto, de todas las artes. Su toreo más personal se ha ido desvelando sobre todo por estas vertientes, es un creador que nunca ha dejado de evolucionar, sin embargo, no aparenta aún haber (re)conquistado su cima: Lo más puro de la expresión se manifiesta en el extremo más lozano y en el más maduro de una trayectoria artística.
            El concierto comenzó, luego de un trasteo eminentemente poderoso, con un quite al quinto de la tarde: La comprometida combinación de chicuelinas —cargando la suerte— y tafalleras fluyó nítida y fue rematada con una media verónica sevillana que volcó los recuerdos del presagio nombrado. El compás flamenco que el Juli ensayaba más joven en los ratos transeúntes se aunó a la prestancia estética que heredó también su hermana Manuela —bailaora profesional—: La intervención fue una danza a la que el toro de Xajay ensambló su propia sinfonía.
            La faena de muleta al de regalo fue una cátedra y una quimera: Seis pases por alto sin mover las zapatillas, a cada uno mayor eco en una plaza ya entregada, sellaron los carteles que se colgarán en los sueños de los que estuvieron presentes. El Juli enamoró a los aficionados más observadores con sus toques de muleta precisos y sutiles —patrimonio de unos cuantos expertos—, con su temple prodigioso, con el juego escrupuloso de sus codos y sus muñecas y al auditorio masivo con la armonía de su naturalidad, con su comunicación carismática.
            El escenario y el público redimensionan cualquier empresa: tanto una actuación como un sacrificio. El ejercicio taurino, para trascender dentro de su ámbito, requiere del gran marco. Sólo la experiencia que dan casi tres mil toros lidiados ofrece la serenidad de sacudir la muleta como un plumero a media faena (cosa que, vista de otra óptica, ensucia la obra) pero también la de lidiar con la sorpresa ante sí mismo.
            El Juli con “Guapetón” —condenado por su dulzura a las exequias gloriosas— parecía estar siguiendo una coreografía ensayada, incluso en sus bregas camperas con capote y muleta para colocar al toro en los medios. La suavidad con la que ejecutó las tandas, el aplomo y desparpajo con que administró las pausas, la inteligencia en la lidia, la creatividad desbordada, los detalles inspirados… pero cardinalmente lo que parecía lentitud —porque era cadencia— hicieron saltar a muchos en el tendido y en el callejón.
            Julián López ha absorbido todas las tauromaquias, es depositario de todo el conocimiento, la tradición y la expresión de la historia del toreo. Lo maravilloso es que casi siempre supera sus propias expectativas, las del gran público e incluso las de algún novelesco aficionado texcocano.

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