Entre los andaluces, los flamencos y
los taurinos es común usar la palabra «arte» para referirse también a la
personalidad. Un «tío con musho arte»
es alguien simpático, quizás pícaro, ingenioso u original. Un vino con arte
sería ―en este sentido― uno singular, con cualidades destacables y distintivas.
Al catar una copa, lo deseable es que el caldo reúna las características propias
de su terruño y de la uva o uvas que lo componen, pero también que, dentro de
este perfil, posea un estilo personal.
Gracias
a la generosa invitación de una persona muy cercana a nosotros, a quien nos
referiremos como “el Español”, tuvimos la oportunidad de visitar el estado de
California. Allí asistimos a una cata de vinos de Napa. En un amplio salón
estaban dispuestas unas 10 mesas; en cada una de ellas, el propietario o
viticultor de la bodega ofrecía una prueba de sus nuevos lanzamientos e
intercambiaba apreciaciones con los asistentes.
Catamos
muy buenos chardonnays, sauvignon blancs, merlots y pinots, no obstante, el cabernet
―o “cab”, como le llaman los norteamericanos― reina en esas latitudes. Entre
las 12 etiquetas que degustamos de este varietal destacaron el Howell Mountain
de Robert Craig 2007, un tinto elegante y poderoso a la vez; el Hall 2008, con
mucho casis y regaliz; el Ladera Howell Mountain 2007, de notas florales; el
Silverado Solo 2007, también refinado y muscular y finalmente el Chappellet
Pritchard Hill 2007, que suponemos no dista mucho de su legendario antecesor
1969, con una nariz muy floral, casi de pinot noir.
Aunque
en esta cata de gemas de Napa los vinos se sirvieron recién descorchados y a
una temperatura ambiente que superaba los 20 grados ―en todos lados se cuecen
habas―, encontramos que las botellas reseñadas poseían tanto el terruño bien
definido como un carácter propio: todos eran vinos de gran cuerpo, tanicidad y
concentración; aunque los hermanaban sus propiedades más evidentes, probar cada
uno de ellos era toda una vivencia.
La
degustación fue una experiencia inolvidable, sin embargo, la guinda del periplo
la puso la indomable personalidad de nuestro querido bienhechor: llegamos a un bar ―gracias al siempre exquisito gusto y la entrañable compañía de nuestro amigo Lake & Palmer― que presumía una colección de más de 150 whiskys, whiskeys, bourbons (no había Etiqueta Roja ni
similares) y cervezas artesanales (entre ellas una orgánica de Napa que sabía más
a uva que a cebada, maravillosa). El personaje menos estrafalario de esta
taberna reminiscente de la era de la prohibición era un temerario rastafari que
estaba resuelto a emborracharse: igual vaciaba cocteles de ron que
vasos de cerveza y güisquis con un golpe de su mano cubierta de tatuajes. Ante
tal concurrencia, el Español decidió que había que coger tono y sitio: ordenó
un Macallan Douglas Laing’s Premier Barrel Selection Port Ellen 1983 de 90
dólares la copa que nos estableció en el extremo más coqueto de la barra.
La
noche en el Thirsty Crow transcurrió
entre carcajadas, maltas sobrenaturales, insólitas conversaciones y bizarros
espectáculos… finalmente, el barman anunció el cierre y ante el silencio
repentino, el Español ―¡vaya arte!― decidió arrancarse a capela por bulerías
con su voz de gitano viejo y un compás que hubiera firmado el mismísimo Camarón
de la Isla. A pesar de ser las dos de la mañana del martes, la tasca permanecía
colmada: nuestras pintorescas vecinas del norte, siempre ávidas de lo genuino,
formaron poco a poco un círculo alrededor de nuestro personaje, como hipnotizadas. Un par de ellas pronto solicitó palmas y más cante
para marcarse una sevillana ―muy a su aire― y declarar la inaudita juerga
flamenca.
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