domingo, 30 de enero de 2011

Beckstoffer, Andrea y Sara Tovar: Juntito a lo sublime

Para Paulo Martínez Solís

“¿Cómo hacer buen vino de una cepa enana?” pregunta Joan Manuel Serrat en una canción. ¿Qué sucede si se tiene lo contrario? ¿Cómo no hacer un gran vino a partir de una fruta magnífica?
            Existe en el valle de Napa, no muy lejos de San Francisco, California, un viñedo llamado To Kalon, “lo más bueno” o “lo más hermoso” en griego. Aunque está sembrado de vid desde antes de la guerra civil norteamericana, Andy Beckstoffer lo adquirió en 1969 y, desde entonces, a través de sus clientes, ha cosechado más reconocimientos y mayores puntuaciones que cualquier otro pedazo de tierra en los Estados Unidos.
            En la historia del vino es muy reciente la propagación del modelo de producción seleccionada con uvas propias de una sola finca, esta práctica fue una excepción francesa durante siglos. Los vinos se han hecho siempre en su mayoría por bodegueros que compran uva a los viticultores, regionales o extranjeros —este recurso incluso salvó a los afamados fabricantes bordeleses: Durante el último tercio del siglo XIX, la filoxera arruinó la mayoría de las viñas galas, entonces muchos de ellos acudieron a zonas españolas e italianas para conseguir fruta que les permitiera seguir embotellando—.
            Líder de los llamados super growers, Beckstoffer se dedica exclusivamente a la investigación y al cultivo de la vid. Enólogos con filosofías y técnicas muy distintas como Paul Hobbs de Paul Hobbs Winery y Fred Schrader y Thomas Rivers de Schrader Cellars, entre unos veinte más, adquieren la cabernet sauvignon de Beckstoffer To Kalon para crear sus vinos BTK, que han alcanzado algunos años la soñada calificación de 100 puntos de los críticos más influyentes.
            Una cata comparativa de estas botellas puede ofrecer mucha luz sobre la discusión de la jerarquía que los creadores asignan a la fruta o al proceso en sí en la elaboración de un gran vino. Una uva de extraordinaria calidad como la de Beckstoffer no garantiza un producto extraordinario: no todos los enólogos obtienen los resultados de Hobbs y Schrader con idénticos racimos. Sólo el talento y la sensibilidad —pensando en que el dominio de la técnica está asegurado en un profesional— convierten a la materia prima en arte. Igual que en la música, igual que en el canto.
            El fin de semana pasado, las sopranos potosinas Andrea y Sara Tovar Martínez, acompañadas por el pianista rioverdense José María Espinosa Zúñiga, ofrecieron un concierto de lieds (canciones de origen germánico) y arias en el auditorio del Museo Francisco Cossío. De entrada, la juventud de estos artistas sorprende por la exquisitez y el aplomo que demuestran: No son nuevos en estas disciplinas. Sobre fragmentos de Puccini, Cassini, Saint-Saens y Giordano, entre otros, José María mostró un oficio muy sólido, destellos conmovedores y una sutileza poco común que nos entusiasma a escucharlo como solista.
            Andrea exhibió una gran fuerza interpretativa, madurez y luminosidad, su voz nos transportó a escenarios deliciosos y épocas lejanas; su canto tiene el poder de la evocación,  provoca, nos trae a la memoria —como los mejores vinos— imágenes y aromas trascordados entre sonrisas y miradas infantiles.
            El instrumento vocal de Sara es como esa vid que se modifica y adquiere cualidades de grandeza por medio de un talento y una sensibilidad extraordinarios. Su timbre brillante, su magnífica tesitura y su presencia escénica absorbieron la atención de la audiencia; con sus elegantes y coloridas escalas nos meció, nos hizo temblar y no nos soltó hasta que el estallido del aplauso nos despertó del embeleso. El “Ave María” de Cassini y el aria de “Sansón y Dalila” con que Sara nos estremeció la otra noche están entre las más encantadoras interpretaciones de bel canto que he tenido el privilegio de escuchar en vivo: Su intensidad y su dulzura nos llevaron juntito a lo sublime.

