sábado, 1 de febrero de 2014

¡Viva la tauromaquia! ¡Viva San Luis Potosí!


Si usted nos lo permite, caro lector, haremos una pausa en nuestro relato vinícola con la intención de abordar algunas cuestiones trascendentales para la vida cultural de nuestra ciudad que sucedieron esta primera semana de diciembre.
            Al cabo de un largo proceso, pues, el Congreso del Estado de San Luis Potosí rechazó la iniciativa —presentada, absurdamente, por la Comisión de Ecología y Medio Ambiente— que pretendía multar con unos ochenta mil pesos a quienes realizaran espectáculos taurinos públicos. Los diputados que votaron en contra de esta pretendida reforma a los artículos 25 y 84 de la Ley Estatal de Protección a los Animales doblaron en número, al final, a los que votaron a favor…
            Pero ¿por qué no hubo comisión de cultura, de economía?, ¿por qué los supuestos ambientalistas emitieron su voto a favor de la extinción de una raza? En fin… Mejor empecemos por situar esta decisión en un contexto más amplio, el global, para intentar comprender de dónde vino todo esto…  
            Apenas unas semanas atrás, seiscientas mil firmas hicieron posible que la tauromaquia se convirtiese en patrimonio cultural protegido por las leyes españolas. Esto fue el epílogo a una iniciativa ciudadana generada en Cataluña ante la prohibición establecida en esa comunidad el 28 de julio de 2010, una contestación sólida y vehemente ante la enclenque y contradictoria interrupción de los derechos de los catalanes.
            Se han cumplido dos años sin fiestas de toros públicas en la Ciudad Condal, pero todo apunta en que no se cumplirán más de tres. Aquel sufragio del Parlament (68 votos a favor, 55 en contra y 9 abstenciones) tuvo su réplica en las cámaras del Estado Español: 144 votos a favor, 26 en contra y 54 abstenciones.
            Más allá de los números, de las repercusiones políticas y legales, el flamante título que ostenta la tauromaquia en España refleja una victoria moral: las corridas y las manifestaciones culturales que se desprenden de ellas serán promocionadas, defendidas y apoyadas por el Estado como se hace con, digamos, la literatura.
            Con todo y las sensibilidades que la objetan, la fiesta de toros se sustenta por sí misma como expresión artística trascendental, es decir, no necesita, estrictamente, legitimación de parte del gobierno; sin embargo, con los tiempos que corren —tiempos en los que el artista es un villano y la singularidad del toro bravo estorba tanto que se pretende aniquilar—, sí requiere legalización.
            Esta legalidad no es barata para los prohibicionistas: en España, enrarece las relaciones entre el gobierno central y la Generalitat; en Europa, entorpece la homologación cultural de España (apetecida por muchos de estos inquisidores) con sus socios anglosajones, teutones, nórdicos… En la Unesco, incomodará globalmente y motivará discusiones que demandan más tolerancia y respeto que lo usual (puesto que la tauromaquia se presentará como candidata para ser declarada Bien Inmaterial de la Humanidad); y en México, ha sentado un precedente de criterio para los procesos pendientes de resolución (como lo era el potosino hasta ese momento).
            Es evidente que la prohibición catalana tuvo motivaciones y trasfondo políticos y que su finalidad fue tomar distancia y darle un brochazo de ranciedad a costumbres y tradiciones españolas notables, en un desafortunado afán de proteger la singularidad de un pueblo que no necesita de guardaespaldas, de coartar a una sociedad históricamente vanguardista en la defensa de las libertades cívicas. Que la cuestión de la defensa de los animales no tiene importancia para los arquitectos de esa política pública queda probado con la autorización, meses después, de la caza de jabalíes con arco y flecha por el mismo parlamento.
            Como sucede a menudo en nuestro país, el estratagema catalanista ha impulsado a cantidad de imitadores que no han analizado el particular ánimo que consiguió este triste paréntesis en la tauromaquia de la tierra de Joaquín Bernadó y, rondando el asunto en la opinión pública, ha hecho surgir más espontáneos con agenda electoral que almas legítimamente inquietadas por el maltrato a las bestias.
            Por ello, en lo personal, me siento satisfecho por la madurez con que han procedido en esta ocasión los representantes populares que tiene mi nación y mi localidad adoptivas: si los taurinos somos minoría —o si somos mayoría, según el impresionante número de firmas recaudadas en España—, se ha respetado y protegido el derecho a salvaguardar nuestra cultura y forma de vida; y, lo más importante, se ha avanzado en forma sustancial en la preservación del animal más hermoso sobre la tierra y la sustentabilidad de su entorno. Esto es, en esencia, un voto de peso a favor de la biodiversidad y la ecología, temas que preocupan, o deberían preocupar, a los fervientes animalistas.
