jueves, 26 de noviembre de 2015

Crónica de una decantación anunciada


Abrir una botella de vino suscita siempre vacilaciones: ¿La trasvasaré o no?, ¿por cuánto tiempo?; en su caso ¿qué tipo de recipiente será el más recomendable?; o, quizás ¿sólo debería descorcharla con cierta anticipación?; ¿qué técnica de decantación usaré?... El cliché de la respiración es tan vago como aciago. Sin embargo, es evidente que si se ha invertido tiempo, dinero e ilusión en un vino, se desea obtener lo mejor de él, y la exposición del preciado líquido al aire definitivamente influye en su degustación.

            Imagine, caro lector, que, en un viaje familiar, cuando el dólar lo permitía, la prole se encontraba practicando el apasionante deporte del shopping. Usted, que había comprado lo necesario horas antes y se había visto en el compromiso de ceder —como digno potosino— el territorio adquirido con paciencia polar en la única banca del recinto a una jovencísima dama con evidente embarazo, se hallaba haciendo el enésimo viaje al hotel para depositar los paquetes acumulados por la progenie. Al intentar volver al centro comercial sin encender el dispositivo GPS —como ilustre potosino—, erró la circunvolución y se halló en un callejón desconocido. Intentó regresar a la avenida principal sin éxito y, tras muchos giros, terminó por desorientarse. Imagine.

Luego de una hora dando vueltas para encontrar la entrada al freeway, anocheció. Entonces decidió detenerse y, finalmente, encender la guía satelital. Al alzar la vista para buscar la placa de la calle y confirmar su ubicación, un pequeño letrero se le cruzó: “Wine Cellar”. Titubeó unos segundos y, en seguida, acercó el coche —evidentemente— para indagar si alguien dentro de la enoteca sería tan amable de darle direcciones.

El establecimiento era encantador. Aunque el guardia le había indicado con suma precisión la simple ruta de regreso a las tiendas, decidió distraerse por unos momentos en los primeros anaqueles: se detuvo, por supuesto, en cada etiqueta de su irregular pero atractiva colección; transitó —sin enredos esta vez— por los senderos de Napa, Burdeos, Borgoña, la Toscana, Mendoza, Ribera del Duero… Conversó con el encargado que hablaba un español exótico pero preciso, que recomendaba, acotaba y no insistía demasiado... el tiempo transcurrió plácidamente, hasta que el amable Nathan Hernández miró el reloj y anunció que la tienda estaba por cerrar.

Imagine que se dirigía usted a la caja con un par de botellas que eligió por su calidad, justo precio y poca disponibilidad en nuestro terruño, cuando, en el último anaquel, un sol se le apareció: esa etiqueta que habitaba sus sueños desde que tuvo memoria enológica. Los ojos le brillaron al verificar la magnífica añada y, con Nathan, el precio marcado, que si bien no era para evidenciar a su pareja ―esa que, mientras, firmaba lo doble por un chaleco―, resultaba una oportunidad única. En un reflejo visionario y temerario, recogió usted también un segundo ejemplar, que agotaba para siempre las existencias del negocio. Una vez aseguradas las botellas en el impenetrable paquete de material aislante y colocadas en el rincón más protegido de la cajuela, dos volantazos impecables y una canción de sus tiempos mozos le ubicaron en la puerta del mall por donde salían, en providencial sincronía, los seres queridos. Los vinos no pasaron por otras manos ni por otra temperatura que los acogedores catorce grados que usted impuso en el interior del vehículo durante la vuelta a casa (la correcta conservación de los chocolates para la abuela era imprescindible, aunque hubiese que recurrir al suéter) hasta que los alojó cuidadosamente en el meridión de su cava. Allí durmió ese vino especial en su sueño de frescura hasta el día de hoy.

O esa botella rara, por supuesto, también, fue adquirida ayer en la tienda que dista unas cuadras de su casa, no importa, pero por singulares razones financieras, sentimentales o existenciales es muy importante para usted. La cuestión es que, finalmente, imagine, ha decidido descorchar un vino del que tiene grandes expectativas. Una vez dispuestos la compañía exquisita, el lugar adecuado, las copas de calidad, la temperatura y hasta la iluminación pertinentes, surgieron las dudas: hasta ahora, su joya ha merecido un trato inmejorable —al menos desde que es suya—, pero ¿qué manejo final ofrecerá el goce óptimo? La decantación, por principio, sirve para separar ciertos residuos que contaminan poco más que una moderna expectativa de diafanidad, no obstante, se vuelve cada vez más un procedimiento mandatorio: la mayoría de los vinos parecen ser mucho más atractivos luego de cualquier rito de oxigenación... para otros la operación resulta catastrófica... ¿Cómo proceder?

