sábado, 8 de enero de 2011

Las batallas de la obsesión

El ouroboros es un símbolo que muestra una serpiente, reptil o dragón mordiéndose su propia cola. Representa —entre otras cosas— el tiempo circular, el ciclo de la creación, el infinito. Podría tomarse también como emblema de la obra literaria de José Emilio Pacheco: quien acierte al elegir cualquiera de sus libros —poesía, narrativa, ensayo, traducción— descubrirá la atención que dedica a los pliegues del curso iterativo de los sucesos.
            El mejor poeta vivo de México —según una encuesta de la revista Letras Libres en 2002— es autor de una pequeña joya llamada Las batallas en el desierto. Pacheco es un hombre sencillo, en su reservada presencia procura hacerte olvidar ante quién estás, pero cuando te alejas de él y vuelves sobre sus conceptos retoma su imponente dimensión. De la misma forma, debemos permanecer alertas ante la aparente sencillez de este texto, el hecho de que sea tan cercano a cualquiera que haya tenido diez años no debe velar su importancia: ocupa un dedo de esa disímil mano de breves novelas perfectas junto con Pedro Páramo, El Principito, La metamorfosis, La muerte de Iván Illich…   
            Las batallas en el desierto comienza con una enumeración de lo que se conducía, se veía y se escuchaba a finales de los años cuarenta en la ciudad de México: además de las radionovelas, de Paco Malgesto y del Mago Septién, “Volvía a sonar en todas partes un antiguo bolero puertorriqueño: Por alto esté el cielo en el mundo, por hondo que sea el mar profundo, no habrá una barrera en el mundo que mi amor profundo no rompa por ti”. Este bolero se llama “Obsesión”, aparece al principio y al final del libro, en el penúltimo párrafo: “Sólo aquella cancioncita que no volveré a escuchar nunca. Por alto esté el cielo en el mundo...”        
            Aunque parezca que esta estrofa de Pedro Flores nos acompaña —a manera de banda sonora— durante toda la historia, el recurso estilístico provee a la novela de su sentido circular: El bolero funciona como origen o punto de partida, como pre-texto, pero adquiere también otra dimensión, se convierte en boca y cascabel a la vez. En este sentido, sucede algo singular entre las obras citadas de Flores y Pacheco y otras dos que se inspiraron en esta confluencia: La rola “Las batallas” de Café Tacuba y la película Mariana, Mariana de Alberto Isaac.
            En un primer plano, “Obsesión” provoca un círculo, el de la novela, y la novela, a su vez, provoca un entrecruzamiento de círculos, una esfera, en la cual el texto de Pacheco, la canción de Quique, Joselo, Meme y Rubén y la cinta de 1985 habitan el mismo espacio estético que en un principio generó la melodía caribeña, catalizador inocente.
            El bolero con su entrañabilidad, el libro con su belleza circular, la película con su colofón sonoro y “Las batallas” con su estética de matrioska —la canción dentro la novela dentro de la canción— se han convertido en una gran obra de estructura familiar —abuela balada, padre Pacheco e hijos Isaac y tacubos—, prueba inequívoca no precisamente de disfuncionalidad, sino de profundidad, plurisignificación y trascendencia, todas ellas características centrales del arte.
            El vino gotea de la cola del ouroboros también: Su ciclo es el de la poesía y su tiempo es de la vid, el de la vida. El circuito enológico ideal no se completa hasta que el producto encuentra a su receptor y produce una emoción estética. El tiempo de la vid —un tiempo mítico que renace cada año— se extiende a la botella, entonces adquiere vida propia, evoluciona, experimenta su esplendor y, si no cumple con su destino en su juventud, madurez o vejez, se extingue poco a poco, todo lo que la hacía ser vino desaparece.
            ¿Qué sucede cuando la fruta de un mismo viñedo prodigioso sirve para que un puñado de ilustres enólogos ensayen por separado sus creaciones? Conversaremos sobre ello el próximo domingo.

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