miércoles, 4 de mayo de 2011

Que Dios reparta suerte (Cuento)


La Virgen de la Paloma escucha las plegarias de los toreros, quienes se santiguan y abandonan la capilla para ocupar el patio de cuadrillas. La corrida está a punto de comenzar, la gente se acomoda en sus localidades, los abanicos aletean por el tendido. El pasodoble acompaña al centáureo desfile que cabalga hasta la barrera de sombra. Los matadores saludan al presidente, despliegan sus capotes e intentan alejar los nervios dando lances a un toro imaginario. 
La corrida transcurre sin mucho que resaltar. El primer astado ha salido manso, la debilidad del tercero encendió las protestas del respetable y el pobre juego ofrecido por sus hermanos terminó por sumir en el tedio a la gente y en la desesperación a los actuantes. Las mulillas arrastran al quinto, la concurrencia vuelve a ocupar sus asientos con la esperanza de que el sexto toro de la tarde salve el festejo.
El habano de quince euros cae de la boca de un aficionado del Siete, que se arrebata llevándose las manos a la nuca: Tres verónicas tan profundas como una garnacha centenaria, rematadas con su media −de barbilla hundida en el pecho y compás de bulería−, inundan la plaza con aromas a romero y a Jerez. La gente se frota las manos, se acomoda los lentes y extingue las conversaciones mientras el banderillero coloca el último par.
El matador, de nuevo inmerso en la cadencia del paseíllo, se encamina al núcleo del redondel, levanta su cara al cielo y musita un brindis que se extiende por varios minutos. El sol abre brecha entre las nubes. La atención de los espectadores, clavada en la patética efigie de negro impoluto que se erige en el centro del albero, apenas se distrae para generar un murmullo que contagia a las palomas. Finalmente, el diestro lanza sobre su hombro la montera que gira en el aire como una serpentina y cae boca arriba sobre la arena.
 Una vez cerca de las tablas, el torero se acerca al mohíno tarareando cites heredados de los tablaos, de las fraguas, de los piropos gitanos. El hermoso animal, tan oscuro como el azabache y pasamanería del vestido del artista-príncipe, no se ha movido del burladero, atornilla sus ojos en la muleta −aún plegada− que el espada mece detrás de su cintura. De pronto embiste y la arena tiembla, tiemblan las rodillas de los espectadores de barrera; el torero monta el engaño sobre el estoque y avanza sorbiendo al toro con dos ayudados por alto que remata con una trinchera imposible. El astado ha entintado el vestido, el espacio entre ellos desapareció por debajo de los codos.
La multitud no aplaude; los olés, arrancados de raíz, los han dejado sin aliento, vaciados por su sorpresa. Los minutos transcurren. Tampoco el toro ni el torero parecen salir de la conmoción. El barullo, ineludible en cualquier plaza, logra que los protagonistas vuelvan en sí. Las palmas se reincorporan, tímidas, suman, crecen y se vuelven jaleo. Un hombre se pone de pie e intenta gritar algo, pero las palabras no encuentran al sonido.
El diestro, sin más, colocado en el tercio, toma la muleta con la izquierda, se planta de frente al burel y cita con el pecho por delante, con las puntas de las zapatillas apuntando a los pitones. El primer natural no es la primera copa de un vino recién descorchado, recala tanto que fuerza una pausa para el segundo, esférico y armónico, con el toro embelesado por los vuelos de la muleta. El tercero hace estallar a la gente: Algunos saltan de sus butacas, otros aprietan los puños, aun hay quien tira de sus propios cabellos, trenzándolos.
El pase de pecho —Camarón rematando un fandango, con la guitarra que se agota; el buqué de todas las copas abandonadas en la madrugada— es tan largo, que su persistencia hace que más de alguno bautice sus mejillas o sus bragas. Un solo adorno corona la brevísima y concentrada faena, nadie lo ha visto nunca: Una especie de molinete, cargando la suerte y con la muleta por los suelos, envuelve al destino.
La breve obra está consumada. Nadie tiene hueco para más. En la gradería se muerden las uñas. Al tiempo que la espada cala el morrillo del burel por lo más alto, sus astas levantan al diestro partiendo el muslo en un encuentro terrible.
Los subalternos encaraman en brazos al matador. Su mirada se pierde en el sol moribundo.
Las pupilas permanecen atentas detrás de sus párpados.
No hay quinto malo. Hasta el barrio de Canillejas se escuchan los olés de un público convencido. La figura esbelta va caminándole al toro con seguridad, ganando terreno. Los naturales se suceden con pundonor y cadencia. Tres adornos coronan su valiente trasteo, el diestro monta la espada y el astado cae redondo, sin puntilla. Una sonrisa aniñada agradece las flores que caen desde los tendidos.
El pitón inerte del cinqueño gotea sangre desde la cepa, pinta una línea sobre la arena que surca su arrastre. La cuadrilla se despide del presidente levantando las orejas del animal y agradece la última ovación del gentío que, angustiado, va tomando las salidas.
Los médicos retiran el torniquete improvisado.
Como en un grabado goyesco, el picador presencia el clasicismo de las verónicas hondas. La muleta lleva cosido al burel en sus vuelos magistrales y el arte se impregna de aromas rondeños. Los aficionados se maravillan de la sabiduría del matador, quien pliega el engaño en un fino desplante. El estoque se hunde en su rincón, la plaza estalla en un júbilo blanco.
Un doctor corta la taleguilla.
La bravura del tercer toro persigue al capote perfeccionista. Una sonrisa permanente acompaña con gallardía a las banderillas cabales. El diestro traza los derechazos dando el pecho, se yergue melancólico, alarga su carisma. El certero espadazo culmina la obra. Bienvenida la gran ovación. Los tendidos rinden homenaje a su casta y a su dinástico toreo.
La sangre sale a borbotones.
La tauromaquia se perfila en unos naturales estoicos, monumentales, monstruosos. El astado repite una y otra vez alrededor de la figura erguidísima del torero, cuyo valor sereno invade a los aficionados. La multitud se levanta y se rompe las manos aplaudiendo las tandas señorialmente rematadas. La faena crece, los pitones pasan cerca, más cerca, él toma la muleta por un extremo y los despide con una manoletina milagrosa. La estocada se duerme en el tiempo, la multitud no puede creer lo que ha visto.
Un cirujano lucha contra la hemorragia.
El clarín anuncia la salida del primer toro. Tres quites perfectos han puesto al tendido de cabeza. El torero presume sus facultades, gallea al bravo animal que sale de los quiebros con tres pares como banderas. La erudición precoz del diestro encuentra por fin turno en esta plaza madrileña. Todo el toreo se plasma en la arena virgen, todas las suertes se bordan por la largueza del matador. Los pilares de la Monumental surgen con un derechazo, los palcos se alzan con un adorno gracioso, la gradería crece con los naturales y hasta los mosaicos se acomodan al tiempo que el torero, arquitecto de sueños, construye su faena.