Nos dimos, pues, a la siempre penosa tarea de realizar la cata a ciegas de un tinto en distintos momentos de su evolución de consumo, ayudados por un aireador de tipo “Vinturi” y un recipiente de cristal delgado con base ancha y cuello estrecho y alargado. La botella ha sido elegida al azar entre una docena de vinos tintos de edad media (2000-2009), crianza de más de 12 meses y precio alrededor de los $300 (en la fecha de su adquisición). Descorchemos pues la botella enmascarada y decantemos una porción.

              En la copa 1, que se ha servido inmediatamente de la botella, se encuentran algunos aromas poco definidos, vagos y que dan la impresión de estar superpuestos. Hay algo de reducción (humedad, establo), pero nada para preocuparse por el estado del vino. Al hacer bailar el caldo en la copa, surgen las moras negras y algo de pimienta, sin embargo, en el paladar no sentimos algo muy distinto a ese fárrago del envase de cartón. Hasta ahora, el vino deja mucho que desear en relación a su costo.

Han transcurrido 30 minutos. Servimos desde la botella de nuevo la copa 2 y apreciamos mejor sus aromas frutales, predominan las zarzamoras negras sobre indicios de vainilla; incienso, quizás; ahora eucalipto. Todavía sentimos cierta astringencia en boca. Dejamos el vino unos instantes en la lengua, sorbemos un poco de aire y… aún obtenemos poca persistencia en un final sin certeza: una leve mejoría.

Inmediatamente después, la copa 3, vertida a través del aireador “Vinturi”, ofrece diferencias notables: luego del simpático silbido de la succión del artilugio, los aromas son más ostensibles y profundos; el cedro, el tabaco y las especias han ganado protagonismo sobre la fruta. Los taninos son ahora más suaves, no obstante, la boca ha perdido frescura, se nota una pizca de salmuera. Circulamos el líquido en la boca… se ha extendido el final y la sensación es muy atractiva, casi lujosa. Es un buen vino.

Han pasado dos horas de que descorchamos la botella, finalmente servimos la copa 4 de la porción de vino que se mantuvo en el decantador desde el principio: ¡Vaya! Los aromas son aún más hondos, definidos y expresivos, la fruta casi confitada armoniza con la madera y las especias; se aprecian cuero, regaliz –una veta tras otra–, surge el arquetipo del terruño (un Ribera del Duero, adivinamos); en boca es sedoso, equilibrado, se distingue la estructura (aún es capaz de evolucionar), parece ser una añada de mucho calor, lo que se traduce en una fruta muy madura. El final se mantiene suficientemente largo pero es más redondo y profundo. Es difícil creer que es el mismo vino de hace un rato. Desvelamos la botella: Fuentespina Reserva 2003.

Hace unos años –ante una cata de Marqués de Murrieta, Castillo Ygay y Dalmau–, tuvimos la oportunidad de solicitarle a Miryam Ochoa, directora de Relaciones Públicas de la mítica bodega riojana, que nos hiciera las recomendaciones para el consumo óptimo de sus productos. Ella opinó que si bien una breve decantación provoca el despliegue de las fragancias, prefería ir disfrutando poco a poco la evolución del vino en la copa hasta alcanzar toda la riqueza contenida en su interior: “Si no, para mí, es como ir directamente al desenlace de la película y perderme la trama inicial. No, amigo mío, no” –sentenció. Seguramente, Miryam tiene a menudo la oportunidad de compartir con su alma gemela una mágnum de Ygay 1964 mientras transcurre una larga tarde de otoño.

Para nosotros, es posible decir que los vinos modernos, en general, requieren de un contacto generoso con el aire para poder expresar todas sus cualidades. Según nuestra cata –y experiencia–, la decantación más o menos larga ofrece los mejores resultados. Ante la duda, optaríamos por esta alternativa, sobre todo cuando una botella se va a compartir entre tres, cuatro o más combibeles. De esta forma es más probable que alcancemos el potencial completo antes que el vino se haya terminado.