sábado, 8 de enero de 2011

Las batallas de la obsesión

El ouroboros es un símbolo que muestra una serpiente, reptil o dragón mordiéndose su propia cola. Representa —entre otras cosas— el tiempo circular, el ciclo de la creación, el infinito. Podría tomarse también como emblema de la obra literaria de José Emilio Pacheco: quien acierte al elegir cualquiera de sus libros —poesía, narrativa, ensayo, traducción— descubrirá la atención que dedica a los pliegues del curso iterativo de los sucesos.
            El mejor poeta vivo de México —según una encuesta de la revista Letras Libres en 2002— es autor de una pequeña joya llamada Las batallas en el desierto. Pacheco es un hombre sencillo, en su reservada presencia procura hacerte olvidar ante quién estás, pero cuando te alejas de él y vuelves sobre sus conceptos retoma su imponente dimensión. De la misma forma, debemos permanecer alertas ante la aparente sencillez de este texto, el hecho de que sea tan cercano a cualquiera que haya tenido diez años no debe velar su importancia: ocupa un dedo de esa disímil mano de breves novelas perfectas junto con Pedro Páramo, El Principito, La metamorfosis, La muerte de Iván Illich…   
            Las batallas en el desierto comienza con una enumeración de lo que se conducía, se veía y se escuchaba a finales de los años cuarenta en la ciudad de México: además de las radionovelas, de Paco Malgesto y del Mago Septién, “Volvía a sonar en todas partes un antiguo bolero puertorriqueño: Por alto esté el cielo en el mundo, por hondo que sea el mar profundo, no habrá una barrera en el mundo que mi amor profundo no rompa por ti”. Este bolero se llama “Obsesión”, aparece al principio y al final del libro, en el penúltimo párrafo: “Sólo aquella cancioncita que no volveré a escuchar nunca. Por alto esté el cielo en el mundo...”        
            Aunque parezca que esta estrofa de Pedro Flores nos acompaña —a manera de banda sonora— durante toda la historia, el recurso estilístico provee a la novela de su sentido circular: El bolero funciona como origen o punto de partida, como pre-texto, pero adquiere también otra dimensión, se convierte en boca y cascabel a la vez. En este sentido, sucede algo singular entre las obras citadas de Flores y Pacheco y otras dos que se inspiraron en esta confluencia: La rola “Las batallas” de Café Tacuba y la película Mariana, Mariana de Alberto Isaac.
            En un primer plano, “Obsesión” provoca un círculo, el de la novela, y la novela, a su vez, provoca un entrecruzamiento de círculos, una esfera, en la cual el texto de Pacheco, la canción de Quique, Joselo, Meme y Rubén y la cinta de 1985 habitan el mismo espacio estético que en un principio generó la melodía caribeña, catalizador inocente.
            El bolero con su entrañabilidad, el libro con su belleza circular, la película con su colofón sonoro y “Las batallas” con su estética de matrioska —la canción dentro la novela dentro de la canción— se han convertido en una gran obra de estructura familiar —abuela balada, padre Pacheco e hijos Isaac y tacubos—, prueba inequívoca no precisamente de disfuncionalidad, sino de profundidad, plurisignificación y trascendencia, todas ellas características centrales del arte.
            El vino gotea de la cola del ouroboros también: Su ciclo es el de la poesía y su tiempo es de la vid, el de la vida. El circuito enológico ideal no se completa hasta que el producto encuentra a su receptor y produce una emoción estética. El tiempo de la vid —un tiempo mítico que renace cada año— se extiende a la botella, entonces adquiere vida propia, evoluciona, experimenta su esplendor y, si no cumple con su destino en su juventud, madurez o vejez, se extingue poco a poco, todo lo que la hacía ser vino desaparece.
            ¿Qué sucede cuando la fruta de un mismo viñedo prodigioso sirve para que un puñado de ilustres enólogos ensayen por separado sus creaciones? Conversaremos sobre ello el próximo domingo.

