miércoles, 8 de junio de 2011

"La música callada"

En un boletín taurino madrileño de 1886, ya se desconfiaba de la máxima: “Toro de cinco, torero de veinticinco”. Desde nuestro punto de vista, cercano al del redactor decimonónico de “El enano”, es más lúcido el refrán que reza: “Los buenos toreros, como los buenos vinos, mientras más viejos más finos”. Los diestros, en especial los de expresión estética acentuada, van madurando su arte a través de los años, van ganando en complejidad.
            Un vino complejo no es −particularmente− el que cuesta entender, sino el que ofrece una amplia gama de sensaciones. No se cansa uno nunca de probarlo. Es una propiedad que puede encontrarse sólo en las grandes botellas: se percibe desde que está en la barrica, mas florece cuando ha alcanzado su plenitud, una vez que el tiempo ha amalgamado todas sus virtudes.
            Así los artistas de la tauromaquia, en quienes puede atisbarse este sello cuando dan sus primeros trazos, pero va desvelándose según se despojan de lo accesorio en beneficio de lo esencial. Tuvimos la fortuna de presenciar, en septiembre de 1999, una corrida en la Guadalajara castellana: Antoñete, Curro Romero y Frascuelo. Doscientos años de edad juntaban entonces los alternantes y aquella tarde llena de duende sigue siendo un hito en nuestra memoria taurina.
            El sábado pasado asistimos a un festival en el que la mayoría de los participantes rebasaba los 35 o 40 abriles. En el cortijo soledense “El Caballo Bayo”, ante nobles novillos de Manolo Martínez, actuaron Ricardo Rocha, Carlos Alberto Barbosa, Ricardo García Rojas, Alejandro Peláez, Edgardo Elorduy, Manolo Becerra y Guillermo Rivero. Con excepción del más joven del cartel, Ricardo Rocha, “el Fraile” −que derrochó voluntad y valor a pesar de su corta experiencia−, todos dejaron constancia de la madurez que han adquirido a través de décadas de soñar el toreo.
            Percibimos a un Barbosa muy por encima del astado, su oficio de matador de toros encontró poco eco en los tendidos, a pesar de haber tenido momentos brillantes. Edgardo Elorduy pegó un par de pases magníficos, especialmente uno del desdén, que arrancó a los cabales un ¡olé! de cante grande e intentó un descabello que nos hizo recordar al vallisoletano Roberto Domínguez. Manolo Becerra se enfrentó al menos potable del encierro, sin embargo, consiguió ayudados suaves y personales. Guillermo Rivero hizo una faena muy completa, con derechazos largos y templados, con remates generosos y aderezos emotivos.
            Ricardo García Rojas nos recordó lo que es la afición. Y que la magia del sentimiento repercute de inmediato en quien la observa: el arte en su sentido más amplio es, ante todo, comunicación, transmisión. Desde que se abrió de capa, el torero potosino proyectó la pasión que siente por la Fiesta: aprovechando la mayor presteza del socio que le correspondió, sus lances fueron conmovedores puesto que él estaba encendido, sus muletazos y adornos arrebataron al espectador porque venían desde la emoción genuina. Su rostro reflejaba la felicidad intensa de estar haciendo lo que más se quiere y, por ello, impuso una espontánea sonrisa en todos los presentes.
            Alejandro Peláez tuvo que hacer frente a la monumental displicencia de un animal blando y apocado. Ante la nula acústica del novillo, el esteta compuso una sinfonía interna de tersa plasticidad. No encontró la inmediata respuesta del público, fue una faena escondida en el silencio de lo íntimo, una copla para masticar. Toreó de salón al compás hondo de una guitarra que retumbaba en su alma vieja, al látigo de un corazón palpitando por bulerías.
            “Música callada” dijeron San Juan de la Cruz, Calderón y Mompou, finalmente Bergamín: “El arte mágico y prodigioso de torear tiene también su música (por dentro y por fuera) y es lo mejor que tiene. Música para los ojos del alma y para el oído del corazón; que es el tercer oído del que nos habló Nietzche: el que escucha las armonías superiores”. La evolución de Alejandro ha sido tanto la “soledad sonora” del poeta como la soledad de la botella en la cava: el aroma profundo de su arte, su paladar exquisito, pero sobre todo el retrogusto que deja en la memoria de quien lo cata, han alcanzado el esplendor que sólo aporta la complejidad.

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