Una vez realizado nuestro diagnóstico, es importante decir que cada botella requiere un trato particular. Ni todos los vinos mejoran con el trasvase, ni habría que decantarlos de la misma manera, incluso el manejo depende muchas veces del tiempo, el lugar y la compañía… pero sobre todo depende del gusto personal: he visto cómo grandes vinos viejos se arruinan con la decantación, pero también he disfrutado las bondades de un vino muy joven que se ha expresado sólo después de 24 horas del trasvase.

Lo ideal es adquirir, cuando es permisible, más de una botella de cada etiqueta para ir descifrando, año tras año, el misterio que esconde su peculiaridad. Comentaremos, caro lector, algunas técnicas de decantación para distintas situaciones y tipos de vino en la siguiente entrega.

viernes, 31 de julio de 2015

Lo perfecto y lo sublime

Más de dos décadas tuvieron que pasar para volver a sentir la emoción estética suprema. Lo escribo asumiendo que mi vida puede contarse entera si se recala en algunos puertos de esta búsqueda: como aquel 5 de diciembre de 1992, Querétaro volvió a ser esa bahía en donde los sueños de mi alma han encontrado su ensenada.
A diferencia del otro siglo, los medios de comunicación ahora pueden cambiarnos la existencia: en los últimos años he podido echar un vistazo, en su propia web, al maravilloso Festival de Cante de las Minas (que hoy en día se extiende al baile y al toque) de los veranos murcianos. Allí encontré a mi guitarrista consentío, Juan Habichuela Nieto y, luego, a este semidiós que se anuncia en los carteles con el nombre de Eduardo Guerrero. Lejanos carteles: Cádiz, La Unión, Sevilla, Madrid, París, Oceanía, Cádiz... hasta que, gracias a Tuíter, apareció Querétaro y su increíble festival internacional de danza Ibérica Contemporánea. En treinta minutos había quedado reservado el centro de la primera fila del Teatro Metropolitano, el restaurante y el hotel. En 1992 tuvimos que acudir a la Santa María con la agónica incertidumbre de no contar con entradas para presenciar una improbable trincherilla de ese Curro Romero que felizmente resultó épico y mágico; en 1993 remontamos la sierra de Madrid con la ilusión de ver hacer el paseíllo a un Rafael de Paula que adujo enfermedad cuando vio lo que había en los corrales y en 1999 fue necesario esgrimir los diez mil kilómetros andados para que me dejaran entrar a ver al fantasma de Camarón en La Isla poseer a su hermano... pero eso es arroz de otra precuela. Lo que hay que saber es que, luego de la borrachera artística que nos generó entonces a mi compadre Emilio y a mí el genio de Camas, yo no había asistido a una faena más orgiástica que la del bailaor gaditano este viernes 24 de julio. No en balde la caña que tejió procede de un espectáculo llamado El Callejón de los Pecados.
Lo más rotundo del baile de Eduardo Guerrero es que su duende no es esa criatura montaraz que elude los compromisos o depende de la bestia: comparece bajo las mínimas condiciones. Hasta Morante, el artista más apto que ha dado Andalucía, depende del socio. A mí me parece que Edu vendió su alma al duende, o que el duende, luego de milenios, finalmente encarnó en él. Es el duende primitivo, el duende bíblico, el duende clásico, el medieval, el de los rafaeles del mundo del arte... es todos los duendes ―incluso el gitano―, sobre todo el lorquiano y el duende del futuro. Pero no sólo es eso.