            En mi sagrado derecho a defender para mi hija la oportunidad de valorar por ella misma las manifestaciones artísticas que considero son trascendentales para su formación cultural, añadiré algunos pensamientos al debate sobre la prohibición de las corridas de toros con el propósito de que esta discusión se convierta en un intercambio serio, maduro y respetuoso de ideas y propuestas. Hay que aprender la lección: en efecto hubo legisladores que estuvieron dispuestos a aprobar las iniciativas antitaurinas.
            Desde esta barrera intentaré hacer una breve reflexión sobre el ser y las propiedades de la tauromaquia ―particularmente la mexicana― y, sobre ello, deslindar el concepto de prohibir; abordaré los, en mi punto de vista, argumentos principales de las partes antípodas y finalmente, apuntaré la necesidad de modernización del espectáculo taurino. Es posible que usted, caro lector, no tenga interés particular en la tauromaquia, ni en su supervivencia. Le ofrezco una disculpa por poner el corcho a la botella durante unas semanas, sin embargo, quizás algo de lo que se trate aquí sea útil si algún día se pretende vedar la producción y el consumo del vino o si alguien intenta decirle qué no puede leer.
            ¿Las corridas de toros son un espectáculo, un arte, un deporte, una tradición… son cultura? En México, hasta ahora, desde el punto de vista jurídico la tauromaquia es considerada parte de los espectáculos públicos y se rige por un reglamento estatal o municipal; en la mayoría de los casos, estos ordenamientos contemplan y hacen aplicables, valga la redundancia, “los usos y costumbres taurinos universalmente aplicados”. Hasta ahora, hay más estados de la República (Querétaro, Guanajuato, Tlaxcala, etc.) que han protegido a la fiesta de los que la han hecho a un lado.
            Desde el punto de vista de los medios de comunicación es evidente que las corridas de toros están dentro del ámbito deportivo, puesto que las crónicas y las noticias taurinas aparecen ―salvo algunas honrosas excepciones― en los espacios destinados a ello. Como en todo, este enfoque influye poderosamente en la concepción popular.
            En mi opinión, la tauromaquia es tan gimnástica como la danza: si bien es necesaria cierta forma física, su fin no es el desempeño atlético, es un ejercicio eminentemente espiritual. Creo también que cumple con todas las condiciones de las artes ―llámenseles bellas, superiores o clásicas― y comparte con ellas su objeto fundamental: la estética. Baste revisar El nacimiento de la tragedia de Friedrich Nietzsche para comprobar que el rito de la corrida de toros cabe en esta genial tesis como la humanidad de un torero en su vestido de luces.
            No existen datos actualizados para formular una noción más o menos sólida de lo que los mexicanos piensan en este sentido, sin embargo, la experiencia me hace calcular que la tendencia es la siguiente: mientras mayor cercanía se tenga a lo taurino, más se decantará la valoración por lo artístico y mientras menor contacto se tenga, la posición se irá ubicando hacia el polo de lo deportivo.
            Nos acercamos a los quinientos años de una poco interrumpida práctica de lidiar toros bravos dentro del territorio nacional, entonces ―guste o no―, que la afición ha sido transmitida de generación en generación ―atendiendo a la definición de «tradición» de la Real Academia Española― es algo más que acreditado: el carácter tradicional de la tauromaquia es indiscutible.
            Recapitulemos: según la ley mexicana, las corridas de toros son un espectáculo legítimo con normas jurídicas desprendidas del derecho consuetudinario; los medios de comunicación acostumbran insertarlas dentro de lo deportivo; el pueblo las considera, según su ilustración, en una gama que va desde la casilla mediática hasta lo artístico y constituyen sin lugar a dudas una tradición.
            Cabe añadir que la lengua, otras artes, las costumbres y la historia de nuestra sociedad han estado en constante y rico intercambio de formas con la fiesta debido a que comparten un fondo insondable: basta echar una mirada a la relación del mexicano con la muerte para hallar las amalgamas. Ahora, si atendemos a sus principales definiciones, es ineludible afirmar que a cualquier manifestación que reúna las características que hemos enumerado para la fiesta debe llamársele cultura.        
            Por otro lado, para ningún filósofo es asequible sentenciar las distintas concepciones históricas de la relación entre el arte y la moral. Como cualquier cuestión de esta naturaleza, es soluble sólo por la vía individual; por tanto, la validez de una u otra postura no puede más que debatirse respetuosamente y, finalmente, tolerarse. Todo esto mientras la manifestación cumpla cabalmente con sus preceptos intrínsecos, sin los cuales, efectivamente, no tiene razón de existir.
            También es difícil encontrar hueco en este espacio para entrar a las profundidades filosóficas y psicológicas del concepto «prohibición», sin embargo, siguiendo la línea argumentativa de este ejercicio ontológico, si fuera sensato impedir la lidia de toros bravos, resultaría necesario hacerlo asimismo con muchísimas otras expresiones culturales, como veremos enseguida al estimar las razones de los antitaurinos.
