viernes, 25 de enero de 2013

¿Por qué hay que leer el Quijote?

 

Como hispanohablantes, sabemos que la obra literaria más importante de nuestra lengua es El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, estamos al tanto que fue compuesta por Miguel de Cervantes Saavedra y que comienza desta manera: “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme…”
            Somos capaces, seguramente, de dibujar con detalle la silueta del Caballero de la Triste Figura, conocemos el nombre de su rocín, de su escudero y de su amada; podemos contar, al menos, la aventura de los molinos e incluso tararear “El sueño imposible”. Es probable que hayamos asistido a algún festival cervantino, que usemos con naturalidad el término «quijotesco» y alguno de sus refranes…
            Pero ¿cuántos hemos leído el Quijote en realidad?, ¿cuántos hemos tomado el libro que preside cualquier biblioteca que se precie (quizás herencia del abuelo) y andado por sus páginas?, ¿cuántos hemos franqueado la lectura obligatoria de la secundaria?
            La primera de las novelas modernas (en conjunto, pues son dos novelas) no sólo es primordial en cuanto a su género literario, es también una obra auténticamente inédita y revolucionaria, es el hilo negro, es algo nuevo bajo el sol, es la Fuente. Cervantes cambió la forma de pensar, de escribir y de leer para siempre, él solo fundó una tradición artística y cultural que permanece hasta nuestros días, una manera de percibir el mundo desde una realidad y perspectiva propias de la cual nos hemos movido poco. Otorgó una buena parte del prestigio que goza nuestra lengua, la definió y la fijó: si bien nuestro idioma es algo vivo, mutable, el español de Cervantes no nos suena tan arcaico como a los ingleses de hoy les dobla el inglés de Shakespeare.
            Además de lo original en su sentido más amplio, el Quijote también es lo mejor: la novela suprema. Es todas las novelas, como sentencia García Márquez —“En Cervantes están todas las respuestas”, le dijo una noche al expresidente Clinton—. El joven Freud aprendió de forma autodidacta un perfecto español para leer al Manco de Lepanto en su lengua propia y organizó un taller de lectura del Quijote con sus colegas para “profundizar en el alma humana” —amén de la locura—.
            Al final resulta tan cercano, tan entrañable, porque lo hemos venido leyendo a través de todos los libros que le han sucedido y porque en él están todos los libros que le precedieron. El tema por excelencia del Quijote es la literatura, es su única genealogía, su realidad y su destino, igual que es la poesía en los poetas contemporáneos, en los más vanguardistas… Las técnicas narrativas de Cervantes son vigentes, identificables, incluso avanzadas para los autores de nuestra era.
            Es lo más habitual que los lectores nos sorprendamos por el tono del texto: esperamos un libro serio, elegante, antiguo, difícil… Se deja aplicar los adjetivos más elevados que alcancemos a pronunciar, sin embargo, basta leer el Prólogo de Cervantes para olvidar nuestras preconcepciones y dejarnos maravillar por su ironía, agilidad y lo divertido que resulta.
            No es poca cosa en un ser humano, por mayor artista que sea, crear algo sin precedentes, absoluto, definitivo e inmortal. No es poca cosa, además, hacerlo simpático, divertido y accesible a cualquier condición o edad. Los distintos lenguajes de sus personajes, si bien en un principio se presentan ante el lector como un desafío equiparable al del Caballero de la Blanca Luna, el transcurrir de los capítulos los torna tan familiares como el de un amigo de otras latitudes; termina embelesándonos, haciéndonos soñar en castellano cervantino.
            El acontecimiento cultural que supone, el hito que es el Quijote, la infinita complejidad y la sencillez casi infantil de sus posibles lecturas, la inagotable riqueza de su forma y de su fondo, la evolución intrínseca de su autor y su vertiginosa trama, el juego con el lector, el juego de espejos, el aplomo, la intertextualidad, el humor genial, la sorna, el rompimiento, la rebeldía, el ingenio, la deífica creatividad, la filosofía, la elegancia, en fin, la certeza estética que nos impone resulta en una experiencia que nos acompañará durante nuestras vidas.
            Uno de los pasajes más gloriosos de la historia del arte tiene lugar cuando, una vez sepultado Alonso Quijano, don Quijote de la Mancha “se armó de todas sus armas, subió sobre Rocinante […]  embrazó su adarga, tomó su lanza y […] salió al campo con grandísimo contento y alborozo de ver con cuánta facilidad había dado principio a su buen deseo”.

            Les animo a hacer lo propio, a emprender la aventura y les garantizo que, una vez que se otorguen este placer impostergable, con orgullo pensarán en él a menudo… ¡Quién sabe! Tal vez hasta se contagien un poco de la lúcida locura del caballero andante, de su inconformismo, de su determinación por vivir bajo sus ideales y de luchar por hacer de este mundo algo más a su medida.

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