Su breve y monumental obra comenzó con un paseíllo de alma en pena que, imagino, hubiera surcado en 1948 el Manolete que, tras Linares, hizo que mi abuelo no volviera a las plazas de toros. Confieso que la emoción de conocer al fin a este hombre que tiene un aire del monstruo cordobés influyó un ápice para que las lágrimas destilaran tan pronto. Pero el dramático remate a este inmejorable inicio y la entrada de la prudente dupla de guitarra y quejío abrieron en canal el torrente.
Eduardo Guerrero es de esos contados estetas que no desatiende ni el más mínimo detalle: ambos trajes denotaban el impecable balance entre refinamiento y apuesta, entre formas y vanguardia (cosa de lo cual me di cuenta cuando logré recuperarme de la conmoción, días más tarde). Ese esteticismo ―que algunos han confundido con efectismo― no es otra cosa que cultura profesional, que un maravilloso contraste y, a la vez, un utópico equilibrio entre lo apolíneo y lo barroco.
La palabra talento adquiere una nueva dimensión al verlo bailar. Parafraseando a Borges sin dolo, me precio más de lo visto ―en vivo― que de lo bailado: Baras, Cortés, Canales, Gades, Maya, Merche, Reyes, Yerbabuena, sus maravillosas alterantes de esta noche que nos deparó dos tormentas, las antológicas bailaoras de los tablaos de las calles de Oaxaca, Insurgentes, Carranza o Morería, mis madrinas del Rastro madrileño, mi maestra Linares y también Acosta, Alonso, Baryshnikov, Bocca, Cojocaru, Herrera, Rojo, Semiónova y la compañía de Vieytes...
No sólo es, Eduardo Guerrero, el ser humano con mayor inteligencia corporal-cenestésica que ha pisado los escenarios que he tenido la suerte de abarcar, sino que su constitución física parece haber sido diseñada a propósito para el fin de su vocación: visto a un metro aparenta ser más menudo que a diez; sus brazos alcanzan tan fácilmente sus rodillas como sus manos el cielo; su talle es el de una mujer con el aplomo viril de unas extremidades que se alargan hasta el suelo que sólo pisa para acariciarlo o romperlo.  La expresión de éste, su principal instrumento, es siempre majestuosa; aun en el paroxismo, elegante. Edu presume del dominio absoluto de cada uno de sus huesos, de sus músculos, de su respiración y de sus emociones. Barniza la gracia y el garbo de la tradición flamenca con el virtuosismo de las danzas contemporánea y clásica. Transmite algo trascendente con cada uno de sus desplazamientos, de sus guiños, de sus taconeos diáfanos. La pureza y pulcritud de sus movimientos claman por una nueva geometría arrebatada, por un nuevo ojo vouyerista que empalme la lujuria con la sensualidad, la clase y la profundidad con esa fina picardía gaditana. A todos nos hizo sentir cosas nuevas porque ninguno había visto nada parecido, nos desbordó, nos pasmó y luego nos abandonó a nuestra suerte, sacudidos hasta la médula, con el alma herrada y algo parecido a la felicidad.
Eduardo Guerrero es toro y torero, embiste y lidia en una armonía y una seducción y una bofetada y una ciencia y un hechizo. Es como los vinos de la provincia de Cádiz, donde nació hace menos de lo que lo necesitaba el mundo: un prodigio que es mucho más que la suma de sus elementos naturales. Como el mitológico viajero, veinte años hubo que navegar para recalar en Ítaca: Penélope es más bella, más perfecta y más sublime de lo que la recordaba. Sin duda, Eduardo Guerrero no sólo es el bailarín, es el artista más grande que este corazón y estos ojos han tenido el privilegio de aclamar.

