viernes, 8 de julio de 2011

Los caciques y los niños

A menudo, el mundo del vino es intimidante. Con el arte pasa igual. Los “puristas” siempre intentan canonizar, clasificar y dictaminar, todo lo que es sitiado por ellos es susceptible de impregnarse de ese tufo elitista y laberíntico que muchas veces acompaña al conocimiento más técnico.
            La gente que comienza a interesarse por el vino se topa con cientos de supuestas reglas, de calculadas prácticas, de sensaciones dictadas, de sentenciados maridajes. Los que se acercan al arte también se enfrentan con el recelo de los que piensan que su mayor instrucción los hace dueños de sus manifestaciones.
            Una tarde, compartíamos una breve sobremesa en un restaurante cercano a la plaza de toros México con un vehemente grupo de profesionales taurinos; durante la pequeña caminata hacia el coso, un buen amigo, el único de la cuadrilla que asistía por tercera o cuarta vez al espectáculo, se acercó a nosotros un tanto angustiado por estar a la altura con las aclamaciones y los comentarios durante el festejo: quería saber cómo se lograba conocer de toros, cómo se dejaba la vergonzosa condición de villamelón. Uno de los diestros lo escuchó, lo tomó del brazo y le dijo: “Mira primo, de toros no saben mas que las vacas. No vale saber, vale sentir”.
            Al vino y al arte habría que arrimarse como los niños se acercan a un dulce desconocido o a una palabra nueva: con ánimo cándido y juguetón, con los sentidos bien despiertos y sin prejuicios. También habría que desprenderse un poco de lo establecido, alimentar un estilo personal, madurar un método original de cata, de contemplación y de opinión.
            Otra noche, al caer la tercera llamada de una gala flamenca en nuestro Teatro de la Paz, observamos cómo una mujer con aire de gitana, saltando rodillas, jalaba del brazo a su ruborizado acompañante buscando un par de asientos libres en las primeras filas, próximos al escenario. Una vez instalados, ante el gesto incómodo del hombre que se acomodaba la corbata y se secaba la frente con un pañuelo, la dama espetó, frotándose las manos: “Es que al flamenco hay que olerlo”.
            Es cierto que la sensibilidad se aguza con la experiencia, con la ilustración. Si parte de la libertad y de la pasión, el saber profundiza el goce del alma perceptiva. Sólo la memoria, la asimilación, la capacidad de sorprendernos, la correlación honesta y la humildad pueden ampliar nuestros horizontes, afinar nuestro paladar y ahondar nuestro deleite.
            Decía el premio Nobel onubense Juan Ramón Jiménez que no es necesario que el niño comprenda todo: “Basta que se tome del sentimiento profundo, que se contagie del acento […] La naturaleza no sabe ocultar nada al niño; él tomará de ella lo que le convenga, lo que comprenda. Pues lo mismo la poesía”.

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