viernes, 31 de diciembre de 2010

Santaclós, los Reyes Magos y sus narices enrojecidas

La época de navidad no había estado acompañada, hasta ahora, de las mejores experiencias vinícolas del año. Aunque el ambiente sonríe, el cariño se ciñe —circunstancias necesarias para el disfrute ideal del vino— y más gente lo bebe, las comidas multitudinarias y las cenas familiares dominan la temporada y en ellas es difícil que a una botella se le ofrezca la atención suficiente. Este cálculo quizás contradiga el entendimiento más extendido, pero en nuestro punto de vista la apreciación de un vino requiere de la más alerta disposición. Haciendo paráfrasis a Alexander Payne, los grandes vinos no son para las grandes ocasiones: son en sí mismos la ocasión.
            Este 2010 las ocasiones confluyeron. Todo comenzó cuando uno de los hombres que trazó el consumo del vino en este país descorchó el invierno: Arzuaga Reserva 2004. Un vino que abrió como flor de noche su perfume estelar, tan sorpresivo para los forasteros y tan familiar para los habitantes del terruño ribereño. Arropado por la querencia de las almas más entrañables, el del Duero floreció y estrechó fruta y roble como la tierra y la vid lo hacen para regalarnos la recompensa de ser humanos.
            Unos días después, aún con el retrogusto del calor abrazador de nuestro clan, cumplimos con el rito anual de maridar lo máximo con lo mínimo —la cata ideal, íntima, sin distracciones, mano a mano— sin otro fin que alimentar nuestras almas con lo que —en este sentido— más las llena: arte y conversación. Las expectativas que había generado la garnacha durante el año, hicieron que nos decantáramos por el varietal. El australiano Clarendon Hills Old Vines Romas Vineyard Grenache 2005 fue un refinamiento inédito, una feminidad poderosa: corposo, sedoso, profundo, redondo, elegante y con mucha personalidad. Hubiera ocupado la totalidad de esta columna si no es que coincide con un vino llamado Aquilón… y lo que siguió.
            Luego de tener el privilegio de degustar el vino de culto Sine Qua Non, unos de los grenaches más excepcionales del mundo —junto al L’Ermita catalán y Les Amis australiano, según la concurrencia crítica—, la cosecha 2006 de la bodega Alto Moncayo fue una aparición. Sólo el diablo pudo hacerlo en sus viñas infernales. Si no lo hubiéramos confirmado una semana después con una botella distinta —caprichosamente algo más evidente en su juventud—, diríamos que es posible que la fruta masticable que se posesionó de nuestra nariz, nuestra boca y alma fue la pillería de un ángel de esos que cargan al aire de emoción viscosa. Esencia endemoniada de garnacha, roble fundido con regaliz en una esfera viril de aristocrática zarzamora.
            En el estero de la semana que descansa ente la Navidad y Noche Vieja, como siempre, como no puede ser de otra manera, la Elegancia llegó de la mano de Francia. Mersault Bouchard Perriere 2002, la chardonnay borgoñona, en su expresión más cítrica, de piña dulce, de naranjas maduras y miel, abrió el camino para lo indiscutible, para lo inconmensurable: una vertical de Chateau Pavie que cerrojó “el año del Pavie 2005”, el mejor vino de nuestra historia particular hasta ahora.
            98 y 99 fueron añadas de similar calidad para este Grand Cru de Saint-Emilion. Oportunidad única y clase magistral. Hay que decir que son vinos extraños, alejados del gusto más estándar, con esa nariz rara que está aún por nombrarse. Para algunos son un reto, una musa, una paleta, un hallazgo; desapercibidos para otros que azarosamente se encuentran con ellos; incluso detestables para ciertos paladares. Las notas de cata redundan para estos ejemplares monstruosos, las sensaciones adquieren caracteres más trascendentes. Por ello, por vinos como los Pavie, nos referimos a la vitivinicultura como arte. Su contundencia cimbra la ontología de la estética ortodoxa.
            Las personas son el factor más influyente del vino. El terroir francés es la suma de la vid, el clima, el suelo, la madera y el hombre… que idealmente aporta armonía a todo ello. Chateau Pavie no ofreció su mejor fruto hasta que llegaron los Perse —los viñedos datan del IV a.C.— y la garnacha del Moncayo español hasta que llegó Ringwald —las parras de donde nace el Aquilón son prefiloxéricas—, genial enólogo australiano.
            El vino absorbe, pero sobretodo —en un producto logrado— ofrece y potencia lo mejor de nuestra cultura, nuestra familia y nuestra personalidad. Es una de las espirales más virtuosas del alma humana.