sábado, 1 de febrero de 2014

¡Viva la tauromaquia! ¡Viva San Luis Potosí!


Si usted nos lo permite, caro lector, haremos una pausa en nuestro relato vinícola con la intención de abordar algunas cuestiones trascendentales para la vida cultural de nuestra ciudad que sucedieron esta primera semana de diciembre.
            Al cabo de un largo proceso, pues, el Congreso del Estado de San Luis Potosí rechazó la iniciativa —presentada, absurdamente, por la Comisión de Ecología y Medio Ambiente— que pretendía multar con unos ochenta mil pesos a quienes realizaran espectáculos taurinos públicos. Los diputados que votaron en contra de esta pretendida reforma a los artículos 25 y 84 de la Ley Estatal de Protección a los Animales doblaron en número, al final, a los que votaron a favor…
            Pero ¿por qué no hubo comisión de cultura, de economía?, ¿por qué los supuestos ambientalistas emitieron su voto a favor de la extinción de una raza? En fin… Mejor empecemos por situar esta decisión en un contexto más amplio, el global, para intentar comprender de dónde vino todo esto…  
            Apenas unas semanas atrás, seiscientas mil firmas hicieron posible que la tauromaquia se convirtiese en patrimonio cultural protegido por las leyes españolas. Esto fue el epílogo a una iniciativa ciudadana generada en Cataluña ante la prohibición establecida en esa comunidad el 28 de julio de 2010, una contestación sólida y vehemente ante la enclenque y contradictoria interrupción de los derechos de los catalanes.
            Se han cumplido dos años sin fiestas de toros públicas en la Ciudad Condal, pero todo apunta en que no se cumplirán más de tres. Aquel sufragio del Parlament (68 votos a favor, 55 en contra y 9 abstenciones) tuvo su réplica en las cámaras del Estado Español: 144 votos a favor, 26 en contra y 54 abstenciones.
            Más allá de los números, de las repercusiones políticas y legales, el flamante título que ostenta la tauromaquia en España refleja una victoria moral: las corridas y las manifestaciones culturales que se desprenden de ellas serán promocionadas, defendidas y apoyadas por el Estado como se hace con, digamos, la literatura.
            Con todo y las sensibilidades que la objetan, la fiesta de toros se sustenta por sí misma como expresión artística trascendental, es decir, no necesita, estrictamente, legitimación de parte del gobierno; sin embargo, con los tiempos que corren —tiempos en los que el artista es un villano y la singularidad del toro bravo estorba tanto que se pretende aniquilar—, sí requiere legalización.
            Esta legalidad no es barata para los prohibicionistas: en España, enrarece las relaciones entre el gobierno central y la Generalitat; en Europa, entorpece la homologación cultural de España (apetecida por muchos de estos inquisidores) con sus socios anglosajones, teutones, nórdicos… En la Unesco, incomodará globalmente y motivará discusiones que demandan más tolerancia y respeto que lo usual (puesto que la tauromaquia se presentará como candidata para ser declarada Bien Inmaterial de la Humanidad); y en México, ha sentado un precedente de criterio para los procesos pendientes de resolución (como lo era el potosino hasta ese momento).
            Es evidente que la prohibición catalana tuvo motivaciones y trasfondo políticos y que su finalidad fue tomar distancia y darle un brochazo de ranciedad a costumbres y tradiciones españolas notables, en un desafortunado afán de proteger la singularidad de un pueblo que no necesita de guardaespaldas, de coartar a una sociedad históricamente vanguardista en la defensa de las libertades cívicas. Que la cuestión de la defensa de los animales no tiene importancia para los arquitectos de esa política pública queda probado con la autorización, meses después, de la caza de jabalíes con arco y flecha por el mismo parlamento.
            Como sucede a menudo en nuestro país, el estratagema catalanista ha impulsado a cantidad de imitadores que no han analizado el particular ánimo que consiguió este triste paréntesis en la tauromaquia de la tierra de Joaquín Bernadó y, rondando el asunto en la opinión pública, ha hecho surgir más espontáneos con agenda electoral que almas legítimamente inquietadas por el maltrato a las bestias.
            Por ello, en lo personal, me siento satisfecho por la madurez con que han procedido en esta ocasión los representantes populares que tiene mi nación y mi localidad adoptivas: si los taurinos somos minoría —o si somos mayoría, según el impresionante número de firmas recaudadas en España—, se ha respetado y protegido el derecho a salvaguardar nuestra cultura y forma de vida; y, lo más importante, se ha avanzado en forma sustancial en la preservación del animal más hermoso sobre la tierra y la sustentabilidad de su entorno. Esto es, en esencia, un voto de peso a favor de la biodiversidad y la ecología, temas que preocupan, o deberían preocupar, a los fervientes animalistas.
