miércoles, 25 de mayo de 2011

Las amantes del corsario

Como decíamos en la entrega anterior, el vinófilo no puede casarse ni con una etiqueta, ni con una variedad, ni con una región, siquiera con un color. El aficionado que no expande sus horizontes es como el pirata que nunca deja su bahía. La memoria, la vista, el olfato, el gusto sólo se desarrollan y se curten por medio de la experiencia, del ejercicio comparativo. Por más bella que nos parezca nuestra novia, no alzar velas nos ahogaría, nos condenaría al tedio, a la inopia, por lo menos a la ingenuidad.
            Una vez que se ha enamorado como chiquillo, el bisoño galán busca reproducir la vivencia, desea encontrar de nuevo esa sorpresa, persigue otro hallazgo, necesita de aquella emoción profunda. Y descubre que los océanos son vastos, que hay tesoros en otras costas y que algunos de estos cofres contienen una riqueza que no era capaz de imaginar. Cada descorche afortunado renueva su espíritu de tenorio y de corsario.
            Ahora, la copa que le hará sentir mariposas en el estómago tampoco aparecerá en cualquier ribera: para desplazar a la novia y a la amante hace falta una dama que le enseñe algo que no sabía, que sea más perfumada, más opulenta, más estructurada, más elegante, más esférica, más perfecta que ellas… y que tenga la edad ideal.
            Estas joyas, estas botellas, aparecen –como todo lo extraordinario − pocas veces en la vida. Cada enófilo va adquiriendo su nivel según la calidad de las etiquetas que tiene la oportunidad de degustar, según la intensidad de su pasión, según su escrupulosidad, su atención y sus lecturas –sí, a disfrutar del vino se aprende leyendo−, pero sobre todo según su sensibilidad. El espíritu se hidrata y se lía en proporción a la sed que manifiesta.
            Nuestra amante más reciente es tan bella que hasta su nombre suena a Mallarmé: Grand Vin de Léoville du Marquis de Las Cases, récolte 1999. Otra característica de los amores que renuevan esta afición, es que son capaces de eclipsar a las contendientes más seductoras que se dispongan delante de ellas: el gran Rotllan Torra Tirant 2003 tuvo la mala fortuna de verse en la misma mesa que nuestra dama Léoville Las Cases; en cualquier otra ocasión, hubiera sido la estrella de la tarde. El priorat coqueteó de tal forma, explotando su complejidad, que nuestro buen amigo Odriozola no contuvo el aforismo: “El tanino está magníficamente escondido por la fruta”.
            La Cases es un burdeos costoso de Saint-Julien, en Médoc, sin embargo, el consumidor es razonable al cuestionar su estatus de segundo Cru: muchas cosechas se acercan bastante a la calidad de los Mouton, de los Margaux, de los Lafite. Por otro lado, su precio oscila los 150 dólares en el mercado norteamericano, mientras que la misma añada de su vecino Château Latour no se encuentra por menos de US $600.
La densidad púrpura de esta aristócrata precipita dentro de la nariz una vainilla sedosa, envuelta como dedo de novia en la confitada fragancia de los frutos negros, del casis, de la grosella. En seguida, su textura lujosa nos regala en el paladar veta tras veta de sensaciones nuevas, de saberes, de misterios. Imagínese, caro lector, que tiene en la boca, por varios segundos, una esfera perfecta y deliciosa: no existe el mínimo borde ni saliente, armoniza todo lo que contiene sin dejar que nada sobresalga… Esta contención −por tanto, elegancia− trasciende al alma: el final es tan largo y placentero que nos permite cavilar, embelesarnos, estrecharnos y, finalmente, fomenta la amistad pertinaz y el amor sincero.
Anclaremos en ella, por lo menos, hasta que vuelva a subir la marea.

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