El
diecinueve de noviembre es el aniversario de la muerte de mi hermano Luis
Miguel. Es un día en el que siempre amanezco llorando. Esta vez fue diferente:
desperté muy emocionado, pero sin lágrimas; quizás porque presentía que era
necesario guardarlas para más tarde.
Fuimos muchas veces juntos a la
Plaza México, en tardes de gran expectación y también a novilladas nocturnas,
bajo la lluvia y el frío. Era muy buen aficionado, de esos que disfrutan una
gama muy amplia de toreros y de suertes; sensible, atento y respetuoso. Yo le
decía: “Luis: me he convertido en un pésimo aficionado a los toros; sólo me
interesa esa infrecuente particularidad de la tauromaquia que llamamos arte”.
Este año tenía una gran ilusión
de volver con él a la plaza, en especial porque estaba anunciado el artista en
activo que más he disfrutado, el que más me hubiera gustado que viera. Le
escribí ese día por la mañana, volviendo a escuchar unas bulerías que le ponía
camino a los festejos: “Vente hoy conmigo, Luis, quiero contarte de tus sobrinas,
del bebé que viene en camino; quiero abrazarte, dejar mis lágrimas en tu
cuello, quiero verme en el júbilo de tus ojos. Vente, Luis, vamos a ver a
Morante, quiero que le toques las palmas cuando borde esa media que platicamos.
Déjame presumirte, caminar por Augusto Rodin con mi brazo sobre tu hombro. Vente
conmigo, Luis, hoy quiero que todos sepan que eres mi hermano”.
En
compañía, además, de grandes amigos, ocupé mi barrera en la monumental. José
Antonio no tuvo suerte en su primer toro. Cuando colgaron el cartel que decía
“Chatote, 486 kilogramos” sobre la puerta de toriles y Morante miraba al
destino con la barbilla sobre el burladero, alcé los ojos al cielo y pensé:
“Venga, mi Luis, que salga el bueno”.
El
de San Isidro no se dejó torear con el capote y la esperanza comenzó a buscar
recoveco en que el de la Puebla se dejara un detalle y en lo que acontecería
después de la corrida. Pero entonces Morante se acomodó en un par de derechazos
y todo cambió. En cuanto el sevillano tomó la muleta con la izquierda comenzaron
los pellizcos y todos a gritar olés y a brincar del asiento con cada natural: le
bastaron cinco para que la plaza se le rindiera. Yo quedé embriagado de
inmediato y el llanto comenzó a fluir con cada pintura salpicada de albero como
si el dique se estuviese cuarteando.
«Reconciliar»
quiere decir también “restituir al gremio de la Iglesia a alguien separado de
sus doctrinas” y “bendecir un lugar sagrado por haber sido violado”. Luego de
un cinco de febrero en que sentí que tanto los diestros como el público habían
finalmente dado la espalda a cuanto me interesa del toreo, me alejé un buen
tiempo de la México. Hasta la tarde que nos ocupa, mi antiguo derecho de
apartado había permanecido ocupado por el eco fantasmal de los olés arrojados a
aquellos brujos del siglo XX.
Como
les cuento, regresé, pues, acompañado por grandes amigos y por el recuerdo de
mi hermano a renovar mis votos con el duende. Consumada la auténtica
reconciliación por medio de la solera del sevillano, dejamos el coso capitalino
en pos de otra emoción estética: en un restaurante nos esperaban, decantados,
un par de riojas de leyenda.
En
distintas ocasiones he comentado sobre el Remírez de Ganuza Reserva 2004, ha
sido un privilegio ir siguiendo la evolución en botella de este vino que parece
no tener techo: al menos le quedan un par de décadas de vida y cada año se
afina y redondea más. Esta vez no fue la excepción: si bien no habíamos salido
del hechizo de Morante, al beber el Remírez acompañado de un jamón ibérico de
bellota recién rebanado con maestría, el perfume de ambos nos elevó un suspiro
más cerca de la bóveda celeste. Lo que a continuación entró por nuestras
narices y se estacionó durante minutos en el paladar fue para apretar los ojos —de
nuevo húmedos— y dar gracias a Dios…
Uno
de las cuatro o cinco mejores etiquetas de la Rioja es, sin duda, el Benjamín
Romeo Contador. Hasta esta noche que les relato no había tenido la suerte de
pasármelo por el morro. Como todos los grandes vinos del mundo, es un caldo que
requiere de tiempo, de mucho tiempo. Las cosechas más asequibles pueden beberse
a partir de los ocho o diez años. En este caso, la añada 2002 estaba en el
principio de su madurez, lo cual hace una diferencia importante al momento de
descorchar una de estas joyas.
Se
puede hablar indistintamente de estas faenas del torero y del enólogo: su
expresión, profundidad, condensación, pureza, armonía, elegancia, singularidad
y eslora, es decir, la vibrante emoción estética que me produjeron ambos ese
día —encima compartido con tan exquisita comitiva y enmarcado por tan
entrañable fecha— formuló el milagro de la anhelada reunión sentimental entre
dos hermanos separados por la muerte: al ver los sobrenaturales muletazos de
Morante y beber el elixir fragante de la botella de Contador, sentí a Luis
Miguel tan cerca como había soñado esa mañana de diecinueve de noviembre, mientras
tarareaba aquella bulería radiante que fueron sus ojos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Escribe aquí tu comentario. Muchas gracias.