            Las prohibiciones no son nada nuevo, datan del siglo XV y han aparecido intermitentemente en toda la historia taurina de Europa y América (para quien desee conocer a profundidad estos procesos y sus consecuencias, recomiendo la lectura del capítulo “Polémicas sobre la licitud y conveniencia de la fiesta”, en el segundo tomo de Los Toros de Cossío).
            Los motivos y argumentos esgrimidos en su apología o vilipendio han ido cambiando a través del tiempo, abordaré las tres cuestiones que me parecen más vigentes: los prohibicionistas dicen que la tauromaquia no es deporte ni es arte: es barbarie, por tanto no puede ser una manifestación cultural válida y es necesario aniquilarla; piensan que las corridas de toros son crueles y sanguinarias, estiman que esto lastima la dignidad humana; desean defender la supervivencia de los animales y sus hábitats, protegerlos de las formas de maltrato y abuso.
            Ya hemos probado el carácter cultural de la fiesta, sin embargo, como otras manifestaciones culturales en el mundo contemporáneo ―la celebración de la boda gitana, la circuncisión o el sacrificio ritual musulmán―, el espectáculo taurino es sanguinario. No debe pretenderse negar este axioma. No es, en forma alguna, una exhibición tolerable para cualquier sensibilidad. Tampoco creo que haya que justificar su naturaleza con clichés del tipo: “También el Guernica, Crimen y castigo y la liturgia católica son sanguinarios”; los sacrificios que muestran estas manifestaciones son puramente simbólicos. Aunque la fiesta no tiene como finalidad el sacrificio sino la creación, es imposible ―artificial― sin la abrumadora certeza de la sangre, sea quien sea quien la vierta.
            Considero, por otro lado, que la crueldad en la corrida de toros refleja un espectro más amplio. No es cruel en tanto que ni los protagonistas ni los aficionados se deleitan en el sufrimiento ajeno. El padecimiento del toro ―y el del torero, cuando aparece― no es el propósito de la corrida.
            Cualquiera que haya visitado una ganadería brava, se habrá dado cuenta que el toro de lidia es un animal privilegiado. Podríamos decir, con cierto humor, que los prohibicionistas son sexistas, pues nunca hablan de las vacas: ellas tienen una calidad de vida superior a la mayoría de los animales en el mundo y no tienen que pagar este costo disputando su vida en una plaza.
            Toda la manada pasta en enormes extensiones de terreno; su alimentación es complementada y gozan de cuidados veterinarios, en general de excelentes condiciones hasta su muerte. Como, a este nivel, los animales no pueden elegir por ellos mismos, le pregunto, caro lector: ¿cuál sería su elección para un animal al que apreciara? ¿la existencia del perro callejero, que terminará sus tristes días apachurrado por un camión? ¿la del marlín que es enganchado por el anzuelo o perforado por un arpón? ¿o la del toro bravo, mimado toda su vida pero con el destino de jugársela finalmente, cubierto de gloria, en la arena?
            Las principales discrepancias de los protectores de animales están fundadas en la mala praxis. Tienen razón. Los cánones del quehacer taurino protegen la integridad del animal hasta su muerte, mandan las suertes lesivas con la medida de que el toro mantenga su fuerza, desahogo y acometividad hasta el final de la faena. De otra forma sería imposible la lidia. Pero es cierto que los abusos de los mediocres son frecuentes; sin duda lastiman la dignidad del toro y la del hombre.
            La muerte del animal ―una vez más, si se hace de forma correcta según la técnica taurina― no debe provocar una agonía prolongada: debe ser limpia, digna y fulminante. Aunque todos los toros tienen la oportunidad de conservar la vida si muestran características excepcionales en la plaza, el encuentro íntimo de la espada del hombre con las astas del burel mantiene el sentido ritual de la faena: es una especie de libación, de expiación, de sublimación, el desenlace de su eminente carácter trágico.
            En este sentido, creo que algunos defensores de la fiesta se equivocan de nuevo: vale para poco argumentar que de cualquier manera las reses no mueren de forma más pulcra en los rastros. Por otro lado, el extremo que pretende erradicar definitivamente el aprovechamiento del ganado para el consumo humano me parece poco factible y poco justificable.
            Muchos prohibicionistas argumentan que el toro está en desventaja durante la lidia, que raramente mueren toreros. Aparte de la tétrica sed de justicia que se desprende esta posición, no hace falta retroceder en el tiempo mucho para ver cómo un toro casi arranca la cabeza de un torero en Zaragoza, dañándole seriamente el rostro y desprendiéndole un ojo. Se dice que el torero elige estar allí, lo cual es enteramente cierto, pero ello no suprime el riesgo verdadero de la faena: durante la mayor parte de ésta, el torero se enfrenta a un animal ―que pesa hasta diez veces lo que él y tiene un par de astas certeras y afiladas, tan largas como los brazos humanos― en solitario, con el capote o la muleta en las manos, sin arma alguna.