            En mi sagrado derecho a defender para mi hija la oportunidad de valorar por ella misma las manifestaciones artísticas que considero son trascendentales para su formación cultural, añadiré algunos pensamientos al debate sobre la prohibición de las corridas de toros con el propósito de que esta discusión se convierta en un intercambio serio, maduro y respetuoso de ideas y propuestas. Hay que aprender la lección: en efecto hubo legisladores que estuvieron dispuestos a aprobar las iniciativas antitaurinas.
            Desde esta barrera intentaré hacer una breve reflexión sobre el ser y las propiedades de la tauromaquia ―particularmente la mexicana― y, sobre ello, deslindar el concepto de prohibir; abordaré los, en mi punto de vista, argumentos principales de las partes antípodas y finalmente, apuntaré la necesidad de modernización del espectáculo taurino. Es posible que usted, caro lector, no tenga interés particular en la tauromaquia, ni en su supervivencia. Le ofrezco una disculpa por poner el corcho a la botella durante unas semanas, sin embargo, quizás algo de lo que se trate aquí sea útil si algún día se pretende vedar la producción y el consumo del vino o si alguien intenta decirle qué no puede leer.
            ¿Las corridas de toros son un espectáculo, un arte, un deporte, una tradición… son cultura? En México, hasta ahora, desde el punto de vista jurídico la tauromaquia es considerada parte de los espectáculos públicos y se rige por un reglamento estatal o municipal; en la mayoría de los casos, estos ordenamientos contemplan y hacen aplicables, valga la redundancia, “los usos y costumbres taurinos universalmente aplicados”. Hasta ahora, hay más estados de la República (Querétaro, Guanajuato, Tlaxcala, etc.) que han protegido a la fiesta de los que la han hecho a un lado.
            Desde el punto de vista de los medios de comunicación es evidente que las corridas de toros están dentro del ámbito deportivo, puesto que las crónicas y las noticias taurinas aparecen ―salvo algunas honrosas excepciones― en los espacios destinados a ello. Como en todo, este enfoque influye poderosamente en la concepción popular.
            En mi opinión, la tauromaquia es tan gimnástica como la danza: si bien es necesaria cierta forma física, su fin no es el desempeño atlético, es un ejercicio eminentemente espiritual. Creo también que cumple con todas las condiciones de las artes ―llámenseles bellas, superiores o clásicas― y comparte con ellas su objeto fundamental: la estética. Baste revisar El nacimiento de la tragedia de Friedrich Nietzsche para comprobar que el rito de la corrida de toros cabe en esta genial tesis como la humanidad de un torero en su vestido de luces.
            No existen datos actualizados para formular una noción más o menos sólida de lo que los mexicanos piensan en este sentido, sin embargo, la experiencia me hace calcular que la tendencia es la siguiente: mientras mayor cercanía se tenga a lo taurino, más se decantará la valoración por lo artístico y mientras menor contacto se tenga, la posición se irá ubicando hacia el polo de lo deportivo.
            Nos acercamos a los quinientos años de una poco interrumpida práctica de lidiar toros bravos dentro del territorio nacional, entonces ―guste o no―, que la afición ha sido transmitida de generación en generación ―atendiendo a la definición de «tradición» de la Real Academia Española― es algo más que acreditado: el carácter tradicional de la tauromaquia es indiscutible.
            Recapitulemos: según la ley mexicana, las corridas de toros son un espectáculo legítimo con normas jurídicas desprendidas del derecho consuetudinario; los medios de comunicación acostumbran insertarlas dentro de lo deportivo; el pueblo las considera, según su ilustración, en una gama que va desde la casilla mediática hasta lo artístico y constituyen sin lugar a dudas una tradición.
            Cabe añadir que la lengua, otras artes, las costumbres y la historia de nuestra sociedad han estado en constante y rico intercambio de formas con la fiesta debido a que comparten un fondo insondable: basta echar una mirada a la relación del mexicano con la muerte para hallar las amalgamas. Ahora, si atendemos a sus principales definiciones, es ineludible afirmar que a cualquier manifestación que reúna las características que hemos enumerado para la fiesta debe llamársele cultura.        
            Por otro lado, para ningún filósofo es asequible sentenciar las distintas concepciones históricas de la relación entre el arte y la moral. Como cualquier cuestión de esta naturaleza, es soluble sólo por la vía individual; por tanto, la validez de una u otra postura no puede más que debatirse respetuosamente y, finalmente, tolerarse. Todo esto mientras la manifestación cumpla cabalmente con sus preceptos intrínsecos, sin los cuales, efectivamente, no tiene razón de existir.
            También es difícil encontrar hueco en este espacio para entrar a las profundidades filosóficas y psicológicas del concepto «prohibición», sin embargo, siguiendo la línea argumentativa de este ejercicio ontológico, si fuera sensato impedir la lidia de toros bravos, resultaría necesario hacerlo asimismo con muchísimas otras expresiones culturales, como veremos enseguida al estimar las razones de los antitaurinos.