Al final del túnel hay una luz brillante. El diestro se acerca con pasos tímidos, la bruma espesa se disipa lentamente, puede ver su vestido que reluce. Los espectros van tomando forma. Comienza a percibir el bullicio. Los destellos de las cámaras le dejan ver las figuras de los matadores que lían cuidadosamente sus capotes de paseo. Las piernas se estiran, las casacas son acomodadas a tirones y el nerviosismo apura los cigarrillos. La gente abre paso al torero, las miradas se fijan en él, los rostros aparecen uno a uno. Joselito el Gallo le sonríe bajo sus ojos brillantes; Manolete ofrece su mano con respeto; Antonio Bienvenida lo recibe con una cariñosa palmada en la espalda; Ordóñez, vestido a la usanza goyesca, lo anima tomándole del brazo y el rostro casi infantil del Yiyo le hace un guiño fraternal. Finalmente sale al ruedo, se alinean los alternantes, el público celebra. El diestro levanta su cara hacia el cielo, pone la montera sobre su pecho y traza con la zapatilla una cruz en la arena. Que Dios reparta suerte. La música da comienzo al paseíllo.


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Apéndice

·         “Que Dios reparta suerte”: Sentencia tradicional con la que los matadores se desean suerte unos a otros antes de iniciar el paseíllo, al comienzo de una corrida de toros.
·         La Virgen de la Paloma es la virgen que se encuentra en la capilla de la plaza de toros de las Ventas de Madrid. Los toreros dirigen sus rezos a ella minutos antes de partir plaza.
·         El tendido Siete es una fracción de la grada de las Ventas que se caracteriza por la exigencia, a veces rudeza de los aficionados que la ocupan.
·        Verónicas: Lance natural y fundamental con el capote.
·        Garnacha centenaria: Garnacha o grenache, es una variedad de la vid que, cualitativamente, ofrece vinos musculosos, complejos y profundos.
·       Morrillo: Músculo espaldar en la parte alta del cuello del toro.
·       Burel: Toro.
·       Subalternos: Miembros del equipo que ayuda al torero durante el festejo.
·       Cinqueño: Toro con cinco años cumplidos.
·       Cepa: Parte más ancha del cuerno, nacimiento.
·        Cuadrilla: Elementos encargados de auxiliar al matador en el desarrollo de la lidia. Cuando un torero ha sido herido y es llevado a la enfermería, la cuadrilla recibe en su lugar los trofeos y agradece el reconocimiento del público.
·       Presidente: Juez, autoridad de la plaza de toros.
·       Barrio de Canillejas: Barrio del noreste madrileño.
·       Naturales: Muletazo con la mano izquierda.
·        Adornos: Medios pases con la muleta que frecuentemente se ejecutan para rematar una serie o hacia el final de la faena.
·       Montar la espada: Acción de levantar y apuntar el estoque para entrar a matar al toro.
·       Puntilla: Pequeña daga utilizada para matar al toro que ya dobló.
·       Picador: Elemento de la cuadrilla que pica al toro desde el caballo.
·       Clasicismo: Estilo clásico, atemporal y ortodoxo del torero.
·       Engaño: Instrumento que se utiliza para torear. Capote, muleta.
·       Taleguilla: Calzona, pantalón del traje de torear.
·       Derechazos: Pase ejecutado con la muleta en la mano derecha, ayudado del estoque.
·       Tanda: Serie de pases.
·        Manoletina: Pase de adorno. El torero debe citar al toro de frente, con los pies juntos, llevar la muleta detrás de su cuerpo con la mano derecha y pasarla por encima de la cabeza del animal hasta barrer totalmente su lomo, de principio a fin, momento en el que girará sobre sus propios pies y quedará de nuevo frente al toro.
·       Quites: Conjunto de suertes ejecutadas con el capote.