            Sin las corridas desaparecerían los toros de lidia. Se esté o no de acuerdo en cuanto a si las reses bravas constituyen una raza por ellas mismas, es innegable que sus características fenotípicas y genotípicas tienen una distinción que vale la pena preservar, máxime que sus cualidades son tan preciosas: nobleza, bravura, valentía, fuerza, belleza, etc.
            La salvaguardia del ecosistema del toro bravo no es posible sin la fiesta. El costo de manutención de estas reses, de sus espacios y de su forma de vida no es asequible sin la tauromaquia. El toro no embiste, no mata para comer, muchas veces siquiera para defender su territorio: acomete ―cuando así lo elige― porque es bravo, porque esta es su naturaleza. Si el toro de lidia pastase libremente por los campos del país, aparte de la cantidad de personas, animales y bienes que sufrirían sus estragos, terminaría siendo aniquilado: al mezclarse con otros bovinos, su sangre, con todas sus increíbles singularidades, se iría diluyendo hasta desaparecer.
            Muchos taurinos, llevados por la pasión que despierta esta afición, han esgrimido argumentos poco sustentables para defender lo que aman. Pienso que exigir al interlocutor a que se preocupe antes por otras situaciones vergonzosas para la humanidad como la guerra, la pobreza o el crimen es algo que no nos corresponde: cada conciencia tiene la prerrogativa de ocuparse de tantos temas como considere necesario.
            Igualmente es discutible la premisa que moraliza las corridas de toros por conducto de los humanos excepcionales que la han vindicado o la han estimado. Es cierto que una gran cantidad de artistas, filósofos y destacadas personalidades de casi todos los ámbitos han declarado su filiación y que la gente toma en cuenta sus valiosas opiniones como líderes intelectuales, sin embargo, esto no quiere decir que estas figuras tendrían razón en todo lo que expresan o que tendríamos que estar de acuerdo en todas sus consideraciones.
            En este sentido, es preciso que ambos bandos revisen el documento del filósofo francés Francis Wolff titulado Cincuenta razones (que puede solicitarme de forma gratuita por correo electrónico). Uno, para saber defender de mejor manera a la fiesta y otro, para conocer un poco de lo que están tratando de prohibir.
            El desarrollo de la corrida ha estado siempre en constante evolución, las suertes han ido cambiando, adecuándose a la sensibilidad de su tiempo. Para cualquier taurino hoy sería intolerable ―y estéril estéticamente― presenciar un festejo de hace un siglo, cuando los caballos salían sin peto. Es en este punto donde la fiesta debe reinventarse, evolucionar. Para ello, pienso que sería necesario estudiar algunas modificaciones que no intervinieran con la esencia de la fiesta y que apremiaran a los profesionales a mejorar su práctica.
            Por ejemplo, habría que revisar a profundidad, con rigor científico, si las dimensiones de la puya y las banderillas siguen siendo ideales para el desarrollo de los tercios. También habría que considerar la posibilidad de que el tiempo que pasa entre que el diestro se tira a matar y que el toro dobla tuviera un límite. Todos padecemos el triste cuadro de una agonía lenta, cuando el matador no acierta y el toro cabecea junto a las tablas por minutos enteros. Que el torero tuviera una única oportunidad de estoquear eficazmente al burel requeriría de un desarrollo superior en la destreza de aquél y un final más digno para éste. La labor del puntillero crecería en mérito y la suerte evolucionaría en su ejecución y su herramienta.
            En general, toda la familia taurina debería reunirse para examinar la actualización de sus procedimientos y normas, incluyendo en estas discusiones un punto de vista plural, extensivo a otras posturas. Así como los defensores de animales tienen la responsabilidad de conocer de mejor manera el espectáculo que pretenden prohibir, los taurinos tenemos la de escucharlos, pero sobre todo la de practicar, proteger y exigir un ejercicio más estricto de los cánones inmutables de la tauromaquia.
            Durante más de un cuarto de siglo he participado en la fiesta de toros: primero como protagonista y luego como aficionado y crítico; en estos 25 años no he conocido a un solo taurino que no venere al toro bravo. Tengo plena confianza en que los genuinos protectores de animales serán capaces de comprender la importancia de la supervivencia de la tauromaquia ―como dijo uno de ellos, muy serio y responsable: nuestro interés está en cómo viven los animales más que en cómo mueren― y que los taurinos seremos capaces de evolucionar con los tiempos.
            Pronto las plazas de Catalunya volverán a llenarse de arte y la "música callada del toreo" volverá a conmover a esta culta afición. En  nuestro querido Estado, habrá que prepararnos de forma integral para futuros ataques: en esta ocasión prevaleció le sensatez al momento del sufragio, pero no podemos confiarnos, especialmente por los dislates de la iniciativa que apuntamos al principio de este texto.
            Felicidades a todos los que participaron de forma directa o paralela en la defensa apasionada y juiciosa de nuestro patrimonio cultural y ambiental: gracias a ustedes la fiesta brava es una fiesta viva, más viva que nunca.

sábado, 9 de noviembre de 2013

¡Albricias!

