Como
hispanohablantes, sabemos que la obra literaria más importante de
nuestra lengua es El ingenioso hidalgo
don Quijote de la Mancha, estamos al tanto que fue compuesta por Miguel de
Cervantes Saavedra y que comienza desta manera:
“En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme…”
Somos
capaces, seguramente, de dibujar con detalle la silueta del Caballero de la
Triste Figura, conocemos el nombre de su rocín, de su escudero y de su amada;
podemos contar, al menos, la aventura de los molinos e incluso tararear “El
sueño imposible”. Es probable que hayamos asistido a algún festival cervantino,
que usemos con naturalidad el término «quijotesco» y alguno de sus refranes…
Pero ¿cuántos
hemos leído el Quijote en realidad?, ¿cuántos hemos tomado el libro que preside
cualquier biblioteca que se precie (quizás herencia del abuelo) y andado por sus
páginas?, ¿cuántos hemos franqueado la lectura obligatoria de la secundaria?
La
primera de las novelas modernas (en conjunto, pues son dos novelas) no sólo es
primordial en cuanto a su género literario, es también una obra auténticamente inédita
y revolucionaria, es el hilo negro, es algo nuevo bajo el sol, es la Fuente. Cervantes
cambió la forma de pensar, de escribir y de leer para siempre, él solo fundó
una tradición artística y cultural que permanece hasta nuestros días, una manera
de percibir el mundo desde una realidad y perspectiva propias de la cual nos
hemos movido poco. Otorgó una buena parte del prestigio que goza nuestra lengua,
la definió y la fijó: si bien nuestro idioma es algo vivo, mutable, el español
de Cervantes no nos suena tan arcaico como a los ingleses de hoy les dobla el
inglés de Shakespeare.
Además
de lo original en su sentido más
amplio, el Quijote también es lo mejor:
la novela suprema. Es todas las novelas, como sentencia García Márquez —“En
Cervantes están todas las respuestas”, le dijo una noche al expresidente Clinton—.
El joven Freud aprendió de forma autodidacta un perfecto español para leer al
Manco de Lepanto en su lengua propia y organizó un taller de lectura del
Quijote con sus colegas para “profundizar en el alma humana” —amén de la locura—.
Al final
resulta tan cercano, tan entrañable, porque lo hemos venido leyendo a través de
todos los libros que le han sucedido y porque en él están todos los libros que
le precedieron. El tema por excelencia del Quijote es la literatura, es su
única genealogía, su realidad y su destino, igual que es la poesía en los
poetas contemporáneos, en los más vanguardistas… Las técnicas narrativas de
Cervantes son vigentes, identificables, incluso avanzadas para los autores de
nuestra era.
Es lo
más habitual que los lectores nos sorprendamos por el tono del texto: esperamos
un libro serio, elegante, antiguo, difícil… Se deja aplicar los
adjetivos más elevados que alcancemos a pronunciar, sin embargo, basta leer el Prólogo de
Cervantes para olvidar nuestras preconcepciones y dejarnos maravillar por su
ironía, agilidad y lo divertido que resulta.
No es
poca cosa en un ser humano, por mayor artista que sea, crear algo sin
precedentes, absoluto, definitivo e inmortal. No es poca cosa, además, hacerlo
simpático, divertido y accesible a cualquier condición o edad. Los distintos
lenguajes de sus personajes, si bien en un principio se presentan ante el lector
como un desafío equiparable al del Caballero de la Blanca Luna, el transcurrir
de los capítulos los torna tan familiares como el de un amigo de otras
latitudes; termina embelesándonos, haciéndonos soñar en castellano cervantino.
El
acontecimiento cultural que supone, el hito que es el Quijote, la infinita complejidad
y la sencillez casi infantil de sus posibles lecturas, la inagotable riqueza de
su forma y de su fondo, la evolución intrínseca de su autor y su vertiginosa
trama, el juego con el lector, el juego de espejos, el aplomo, la intertextualidad, el humor genial,
la sorna, el rompimiento, la rebeldía, el ingenio, la deífica creatividad, la
filosofía, la elegancia, en fin, la certeza estética que nos impone resulta en
una experiencia que nos acompañará durante nuestras vidas.
Uno de
los pasajes más gloriosos de la historia del arte tiene lugar cuando, una vez
sepultado Alonso Quijano, don Quijote de la Mancha “se armó de todas sus armas,
subió sobre Rocinante […] embrazó su
adarga, tomó su lanza y […] salió al campo con grandísimo contento y alborozo
de ver con cuánta facilidad había dado principio a su buen deseo”.
Les animo
a hacer lo propio, a emprender la aventura y les garantizo que, una vez que se
otorguen este placer impostergable, con orgullo pensarán en él a menudo… ¡Quién
sabe! Tal vez hasta se contagien un poco de la lúcida locura del caballero
andante, de su inconformismo, de su determinación por vivir bajo sus ideales y
de luchar por hacer de este mundo algo más a su medida.
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