Para don Ernesto de León y familia, con cariño y agradecimiento.
La gente en España llama «jamón» —así, llanamente—, a lo que en México conocemos como «jamón serrano»: si un madrileño quisiera preparar una torta como las del Chavo del Ocho —además de tener que hornear en su casa un bolillo o una telera— pediría en la «charcutería» que le rebanaran un cuarto de «jamón de York». Por aquí comienza una confusión que va expandiéndose cuando escuchamos términos como «ibérico», «de bellota», «jabugo», «pata negra», etc.
La gente en España llama «jamón» —así, llanamente—, a lo que en México conocemos como «jamón serrano»: si un madrileño quisiera preparar una torta como las del Chavo del Ocho —además de tener que hornear en su casa un bolillo o una telera— pediría en la «charcutería» que le rebanaran un cuarto de «jamón de York». Por aquí comienza una confusión que va expandiéndose cuando escuchamos términos como «ibérico», «de bellota», «jabugo», «pata negra», etc.
En nuestro país, como en muchas partes
del mundo, el jamón serrano español ha aumentado de forma significativa su prestigio
y demanda; este “producto mágico”, como se refieren a él los grandes artistas
de la gastronomía Arzak y Adrià, se ha puesto de moda en los últimos años tanto
como el vino (incluso generó su propia burbuja, no de champán, sino similar a
la financiera) y ha impuesto su distinción en las mesas más sofisticadas de
Nueva York, Hong Kong y Moscú… Pero ¿qué hay detrás de tantos apelativos
jamoneros?
La pata de cerdo curada en sal
es un manjar tan antiguo como las técnicas de preservación de los alimentos,
sin embargo, es hasta el siglo XX, con la explosión comercial de lo
especializado y singular, que los consumidores fuera de las localidades
artesanas —en donde siempre han conocido bien la diferencia entre su producto y
otro— comienzan a educarse en las exquisitas genealogía y nutrición de las
castas porcinas.
En casi todos los países que se
consume la carne de cerdo se elabora jamón serrano (démosle este nombre genérico):
en Italia se le llama prosciutto crudo y
su región productora más afamada es Parma; en Francia, jambon de Bayonne o de Pays;
presunto en Portugal; los
angloparlantes han adoptado el serrano o
prosciutto antes que el dry-cured ham; en fin... Pero cualquiera
que le haya hincado el diente a una tajada de J.I.B. sabe de lo que hablamos. No
es nuestra intención desentrañar aquí un galimatías que no encuentra orden ni
en sus propios actores (productores y reguladores españoles), más bien ensayaremos
sobre nuestras experiencias en el ejercicio del tapeo.
Empecemos, pues —si permite,
caro lector, la fanfarria—, por la cumbre del quehacer jamonero, por ese
delicado pétalo de intenso y persistente buqué, esa loncha de púrpura nocturno,
esa luminosa isla de mantequillosas playas y vetas rosadas, ese bocado suave
para los dientes y firme para el cuchillo, por esa rebanada de gloriosa armonía
sensorial: el jamón ibérico de bellota.
Los empaquetadores embusteros están
por doquier, pero para que un jamón pueda ostentar este calificativo, así, con
todas sus letras, cumpliría al menos con dos requisitos esenciales: en primer
lugar, el cerdo debe ser, en un 75% de sus genes como mínimo, de raza ibérica;
en segundo, su alimentación debe consistir mayoritariamente de bellotas: mientras
más ingiera el aristocrático chancho los frutos del roble, el encino y el
alcornoque, más exquisito será.
La calidad —y el precio— del jamón
desciende de forma proporcional al porcentaje de ibericidad genealógica (cercanía con una subespecie
mediterránea del jabalí)
que pierde ante el llamado “cerdo
blanco” y al aumento del porcentaje de pienso (pastos y cereales) que
complementa su almuerzo.
Es común que la moda genere
listillos. Hay que entender que las estrategias comerciales son las
responsables por el caos adjetival del jamón, pues términos como «pata negra»
(que se refiere sólo al color característico de la pezuña de algunos cerdos que
cenan aquenios), «gran reserva» (que se refiere a un tiempo de maduración
únicamente determinado por el productor), el número de «jotas» acumuladas (3
jotas, 5 jotas, que es un control exclusivo de una marca) o «jabugo» (que
habla, en casos honrados, de su origen geográfico) no constituyen garantía de
su calidad, al menos no de forma reglamentada por el gobierno.
Encontrar en una etiqueta de
jamón lo esencial no es cosa fácil, las regulaciones españolas dependen en gran
medida de cada Comunidad Autónoma, el Ministerio de Agricultura no logra ordenarlas
y, por consiguiente, hay un gran vacío legal en el tema: la anarquía comercial
tiene su par en la política. Además, está la gran creatividad de estos granujas
que se han inventado o adoptado términos como «bellotero», «extra», «premium»,
«oro», aparte de los apellidos ya nombrados, para enredar más el asunto.