Seiscientas mil firmas hicieron posible que la tauromaquia se convirtiese esta semana en patrimonio cultural protegido por las leyes españolas. Esto es el epílogo a una iniciativa ciudadana generada en Cataluña ante la prohibición establecida en esa comunidad el 28 de julio de 2010, una contestación sólida y vehemente ante la enclenque y contradictoria interrupción de los derechos de los catalanes.
            Se han cumplido dos años sin fiestas de toros públicas en la Ciudad Condal, pero todo apunta en que no se cumplirán más de tres. Aquella decisión del Parlament (68 votos a favor, 55 en contra y 9 abstenciones) ha tenido su réplica en las cámaras del Estado: 144 votos a favor, 26 en contra y 54 abstenciones.
            Más allá de los números, de las repercusiones políticas y legales, el nuevo título que ostenta la tauromaquia en España refleja una victoria moral: las corridas y las manifestaciones culturales que se desprenden de ellas serán promocionadas, defendidas y apoyadas por el Estado como se hace con, digamos, la literatura.
            Con todo y las sensibilidades que la objetan, la fiesta de toros se sustenta por sí misma como expresión artística trascendental, es decir, no necesita, estrictamente, legitimación de parte del gobierno, sin embargo, con los tiempos que corren —tiempos en los que el artista es un villano y la singularidad del toro bravo estorba tanto que se pretende extinguir su raza—, sí requiere legalización.
            Esta legalidad no es barata para los prohibicionistas: en España, enrarece las relaciones entre el gobierno central y la Generalitat; en Europa, entorpece la homologación cultural de España con sus socios anglosajones, teutones, nórdicos… apetecida por muchos de ellos; en la Unesco, incomodará globalmente y motivará discusiones que demandan más tolerancia y respeto que lo usual (puesto que la tauromaquia se presentará como candidata para ser declarada Bien Inmaterial de la Humanidad); y en México, sentará un precedente de criterio para los procesos pendientes de resolución.
            Por ello, en lo personal, me siento satisfecho por la madurez con que han procedido en esta ocasión los representantes populares que tiene mi nación adoptiva: si los taurinos somos minoría —o si somos mayoría, según el impresionante número de firmas recaudadas—, se ha respetado y protegido el derecho a salvaguardar nuestra cultura y forma de vida; y, lo más importante, se ha avanzado en forma sustancial en la preservación del animal más hermoso sobre la tierra y la sustentabilidad de su entorno. Esto es, en esencia, un voto de peso a favor de la biodiversidad y la ecología, temas que preocupan, o deberían preocupar, a los fervientes animalistas.

jueves, 8 de agosto de 2013

186 años en una tarde


Sólo con una ardiente paciencia conquistaremos la espléndida ciudad que dará luz, justicia y dignidad a todos los hombres. Así la poesía no habrá cantado en vano.
Rimbaud- Neruda.
 

El tiempo, en sus distintas acepciones, lo es todo en el vino. La vid —y la vida— están ceñidas al clima, a las edades, a las estaciones. El terruño no es más que el ensamblaje de la meteorología, la geografía y el concierto del hombre. La madurez de un viñedo —no es lo mismo el fruto de una parra de diez que de cincuenta años— es tan importante como un viticultor con experiencia y sensibilidad. Incluso el cambio climático ha influido en la calidad de los mostos.
            El vino debe beberse a su tiempo y con tiempo: una gran botella vive su infancia, juventud, madurez, vejez y finalmente muere. Aunque hay quien disfruta más la viveza y la frutalidad primaria de la adolescencia o prefiere la suavidad y la complejidad terciaria de la senectud, sólo ofrecerá durante cierta ventana de consumo todo su potencial armonizado. Además, la cata requiere de una oportunidad, una ocasión, una compañía, un método singulares: para que esa música, ese compás, ese —de nuevo— tiempo latente se escuche, para que el vino exista (como dice el afortunado e incomprendido eslogan de la D. O. C. que nos ocupa) se requiere de un oído afinado, de silencio y atención, de una escenografía… Muchas veces al vino hay que esperarlo: descorcharlo, quizás decantarlo y darle su tiempo para que respire lo suficiente, para que se exprese.
