martes, 29 de mayo de 2012

El bálsamo de la perfección

El placer que produce el vino no es muy distinto al que genera el arte gráfico, la escultura o la arquitectura, sin embargo, no podemos encontrar un gran vino disponible para su cata en un museo, en una glorieta o al pasar por la calle. Hace muchos años que el concierto o la puesta en escena son accesibles a la mayoría. La obra de arte cinematográfica cuesta menos que el blockbuster, la poesía se regala y la invitación dancística tiene sus espacios. No sostengo por ello que la cultura está suficientemente bien promovida, fomentada o administrada, pero el que desea mojar sus zapatos puede a menudo dejarse salpicar por lo que rocían las fuentes que ocupan nuestras plazas.
            Desgraciadamente, el caldo que conmueve es patrimonio de quien puede costearlo (o del que tiene la suerte de estar cerca de quien puede). No es un producto democrático. Es exclusivo, por lo tanto, antipático. Está destinado a desaparecer ante un mínimo capricho de nuestro frágil sistema global. La sofisticación es tanto privilegio de la decadencia como el arte es fruto de la opulencia, al menos en cuanto a que la saciedad llega con el regalo de la tregua: cuando está llena la barriga de los hijos nos queda tiempo para pensar, para crear… también para observar o explorar. Luego de un debate intenso, lo que el ser humano esgrimiría ante su extintor sería la pureza de su espíritu creativo, el mismo que generó el concepto del amor, o del sacrificio. Al menos eso soñé luego de una noche de televisión sobre catástrofes mayas e invasiones extraterrestres.
            El refinamiento es una búsqueda inmemorial: me gusta pensar que la belleza en su sentido más amplio es lo único que puede ordenar el universo. Es posible que usted, caro lector, sienta que en el mejor de los casos es un disparate proponer que el jugo fermentado de la uva tiene lugar en un escarceo sobre estética o que puede dar sentido a nuestra existencia. Si este es su caso no voy a contradecirlo, le sugiero que ponga en el lugar del vino su manifestación humana favorita, quizás así estas ideas encuentren pertinencia.
            La cuestión es que cuando se está cerca de un alma lujosa, la fortuna siente ganas de presumir: una vertical de tres añadas consecutivas de Termanthia, incluida la 2004, es una experiencia a la que, idealmente, tanto el arrepentido cazaelefantes como el ciudadano de a pie deberían tener derecho a presentarse: hacer fila para pasar frente a las copas, al menos olfatearlas y comprar un suvenir. Nadie puede llevarse a su casa Las meninas pero su exhibición contribuye  a su carácter referencial.
            Se desmarca a menudo el hombre de la perfección: es soberbia. A su producto, sin embargo, se le permite hablar más libremente de su genio. El único defecto que se encuentra en el Termanthia 2004 es que su esfera arquetípica está dibujada antes por sus hermanos más viejos: para hallar los pixeles menos definidos en 2002 y 2003 hay que hacer un zoom de relojero; si bien éstas no se reconocen como muy buenas cosechas en la ya mítica denominación zamorana, los orfebres que las delinearon deben tener un pacto mágico con la tierra, con el sol y con el agua.
            Según el afamado crítico Robert Parker, sólo diez tintos en el mundo alcanzaron la excelsitud en el 2004: los 100 puntos en una escala que va de 50 a 100. Termanthia de la bodega toresana Numanthia, en aquel entonces aún parte del grupo Eguren  fue uno de ellos. Definirlo, hacer una nota de cata, en los términos que se han expuesto aquí sería como tratar de explicar en cuatro palabras El principito o la Gran Misa de Bach. Digamos que su excelencia absoluta radica en la ausencia de defectos y en tres virtudes notables: la definición de sus elementos (cromáticos, aromáticos, gustativos, que lo hacen absolutamente singular), la armonía entre ellos y la emoción que produce.
            Es un bálsamo saber que si bien no soy capaz de producir algo impecable, el espíritu humano por medio del arte al menos puede ofrecernos un sorbo de perfección.

miércoles, 16 de mayo de 2012

Con todo respeto...