Dicho esto, podríamos
simplificar el universo jamonero en cuatro conjuntos principales: en primer lugar,
el jamón ibérico de bellota, del cual hemos hablado antes. Este jamón es
extraordinario, pero su altísimo costo le hace perder puntos en la estimación
final —que incluye, lógicamente, la relación calidad/precio— ante sus
competidores, que son muy buenos: 100 gramos de este lujo no se encuentran por menos
de $250, su precio medio es de $350 y puede llegar hasta los $500, ojo, los 100
gramos, más o menos lo que cuesta el kilo de un jamón bastante decente. Su
tiempo de maduración varía entre los 6 meses y los 8 años, cosa que no lo hace
mejor o peor, sino que atiende al gusto personal, mientras más viejo, el aroma
y el sabor son más concentrados y el color más oscuro.
En segundo lugar está el jamón
ibérico de recebo, que quiere decir que come menos bellotas que el primero, es
de gran calidad y la diferencia con el J.I.B. puede llegar a ser mínima, según
la marca o los aciertos durante el proceso de producción. Es importante decir
que, cualquiera que sea nuestra elección, interviene siempre la suerte, sobre
todo si compramos el jamón en paquete, ya rebanado: nunca hay dos porciones
iguales, la pata tiene trozos diferentes, con mayor aroma, menor maduración o
más grasa, lo que cambiará en buena medida la armonía del bocado.
De todos los tipos que
comentaremos existe el jamón, que sale de las patas traseras, y la paleta o
paletilla, que sale de las delanteras. Esta última es menos ancha por lo que a
menudo madura antes y un poco más económica; el sabor, a menos de que uno sea
un catador profesional y sea capaz de identificar a este punto las diferencias,
es igual de bueno.
En tercer lugar está la
constelación española de jamones que agrupa una variedad casi infinita: puede o
no tener un porcentaje de genes ibéricos, puede comer o no algo de bellota,
puede ser madurado pocos o muchos meses, puede ser criado o no libremente en la dehesa, su hábitat natural. Aquí la única garantía que podemos
encontrar es la que nos da una marca, un productor que conozcamos y nos
satisfaga. Encontramos buenos jamones cuyo precio oscila entre los $35 y $150
por 100 gramos. Personalmente recomiendo la empacadora Redondo Iglesias, que
ofrece una gama muy amplia que comienza con un serrano bastante decente a
$33.90.
Por otro lado, las provincias
productoras de jamón más afamadas son Huelva, en donde está el pueblo de
Jabugo; Salamanca, en donde está Guijuelo, nuestro preferido, y Aragón, en
donde está Campo de Borja, la región que también cría uno de los mejores vinos
de garnacha de España. En la sierras de Madrid, de Córdoba, en Teruel y en
Extremadura también se hacen productos maravillosos. Cada una de estas regiones
tiene su consejo regulador, más o menos estrictos.
Un embutido o madurado recién
cortado siempre mostrará de mejor manera todas sus cualidades, sin embargo,
como no es fácil tener en casa una pata disponible para su consumo, la
tecnología del alto vacío es aceptable y práctica para la conservación. La cuestión
del rebanado con máquina o cuchillo es algo que dejamos para una discusión
posterior; en general, no encontramos demasiadas diferencias.
Finalmente, en cuarta instancia,
están todos los jamones que no son españoles: los nacionales, italianos,
norteamericanos, chinos, húngaros, etc. Entre ellos, sobresale el procedente de
Hungría, que fue salvado de la extinción por el mercado español y hoy ya se
exporta; es otra raza de cerdo mediterráneo, similar a la ibérica, que se llama
“mangalica”, muy bueno.
Resumiendo los conceptos
importantes a la hora de ordenar un plato o unos gramos de jamón serrano
español son: la procedencia genética del marrano, identificable con la palabra
«ibérico», y su base alimenticia, que podemos conocer por las palabras «de
bellota» —no «bellotero» ni «bellotífero» ni nada parecido—. La gradación o
ausencia de estas palabras nos irá indicando incontables tipos de serrano que pueden
no ser muy inferiores en calidad y que se ajustan más a nuestras carteras, como
los que incluyen la palabra «recebo». Todos los demás apellidos atienden —por
ahora— a cuestiones comerciales, particulares de una marca o indicadores de
procedencia.
Pues bien, le invito a que
consiga un buen jamón, lo acomode en un plato a que coja la temperatura
ambiente (nunca hay que comerlo frío), disponga unas rebanadas de pan de corteza
crujiente y miga blanca y pesada, meta al agua con hielo un buen vino de jerez
como el Fino la Ina o descorche un tinto de Toro con crianza y oriente todos
sus sentidos a degustar este bocado divino. Como bien dicen mis tíos y ha
confirmado repetidamente la ciencia (dentro de una medida sensata): “Algo tan
rico como el jamón no puede hacer daño”.
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