             Para todo esto es indispensable una disposición del alma poco cultivada en nuestro tiempo: la virtud y el ejercicio de la paciencia. Para que un día se destape el tarro de las esencias y el duende encuentre sintonía, se ha debido de acumular la templanza de muchas almas. Sin embargo, es evidente que nos hemos acostumbrado a la satisfacción inmediata, a la precipitación, a lo instantáneo. Por otro lado, el exceso de aguante, que en los aficionados podría traducirse como ambición desmedida, como codicia, lleva consigo el riesgo de la ruina: mil veces mejor un vino en su primera etapa que pasada la última… Pero la recompensa para quien reúne fortuna y justa espera, para quien no ha sido frugal ni ha sucumbido a la tentación es grande, muy grande…
            Acabamos de vivir hace unas semanas —usaré el plural, otra vez, porque estas experiencias y conceptos no son más que la suma de las sensibilidades de mis queridísimos combibeles— un hito en nuestra carrera de enófilos. El destino y la paciencia nos presentó la oportunidad de hacer una cata histórica de cuatro añadas de Viña Tondonia para festejar el cumpleaños de nuestro decano: tres grandes reservas y un reserva. Ya hemos hablado aquí sobre esta mítica bodega riojana R. López de Heredia[1], sobre su filosofía y estilo, incluso sobre el crítico que la colocó hace poco en el radar de los cautivos de la moda[2]. Pero, siendo muy sinceros, nunca imaginamos que un ejemplar de esta casa fuera a convertirse en uno de los dos o tres vinos más prodigiosos que hemos probado en nuestras vidas; y, siempre gracias a mis mecenas, no hay empacho en decir que hemos descorchado un sustancial repertorio de los mejores vinos vivos del mundo.
            En las catas verticales, especialmente si hay ediciones venerables —este adjetivo incluye toda su carga eclesiástica—, no nos gusta adoptar un orden preestablecido: aunque la tendencia es beber del más joven al más viejo, preferimos hacer un acercamiento olfativo previo con la intención de estimar sus condiciones para dejar al final el que haya sugerido mejores, descartar alguno que haya perdido sus atributos o, en cosechas más recientes, proponer una degustación de ida y vuelta. Ojo, caros canteranos, no hay duda de que las catas verticales (distintas añadas de la misma etiqueta) o las catas horizontales (distintas etiquetas de una misma añada, a menudo provenientes de la misma región o de los mismos varietales) son unos de los mejores ejercicios para la apreciación de nuestro adorado néctar.
            La evaluación esbozó, pues, que habríamos de verter en primera instancia el Reserva 2001. El milenio comenzó en la Rioja con una cosecha excelente, que perfilaría un decenio por demás inaudito: cinco excelencias entre 2001 y 2011[3]. Como la gran reserva de 2001 no está aún disponible, optamos por este ejemplar que muestra un futuro luminoso: a tres años de su comercialización hemos tenido el placer de ir disfrutando la naciente complejidad de un caldo que auguramos será un primor por allá de las décadas de los veinte, treinta y, bien guardado, cuarenta. Es el Tondonia más reciente disponible en el mercado, un tinto como una aurora, delicioso hoy si se expone a una generosa oxigenación, que nos hace soñar con su versión Gran Reserva y con los caldos de las cosechas 2004, 2005, 2010 y 2011 que habitan aún las trece mil barricas y los infinitos botelleros a diez metros de este bendito suelo de Haro.
            Al 2001 siguió el 1954. No sé usted, caro lector, pero a mí se me enchina la piel cuando me emociono. Llevarnos a la nariz la copa de este casi sexagenario nos hizo a todos suspirar (en lo particular, se me erizaron los vellos de los antebrazos) y, en seguida, se esfumó esa angustia que nadie quería desvelar, que habíamos venido soportando en silencio: en ese par de minutos —sin exagerar— que duró el retrogusto de este Tondonia, fuimos cayendo en la cuenta de que la inversión había valido la pena; no importaba tanto ya si las otras botellas estaban o no vivas: el boleto estaba pagado. Adquirir piezas históricas supone siempre una apuesta: como ninguno de nosotros habíamos siquiera nacido entonces, sólo quedaba depositar la confianza en las almas que supervisaron el sueño de las botellas durante aquellas décadas. El Cincuenta y Cuatro fue glorioso: un abuelo que se superpuso al exilio y que, también, envuelto en el incienso de su vejez, aguardó estoica y elegantemente su destino.
            En 1947 bautizaron a mi padre, que en paz descanse, y nació mi suegro, que Dios guarde muchas décadas (por cierto, uno de mis más caros lectores). A saber, yo soy un hombre de cuarenta años. El vino más viejo de la tarde y el más antiguo que hemos bebido, que se cosechó a dos años de la Segunda Guerra Mundial, tenía sobre su corcho una aureola mítica que nos hizo pensar dos veces —no más— si había que perforarlo: una pequeña masa de polvo, hongos y tela de arañas —guardianas, colaboradoras, enólogas durante más de un siglo del “Cementerio” de la bodega López de Heredia— se batía contra lo inexorable. El primer suspiro que tomó el líquido al verse ¿liberado? ¿desamparado? fue una bocanada tan diacrónica y extraña como la simultánea exhalación que expulsó hacia nuestro tiempo y nuestra latitud. La salud de un vino de esta edad descansa en la certeza de que su letargo no será interrumpido: las condiciones de su hibernación son fundamentales y el ineludible viaje provocó seguramente alguna mella en su frescura. Esta particular botella de esta añada fue un tinto majestuoso, solemne, con un inédito aroma añejo, sostenido en un filo delicioso que generó, como pocas cosas, reflexiones intelectuales y emociones espirituales. Al extremo del 2001, fue un crepúsculo que nos engendró la esperanza de encontrarnos pronto con él en su arácnido y alutáceo hábitat riojano.
