jueves, 16 de diciembre de 2010

México vs. el resto del mundo

Se compite tanto en los anaqueles de las tiendas como en los escenarios deportivos. Hoy en día, el vino circunscribe la calidad al precio. Aunque sea muy difícil elaborar un producto óptimo para el paladar moderno sin la uva mimada, la selección minuciosa y las barricas nuevas —todos ellos costos que se reflejan finalmente en el valor comercial—, hay bodegas que parecen haber encontrado el hilo negro. Normalmente las botellas que cuestan menos de $150 son cosechas recientes con breve o ninguna crianza, que habría que descorchar jóvenes y vaciar en un decantador por lo menos un par de horas. Destacan algunas etiquetas argentinas, australianas, chilenas y españolas; las nacionales enfrentan una problemática singular en cuanto a su relación calidad-precio.
            El vino mexicano de categoría eclosionó apenas hace un par de décadas. Los años ochenta, con el ingreso de la nación al GATT, significó un aumento colosal de las importaciones: la competencia que platearon países con tradición más viva e industria más desarrollada terminó por hundir la reputación de los productores de aquellos años pero por otro lado fomentó la búsqueda de la calidad. Fue entonces cuando antiguas y nuevas casas importaron o prepararon enólogos, emprendedores nacionales fundaron sus bodegas, se comenzó a experimentar con nuevas cepas y el Valle de Guadalupe se redescubrió.
            En un esfuerzo que guarda más de una coincidencia con la aparición del “nuevo cine mexicano”, hacia el final del siglo pasado algunas etiquetas habían ganado el respeto —o la curiosidad, por lo menos— de nuestros enófilos: los vinos nativos sorprendían por su calidad, por su personalidad… y tenían precios razonables. El syrah de Casa Madero, el cabernet de Santo Tomás, los varietales de Monte Xanic, el Vino de Piedra y el Chateau Camou, entre otros, contendían con fortuna ante algunos vinos del viejo mundo. Baja California hizo ebullición, surgió el interés del consumidor y los precios se elevaron.
            Es posible que la lección francesa, bien aprendida y desarrollada por nuestros productores de tequila, haya influenciado a los vitivinicultores: el refinamiento y el exclusivismo ofrecen grandes dividendos. La cuestión es que el tequila auténtico no tiene competencia, el arte de los jimadores y de los maestros —muy por encima de algunos piratas europeos y chinos— es único. Por otro lado, los gobiernos y las cúpulas empresariales —prácticamente ausentes en el juego mexicano— han actuado su papel en otros ejemplos exitosos: ¿Alguien ha notado que en la televisión y el cine norteamericanos, a partir de los noventa, las escenas de carácter aspiracional o romántico están enmarcadas por el vino y no por el licor?
            La copa Riedel desplazó al “old fashion” y los antihéroes de la maravillosa cinta “Sideways” se sentaron en los lugares que en el teatro de los Óscares alguna vez ocuparon Richard Burton o Bogart. Los estadounidenses se educaron, potencializaron su consumo y prácticamente monopolizaron la crítica más influyente del vino. Aunque gocen de una geografía ideal, sigue siendo sorprendente para nosotros que algunos condados de California, Washington y Oregon compitan hoy, en términos generales —lo hacían ya en particulares desde los setenta—, con Italia y con España por la medalla de plata mundial.
            Los retos que enfrentan los compatriotas no son menores, sin embargo, en nuestro punto de vista, el buen vino mexicano no guarda una relación calidad-precio excelente. La fama del Petit Sirah y el Nebbiolo de LA Cetto, de algún malbec-merlot queretano, de las líneas económicas de Monte Xanic o Casa Madero no alcanzan para satisfacer el mercado dispuesto a pagar por una botella como máximo $200; tampoco los pequeños productores adquieren presencia suficiente.
            En México se hace muy buen vino, nadie tenga duda, la cuestión es que, en nuestra experiencia, últimamente el precio no es particularmente competitivo. Si el Único de Santo Tomás siguiera costando menos de $300 o $350, ganaría la partida a los líderes del ramo. Para disfrutar un vino bajacaliforniano excelente hay que desembolsar más de $400, para probar un gran vino mexicano se necesitan más de $500, $800 o $1,000 —sin considerar el precio en restaurante— y los países anotados arriba ofrecen año con año —sumados— un portafolio amplio de caldos magníficos dentro del rango de los 20 dólares.
            De cualquier forma, sugerimos que compre vino mexicano para estas fiestas. Si su cartera lo permite y tiene la suerte de encontrarlos, adquiera el malbec 2008 de Emevé, el Passion 2006 de Ojos Negros —y guárdelos, mínimo, para las navidades del 2016— o estrene sus copas de flauta con un Sala Vivé de supuestos 87 puntos Parker.
            Al arte no interesan condición ni nacionalidad, sin embargo, nuestra industria vitivinícola madurará sólo si consumimos sus productos y, por tanto, somos críticos ante lo que ella produce.

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