            Las prohibiciones no son nada nuevo, datan del siglo XV y han aparecido intermitentemente en toda la historia taurina de Europa y América (para quien desee conocer a profundidad estos procesos y sus consecuencias, recomiendo la lectura del capítulo “Polémicas sobre la licitud y conveniencia de la fiesta”, en el segundo tomo de Los Toros de Cossío).
            Los motivos y argumentos esgrimidos en su apología o vilipendio han ido cambiando a través del tiempo, abordaré las tres cuestiones que me parecen más vigentes: los prohibicionistas dicen que la tauromaquia no es deporte ni es arte: es barbarie, por tanto no puede ser una manifestación cultural válida y es necesario aniquilarla; piensan que las corridas de toros son crueles y sanguinarias, estiman que esto lastima la dignidad humana; desean defender la supervivencia de los animales y sus hábitats, protegerlos de las formas de maltrato y abuso.
            Ya hemos probado el carácter cultural de la fiesta, sin embargo, como otras manifestaciones culturales en el mundo contemporáneo ―la celebración de la boda gitana, la circuncisión o el sacrificio ritual musulmán―, el espectáculo taurino es sanguinario. No debe pretenderse negar este axioma. No es, en forma alguna, una exhibición tolerable para cualquier sensibilidad. Tampoco creo que haya que justificar su naturaleza con clichés del tipo: “También el Guernica, Crimen y castigo y la liturgia católica son sanguinarios”; los sacrificios que muestran estas manifestaciones son puramente simbólicos. Aunque la fiesta no tiene como finalidad el sacrificio sino la creación, es imposible ―artificial― sin la abrumadora certeza de la sangre, sea quien sea quien la vierta.
            Considero, por otro lado, que la crueldad en la corrida de toros refleja un espectro más amplio. No es cruel en tanto que ni los protagonistas ni los aficionados se deleitan en el sufrimiento ajeno. El padecimiento del toro ―y el del torero, cuando aparece― no es el propósito de la corrida.
            Cualquiera que haya visitado una ganadería brava, se habrá dado cuenta que el toro de lidia es un animal privilegiado. Podríamos decir, con cierto humor, que los prohibicionistas son sexistas, pues nunca hablan de las vacas: ellas tienen una calidad de vida superior a la mayoría de los animales en el mundo y no tienen que pagar este costo disputando su vida en una plaza.
            Toda la manada pasta en enormes extensiones de terreno; su alimentación es complementada y gozan de cuidados veterinarios, en general de excelentes condiciones hasta su muerte. Como, a este nivel, los animales no pueden elegir por ellos mismos, le pregunto, caro lector: ¿cuál sería su elección para un animal al que apreciara? ¿la existencia del perro callejero, que terminará sus tristes días apachurrado por un camión? ¿la del marlín que es enganchado por el anzuelo o perforado por un arpón? ¿o la del toro bravo, mimado toda su vida pero con el destino de jugársela finalmente, cubierto de gloria, en la arena?
            Las principales discrepancias de los protectores de animales están fundadas en la mala praxis. Tienen razón. Los cánones del quehacer taurino protegen la integridad del animal hasta su muerte, mandan las suertes lesivas con la medida de que el toro mantenga su fuerza, desahogo y acometividad hasta el final de la faena. De otra forma sería imposible la lidia. Pero es cierto que los abusos de los mediocres son frecuentes; sin duda lastiman la dignidad del toro y la del hombre.
            La muerte del animal ―una vez más, si se hace de forma correcta según la técnica taurina― no debe provocar una agonía prolongada: debe ser limpia, digna y fulminante. Aunque todos los toros tienen la oportunidad de conservar la vida si muestran características excepcionales en la plaza, el encuentro íntimo de la espada del hombre con las astas del burel mantiene el sentido ritual de la faena: es una especie de libación, de expiación, de sublimación, el desenlace de su eminente carácter trágico.
            En este sentido, creo que algunos defensores de la fiesta se equivocan de nuevo: vale para poco argumentar que de cualquier manera las reses no mueren de forma más pulcra en los rastros. Por otro lado, el extremo que pretende erradicar definitivamente el aprovechamiento del ganado para el consumo humano me parece poco factible y poco justificable.
            Muchos prohibicionistas argumentan que el toro está en desventaja durante la lidia, que raramente mueren toreros. Aparte de la tétrica sed de justicia que se desprende esta posición, no hace falta retroceder en el tiempo mucho para ver cómo un toro casi arranca la cabeza de un torero en Zaragoza, dañándole seriamente el rostro y desprendiéndole un ojo. Se dice que el torero elige estar allí, lo cual es enteramente cierto, pero ello no suprime el riesgo verdadero de la faena: durante la mayor parte de ésta, el torero se enfrenta a un animal ―que pesa hasta diez veces lo que él y tiene un par de astas certeras y afiladas, tan largas como los brazos humanos― en solitario, con el capote o la muleta en las manos, sin arma alguna.