            Nos gusta pensar que los grandes vinos, como los grandes seres humanos, tenemos que cumplir con un destino. Y no hay destino más grande que el amor, que la trascendencia por medio del amor. El amor que tiene la familia López de Heredia —en especial María José— por su destino, por su obra, por su estirpe y por sus feligreses se refleja directamente en sus vinos. Es una casa que no imita mas que a su pasado, a una tradición que guarda los secretos de estos vinos de excepcional longevidad. Memoria, respeto, talento, sabiduría, experiencia, fidelidad, generosidad y sencillez se ensamblan dentro de esa entrañable madera con la misma elegancia que se ensamblan tempranillo, “garnacho”, graciano y mazuelo.
            Finalmente, Viña Tondonia Gran Reserva 1964. La perfección en el vino, en el arte, es tópico retórico; nuestra posición —insalvable fruto de la tradición y, en este caso, no compartida por el pleno— es que, como se refiere al grado máximo posible, es decir, a una subjetividad, tiene que adecuarse a la experiencia personal y temporal de quien expresa esta categoría. Si se alude a una obra en la que el hombre participa, la perfección atiende a su naturaleza imperfecta, es decir, en el arte o en cualquier expresión humana implica concordantemente la mácula. El Tondonia Sesenta y Cuatro cimbró esta noción: no encontramos en su esfera indicio de mancha, lunar, pellizco o relieve, ni siquiera en su relación precio/calidad. Como no nos interesan, por el momento, las catas analíticas, teóricas u “objetivas y desapasionadas” (como dicta José Peñín), proponemos, en mayoría, subjetiva y apasionadamente, que este elixir es perfecto. Pero más allá de esto, que la emoción que produce es divina: trasciende la inasible perfección humana.
            Estará pensando, caro lector, si no ha tenido la oportunidad de conocer este vino ¿a qué huele, a qué sabe? He allí nuestro desestimación por las descripciones impersonales: no es posible transmitirlo en un lenguaje técnico; más allá: ¿a quién le importa o quién es capaz de conectarse con las notas de, en su más afortunada versión, “ebanistería” o “repostería”, o con sus “frutos negros”, o “reducciones de cacao”? Para quien esto escribe, sólo es posible intentar transmitir las sensaciones desde un punto de vista personal o de grupo… ¿A qué huele el “sotobosque”, a qué sabe el regaliz, cuáles de ellos?...
            En fin, no hay forma de describirle puntualmente estos vinos, un gran vino elude las palabras. Intentamos compartirle lo que nos han hecho pensar, sentir… Pero podemos, sí, ponerlo en contexto: este Tondonia rivaliza en nuestra memoria, mejor dicho, habita el reducido olimpo de experiencias como Petrus 1976 y Haut Brion de la misma cosecha de este humilde y orgulloso riojano (sólo que por estas joyas bordelesas habría que desembolsar de cuatro a seis veces más).
            1964 está considerada la mejor, o una de las mejores, cosechas del siglo pasado en la Rioja. Y está en su mejor momento —su cima, su madurez— en los vinos con este sabio y particular diseño de envejecimiento. El devenir de cada botella es único, como lo es el de nuestras vidas: cada botella que se descorche de este monumento será única, cada instante y circunstancia será irrepetible, cada experiencia singular. Fue tan largo y conmovedor que pasamos un par de días con el gusto presente en el cielo de la boca —y otros cielos—.
            Nos gusta pensar que el destino de este frasco y su linaje y el destino nuestro de descorcharlo ese día estaban entramados para que alcanzaran juntos lo sublime: el perfume sobrenatural, el poético refinamiento, la hondura metafísica, la tradición convertida en extravagancia y exuberancia debían de encontrarse en la común historia de un grupo de hombres que hoy tienen un lazo más profundo gracias a la paciencia, a una afirmación de amor fraternal y, en gran medida, a la presencia inconfundible de la Elegancia, asistencia que provocó que los miembros de esta cofradía se vieran a los ojos como se ven el tiempo y el espacio.


jueves, 6 de junio de 2013

Los círculos del tiempo


                                                                                                En mi pequeñísima cava duerme un Léoville Barton 2008, tiene en su cuello una etiqueta que dice: “L.O.H. Para descorcharse el 30 de agosto de 2026”. Ese día cumplirá 18 años mi hija Lucía…

A.O.F.

Se extingue el año de 1982, Gabriel García Márquez —enfundado en el poco protocolario traje de lino que su abuelo portaba los días de fiesta— cena filete de reno en salsa de dijon, salmón al eneldo y sorbete de grosella, todo ello perfectamente maridado con una muy castiza copa de Tio Pepe, una —o dos— de champán Mumm y una más de oporto Kopke. La ocasión no es para menos: recibe, a la cortísima edad de 55 años, el premio Nobel de Literatura.