·        Gallear: Suerte que se ejecuta a cuerpo limpio, pasando frente al toro y haciéndolo girar en busca de la humanidad del torero.
·        Quiebros: Suerte que consiste en inclinar el cuerpo muy marcadamente para engañar la embestida del toro. Con frecuencia se hace para colocar las banderillas; se cita al animal de frente y se deja pasar muy cerca del cuerpo al tiempo que se clavan éstas.
·       Pares: Banderillas (Palillos de madera adornados y con un arpón en la punta).
·       Largueza: Se dice de los toreros que dominan gran cantidad de suertes.
·        Túnel de cuadrillas: Muchas plazas de toros tienen un túnel que sale al ruedo, de donde salen los toreros y por donde se retiran al finalizar la corrida.
·       Capote de paseo: Es el capotillo bordado que los matadores se ciñen para hacer el paseíllo.
·       Casaca: Chaquetilla corta de los diestros, adornada con trencillas, luces y alamares.
·        Joselito el Gallo: José Gómez Ortega (1895-1920). Torero sevillano de gran fama. Dominador de todas las suertes incluidas las banderillas, el Gallo daba la impresión que el toro era incapaz de cogerlo. José demostró sus aptitudes desde muy temprana edad, compitió y mandó en el toreo de su época. Concibió e impulsó la construcción de muchas plazas españolas, entre ellas la de las Ventas de Madrid, coso en el que nunca pudo torear, ya que antes de que fuera inaugurado un toro le quitó la vida en la localidad de Talavera de la Reina.
·        Manolete: Manuel Rodríguez Sánchez (1917-1947). Matador de toros de gran personalidad y valor, apodado el "Monstruo de Córdoba". Su técnica, con el cuerpo de perfil hacia la horizontal del toro revolucionó la tauromaquia de su tiempo. Manolete paseó su grandeza en cuanta plaza pisó, pero los aficionados viejos todavía recuerdan sus tardes triunfales en Madrid. Su estilo lento, estético y arriesgado para estoquear a los toros le encontró la muerte una tarde de agosto al entrar a matar a un Miura.
·        Antonio Bienvenida: Antonio Mejías Jiménez (1922-1975). Torero nacido en Caracas, miembro de una importante dinastía de matadores. Antonio fue una figura muy importante en la historia de las Ventas. Torero de la montera a las zapatillas, superior banderillero. Su gran carisma y la perfección con la que ejecutaba las suertes lo mantuvieron durante casi cuarenta años en la cima del toreo. Irónicamente, después de haber lidiado cientos de toros, una vaquilla le quitó la vida al voltearlo en un tentadero.
·        Ordóñez: Antonio Ordóñez Araujo (1932-1998). Figura emparentada con todo el árbol genealógico de la tauromaquia. Diestro de corte clásico, erudito en todas las artes taurinas, su toreo profundo y armónico lo llevó a la categoría de maestro. Organizador y protagonista, hasta su muerte, de los anuales festejos goyescos de Ronda. Hizo famosa su peculiar forma de matar a los toros, dejando la espada un tanto baja en un lugar del morrillo al que terminó por bautizársele “el rincón de Ordóñez”. Ocupó un lugar muy especial en el gusto de los aficionados venteños. Murió en Sevilla después de una larga enfermedad.
·        El Yiyo: José Cubero Sánchez (1964-1985). Torero afincado en el popular barrio de Canillejas, cercano a la plaza de las Ventas. Alumno de la Escuela de Tauromaquia de Madrid,  el Yiyo basó su quehacer taurino en el valor, la técnica y la honradez. Un toro de nombre Burlero cortó su brillante y fugaz carrera una tarde de septiembre, a los veintiún años.
·       Montera: Sombrero que utilizan los toreros.
·       Paseíllo: Desfile de las cuadrillas antes de que se inicie la lidia.

 

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