            Sin las corridas desaparecerían los toros de lidia. Se esté o no de acuerdo en cuanto a si las reses bravas constituyen una raza por ellas mismas, es innegable que sus características fenotípicas y genotípicas tienen una distinción que vale la pena preservar, máxime que sus cualidades son tan preciosas: nobleza, bravura, valentía, fuerza, belleza, etc.
            La salvaguardia del ecosistema del toro bravo no es posible sin la fiesta. El costo de manutención de estas reses, de sus espacios y de su forma de vida no es asequible sin la tauromaquia. El toro no embiste, no mata para comer, muchas veces siquiera para defender su territorio: acomete ―cuando así lo elige― porque es bravo, porque esta es su naturaleza. Si el toro de lidia pastase libremente por los campos del país, aparte de la cantidad de personas, animales y bienes que sufrirían sus estragos, terminaría siendo aniquilado: al mezclarse con otros bovinos, su sangre, con todas sus increíbles singularidades, se iría diluyendo hasta desaparecer.
            Muchos taurinos, llevados por la pasión que despierta esta afición, han esgrimido argumentos poco sustentables para defender lo que aman. Pienso que exigir al interlocutor a que se preocupe antes por otras situaciones vergonzosas para la humanidad como la guerra, la pobreza o el crimen es algo que no nos corresponde: cada conciencia tiene la prerrogativa de ocuparse de tantos temas como considere necesario.
            Igualmente es discutible la premisa que moraliza las corridas de toros por conducto de los humanos excepcionales que la han vindicado o la han estimado. Es cierto que una gran cantidad de artistas, filósofos y destacadas personalidades de casi todos los ámbitos han declarado su filiación y que la gente toma en cuenta sus valiosas opiniones como líderes intelectuales, sin embargo, esto no quiere decir que estas figuras tendrían razón en todo lo que expresan o que tendríamos que estar de acuerdo en todas sus consideraciones.
            En este sentido, es preciso que ambos bandos revisen el documento del filósofo francés Francis Wolff titulado Cincuenta razones (que puede solicitarme de forma gratuita por correo electrónico). Uno, para saber defender de mejor manera a la fiesta y otro, para conocer un poco de lo que están tratando de prohibir.
            El desarrollo de la corrida ha estado siempre en constante evolución, las suertes han ido cambiando, adecuándose a la sensibilidad de su tiempo. Para cualquier taurino hoy sería intolerable ―y estéril estéticamente― presenciar un festejo de hace un siglo, cuando los caballos salían sin peto. Es en este punto donde la fiesta debe reinventarse, evolucionar. Para ello, pienso que sería necesario estudiar algunas modificaciones que no intervinieran con la esencia de la fiesta y que apremiaran a los profesionales a mejorar su práctica.
            Por ejemplo, habría que revisar a profundidad, con rigor científico, si las dimensiones de la puya y las banderillas siguen siendo ideales para el desarrollo de los tercios. También habría que considerar la posibilidad de que el tiempo que pasa entre que el diestro se tira a matar y que el toro dobla tuviera un límite. Todos padecemos el triste cuadro de una agonía lenta, cuando el matador no acierta y el toro cabecea junto a las tablas por minutos enteros. Que el torero tuviera una única oportunidad de estoquear eficazmente al burel requeriría de un desarrollo superior en la destreza de aquél y un final más digno para éste. La labor del puntillero crecería en mérito y la suerte evolucionaría en su ejecución y su herramienta.
            En general, toda la familia taurina debería reunirse para examinar la actualización de sus procedimientos y normas, incluyendo en estas discusiones un punto de vista plural, extensivo a otras posturas. Así como los defensores de animales tienen la responsabilidad de conocer de mejor manera el espectáculo que pretenden prohibir, los taurinos tenemos la de escucharlos, pero sobre todo la de practicar, proteger y exigir un ejercicio más estricto de los cánones inmutables de la tauromaquia.
            Durante más de un cuarto de siglo he participado en la fiesta de toros: primero como protagonista y luego como aficionado y crítico; en estos 25 años no he conocido a un solo taurino que no venere al toro bravo. Tengo plena confianza en que los genuinos protectores de animales serán capaces de comprender la importancia de la supervivencia de la tauromaquia ―como dijo uno de ellos, muy serio y responsable: nuestro interés está en cómo viven los animales más que en cómo mueren― y que los taurinos seremos capaces de evolucionar con los tiempos.
            Pronto las plazas de Catalunya volverán a llenarse de arte y la "música callada del toreo" volverá a conmover a esta culta afición. En  nuestro querido Estado, habrá que prepararnos de forma integral para futuros ataques: en esta ocasión prevaleció le sensatez al momento del sufragio, pero no podemos confiarnos, especialmente por los dislates de la iniciativa que apuntamos al principio de este texto.
            Felicidades a todos los que participaron de forma directa o paralela en la defensa apasionada y juiciosa de nuestro patrimonio cultural y ambiental: gracias a ustedes la fiesta brava es una fiesta viva, más viva que nunca.