            Este año es especial por muchas razones más: la URSS lanza la estación espacial Mir, se implanta en EUA el primer corazón artificial y nace el disco compacto en su forma comercial; Mecano debuta en la movida escena madrileña, Soda Stereo en la convulsionada bonaerense y Michael Jackson hipnotiza al mundo con el álbum más vendido de la historia: Thriller; dominan las pantallas Pink Floyd: The Wall, E.T., Blade Runner y Fanny & Alexander; se juega en España (a donde su servidor viajaría ese verano por primera vez, con nueve años) la Copa del Mundo de FIFA, Maradona debuta en el F.C. Barcelona y una caja de Lafite cuesta la mitad de lo que hoy cuesta una botella.
            Se acerca el final de un estío plácido al norte de Aquitania. El sol de 1982 calienta por las tardes la ciudad de Burdeos, las noches frescas invitan a sentarse a la orilla del Garonne, que cede generoso sus templadas aguas al estuario de la Gironde. Unos cuarenta kilómetros río abajo, las impecables hileras de los viñedos de Saint Julien presumen sus hermosos racimos de cabernet y merlot, los granos chupan insaciables la savia de los sarmientos retorcidos por la edad y los azúcares se concentran gracias al cielo que se obstina ante una súplica preciosa, la que pide algo más de agua que la humedad atlántica.
            Ronald Barton, quien nació con el siglo XX, camina todas las mañanas entre sus viñas, inspecciona las uvas como relojero, absorbe en su piel el sol y el rocío como si fuera una de ellas. Lleva más de medio siglo haciendo lo mismo, desde que su padre le entregó el control del Château, y no recuerda un año mejor que este 1982 desde que el fin de la gran guerra le permitió hacer su primera leyenda, en 1945. La tradición es su bandera, como lo ha sido siempre en esta bodega que ha pertenecido a su familia desde principios del XIX. Ya retirado, cuatro años más tarde de esta cosecha mitológica que intentamos revivir hoy, monsieur Ronald dejará este mundo sosteniendo que el 1982 ha sido el mejor vino que hizo en su vida; sin embargo, la perpetua ironía que es el Tiempo le habrá negado la oportunidad de experimentar su creación en la madurez plena, que no llegará antes de cuatro décadas…
            Volvamos a mayo de 2013. Han pasado 31 años de aquella mítica añada, el padre de Anthony y abuelo de Lilian Barton (actuales propietarios de este terruño) lleva 27 de cosechar en la viña divina. Hace unos días, con motivo de mi cumpleaños número 40, mi querido mecenas enológico, ese espléndido coleccionista de reminiscencias vivas, ese exquisito filántropo, ese anticuario de sensaciones, tuvo la formidable generosidad de descorchar y compartir una prístina botella del mismísimo Château Léoville Barton, récolte 1982; allí se erguía, frente a mí, como las joyas que imponen su presencia entre la bisutería: verdadera, auténtica, real, genuina.
            Afortunadamente, unas semanas atrás habíamos tenido la oportunidad de catar otro icono de esta añada y región, Château-Figeac 1982, un maravilloso Saint Emilion que con toda su complejidad de grosellas y cedro nos proveyó de contexto para la experiencia del Barton.
            Hemos dicho en varias ocasiones que probar un vino de estas características constituye una vivencia que trasciende las palabras. Escribir una estricta nota de cata, una reseña de los colores, los aromas y los sabores de una ambrosía viva que se aloja en nuestras almas sabe a poco. Un vino como este Léoville puede llegar al papel sólo en forma de evocaciones, de emociones; sin embargo, en esta ocasión es esencial —por una razón singular— comentar que la opacidad del granate no denotaba su edad, ni el regaliz y la grosella, ni su concentración, carnosidad y potencia en boca: el Barton 82 es en verdad el elixir de la eterna juventud; es una treintañera que no ha llegado a su adolescencia; es Kirsten Dunst como la pequeña Claudia, la refinada e impulsiva niña-vampiresa; ha sido a lo largo de tres décadas —perdone usted el atrevimiento— una auténtica lolita.
            Saborear esta botella —que parecía nunca haber dejado la bodega original— nos otorgó la gracia de volver a probar un trozo del mejor 1982, el de la apacible campiña francesa, como si hubiéramos viajado en una máquina del tiempo: con un tinto evolucionado pero a la vez fresco, con todo su músculo, frutalidad y belleza intactos.
            En su discurso de aceptación del Nobel, el Gabo invitaba a crear una nueva utopía y hacía homenaje a quien había estado en su lugar 31 años antes, William Faulkner: como en sus novelas, como con el linaje de los Buendía, el tiempo circular nos regala la comunión con nuestra estirpe a través de las décadas, de los siglos: vista desde el cielo, la espiral de la historia es un mismo disco… Algún otro Léoville dejaré para que mis hijos lo beban a los cuarenta años.