jueves, 16 de diciembre de 2010

México vs. el resto del mundo

Se compite tanto en los anaqueles de las tiendas como en los escenarios deportivos. Hoy en día, el vino circunscribe la calidad al precio. Aunque sea muy difícil elaborar un producto óptimo para el paladar moderno sin la uva mimada, la selección minuciosa y las barricas nuevas —todos ellos costos que se reflejan finalmente en el valor comercial—, hay bodegas que parecen haber encontrado el hilo negro. Normalmente las botellas que cuestan menos de $150 son cosechas recientes con breve o ninguna crianza, que habría que descorchar jóvenes y vaciar en un decantador por lo menos un par de horas. Destacan algunas etiquetas argentinas, australianas, chilenas y españolas; las nacionales enfrentan una problemática singular en cuanto a su relación calidad-precio.
            El vino mexicano de categoría eclosionó apenas hace un par de décadas. Los años ochenta, con el ingreso de la nación al GATT, significó un aumento colosal de las importaciones: la competencia que platearon países con tradición más viva e industria más desarrollada terminó por hundir la reputación de los productores de aquellos años pero por otro lado fomentó la búsqueda de la calidad. Fue entonces cuando antiguas y nuevas casas importaron o prepararon enólogos, emprendedores nacionales fundaron sus bodegas, se comenzó a experimentar con nuevas cepas y el Valle de Guadalupe se redescubrió.
            En un esfuerzo que guarda más de una coincidencia con la aparición del “nuevo cine mexicano”, hacia el final del siglo pasado algunas etiquetas habían ganado el respeto —o la curiosidad, por lo menos— de nuestros enófilos: los vinos nativos sorprendían por su calidad, por su personalidad… y tenían precios razonables. El syrah de Casa Madero, el cabernet de Santo Tomás, los varietales de Monte Xanic, el Vino de Piedra y el Chateau Camou, entre otros, contendían con fortuna ante algunos vinos del viejo mundo. Baja California hizo ebullición, surgió el interés del consumidor y los precios se elevaron.
            Es posible que la lección francesa, bien aprendida y desarrollada por nuestros productores de tequila, haya influenciado a los vitivinicultores: el refinamiento y el exclusivismo ofrecen grandes dividendos. La cuestión es que el tequila auténtico no tiene competencia, el arte de los jimadores y de los maestros —muy por encima de algunos piratas europeos y chinos— es único. Por otro lado, los gobiernos y las cúpulas empresariales —prácticamente ausentes en el juego mexicano— han actuado su papel en otros ejemplos exitosos: ¿Alguien ha notado que en la televisión y el cine norteamericanos, a partir de los noventa, las escenas de carácter aspiracional o romántico están enmarcadas por el vino y no por el licor?
            La copa Riedel desplazó al “old fashion” y los antihéroes de la maravillosa cinta “Sideways” se sentaron en los lugares que en el teatro de los Óscares alguna vez ocuparon Richard Burton o Bogart. Los estadounidenses se educaron, potencializaron su consumo y prácticamente monopolizaron la crítica más influyente del vino. Aunque gocen de una geografía ideal, sigue siendo sorprendente para nosotros que algunos condados de California, Washington y Oregon compitan hoy, en términos generales —lo hacían ya en particulares desde los setenta—, con Italia y con España por la medalla de plata mundial.
            Los retos que enfrentan los compatriotas no son menores, sin embargo, en nuestro punto de vista, el buen vino mexicano no guarda una relación calidad-precio excelente. La fama del Petit Sirah y el Nebbiolo de LA Cetto, de algún malbec-merlot queretano, de las líneas económicas de Monte Xanic o Casa Madero no alcanzan para satisfacer el mercado dispuesto a pagar por una botella como máximo $200; tampoco los pequeños productores adquieren presencia suficiente.
            En México se hace muy buen vino, nadie tenga duda, la cuestión es que, en nuestra experiencia, últimamente el precio no es particularmente competitivo. Si el Único de Santo Tomás siguiera costando menos de $300 o $350, ganaría la partida a los líderes del ramo. Para disfrutar un vino bajacaliforniano excelente hay que desembolsar más de $400, para probar un gran vino mexicano se necesitan más de $500, $800 o $1,000 —sin considerar el precio en restaurante— y los países anotados arriba ofrecen año con año —sumados— un portafolio amplio de caldos magníficos dentro del rango de los 20 dólares.
            De cualquier forma, sugerimos que compre vino mexicano para estas fiestas. Si su cartera lo permite y tiene la suerte de encontrarlos, adquiera el malbec 2008 de Emevé, el Passion 2006 de Ojos Negros —y guárdelos, mínimo, para las navidades del 2016— o estrene sus copas de flauta con un Sala Vivé de supuestos 87 puntos Parker.
            Al arte no interesan condición ni nacionalidad, sin embargo, nuestra industria vitivinícola madurará sólo si consumimos sus productos y, por tanto, somos críticos ante lo que ella produce.