Para mis estimados combibeles

De nada sirve subir la guardia o coger el paraguas al escuchar esta ominosa frase. Lo usual es aflojar el cuerpo para amortiguar el guantazo que viene o recibir como en sábado de gloria la cubetada de agua (en el mejor de los casos) que sigue infaliblemente a la falsa civilidad de esta expresión. Si alguien le espeta un «Con todo respeto…», caro lector, lo mejor será intentar pararlo en seco con un aforismo que desconcierte a este próximo agresor y evitar así el desaguisado. Se recomienda usar el siguiente: «¡Quieto! Nada bueno ha seguido nunca a esas palabras».
            Está también el truhán que lanza la estocada y luego quiere remediar la herida con un «…Te lo digo con todo respeto». Este espécimen es más peliagudo porque hay que estar a las vivas: adivinar el momento, adelantarse a su jugada y conjurar un daño mayor interrumpiéndolo, en tono irónico y sereno: «Sé que lo dices con todo respeto». Logremos atajar o no a estos bribones, lo vil en estos casos, lo inefable, se debe a que nos han robado el derecho de ofendernos ante una injuria porque ha venido envuelta en urbanidad, porque ha sido disfrazada, despojada del desprecio honrado.
            Existe una versión aún más infame que la que apela al respeto: la que apela al cariño. Deseo con toda sinceridad que nunca sus castos oídos escuchen a alguien dispararle un «Te lo digo porque te aprecio». Ay, pero si ya el honor lastima, ¿por qué habrán de meterse también con el amor, con el afecto?
            La otra cara de la moneda aparece cuando es uno mismo quien siente la fervorosa necesidad de objetar una opinión o hacer un reclamo. Entonces usamos también el «Con todo respeto…», no obstante, este empleo tiene una función muy distinta a la descrita en los párrafos anteriores. Si decimos, verbigracia: “Oiga señor mesero, con todo respeto, el vino no se sirve en chabela” o “Mr. Parker, with all due respect, Casillero del Diablo 2009 is not a 90 point wine” estamos encauzando nuestra ira e indignación por medio de la muletilla, estamos haciendo uso de la serenidad y la paciencia, formulando una fina observación que de otra forma saldría de nuestra boca con tosquedad o aspereza.
            Como dijo George Bernard Shaw: “El hombre que escucha la razón está perdido. La razón esclaviza a todos los que no son bastante fuertes para dominarla”. Así es que yo le recomiendo que aplique o ahuyente discrecionalmente nuestra frase, siempre y cuando usted esté seguro que la razón le asiste, que su punto de vista es el correcto y posee la verdad. No importa lo que el interpelado piense. 
            Lo anterior dicho con todo respeto, claro está, faltaba más...

lunes, 5 de marzo de 2012

"La bien pagá" y el péndulo de Foucault

Para los González de la Tijera Olaya, la familia más talentosa que he conocido.

La música ―como todas las artes― se edifica sobre las leyes pendulares: los ciclos que oscilan de un lado a otro, el fluir y refluir del universo, el precedente y el subsiguiente, las recurrentes caída e instauración de cuanto existe son sus cimientos; y la proporción, el orden, la armonía que constituyen al ritmo son su zócalo.
            En lo general, los movimientos artísticos van remplazándose unos con otros según se agotan y la plomada emprende el regreso al polo de donde partió. En lo particular, las canciones que escuchamos en la niñez, en la juventud, regresan a nosotros irremediablemente cuando hemos llegado a cierta etapa. Siempre volvemos al momento que alguna vez rechazamos u olvidamos, aunque sea por nostalgia. Pero esta vuelta implica una evolución, un cambio de perspectiva: el péndulo de Foucault prueba que el mundo nos ha hecho rotar con él, que nos ha arrastrado en el tiempo.
            La elegante creación del físico francés consiste en una esfera suspendida por una cuerda desde un punto fijo. Puesta a oscilar libremente, podríamos esperar en principio que tal movimiento dibujase una línea recta sobre la superficie inferior. Sin embargo, no es esto lo que sucede al menos en latitudes distintas a cero grados­: según nuestra percepción antropocéntrica, la línea es la que gira lenta y constantemente trazando una hermosa rosa polar.
            En distintas ocasiones hemos conversado en este espacio sobre la copla, la canción española. Para nosotros, esta música evoca una niñez de tardes frente al tocadiscos, con el abuelo adelantando los versos de sus copleros favoritos y secándose las lagrimitas que le producía escuchar alguno de sus vinilos relucientes: él ya había ido y venido, ya se había mecido entonces.
            Una de las canciones que más le emocionaba ―y a nosotros junto con él― era “La bien pagá”. Oíamos esta antonomástica copla en voz de Miguel de Molina, al que se sumaron con los años un interminable inventario de intérpretes: Concha Piquer, Lola Flores, Sara Montiel y Carmen Amaya, quien también la cantó al compás de la guitarra de Sabicas. Más tarde sonaron ­―con mayor o menor fortuna― las versiones de Isabel Pantoja, Carlos Cano, Manolo Escobar, Raphael… incluso una muy guasona de Pedro Almodóvar, haciendo playback en una de sus cintas ochenteras.
            Ya en nuestros tiempos, la canción de Perelló y Mostazo fue grabada por Chavela Vargas, Joaquín Sabina y el protagonista de la película Las cosas del querer, Manuel Bandera, en una extraordinaria ejecución. En los últimos años, el péndulo ha dado un nuevo bandazo hacia la canción tradicional española y El Cigala, Miguel Poveda, Joana Jiménez y hasta Penélope Cruz se han tirado al ruedo con la azotada letra intachablemente propia de su género, el cual ha trascendido incluso en expresiones como las del descamisado “El Bicho” y la ecléctica “Shica”, que si bien son poco ortodoxas, no carecen de calidad y respeto.
            La vigencia, que se traduce en acumulación de reinterpretaciones, es el vértice de la obra de arte musical: escuchar la evolución de una pieza a través de poco menos de un siglo nos hace evocar los años en que teníamos los oídos vírgenes y la sensibilidad recién estrenada, y entonces deseamos haber permanecido en un mágico ecuador, en la canción de aquel día, donde la línea se mantuvo recta. Después de tantos años, al observar los alargados pétalos dibujados por la arena que cae del reloj pendular, finalmente nos damos cuenta de que somos nosotros quienes giramos con la tierra.

viernes, 2 de marzo de 2012

El estigma del infiel

Un vecino de barra nos cuestionaba durante un encuentro entre el Real Madrid y el Barcelona sobre la validez de la lealtad a un equipo de futbol: “¿Por qué no siguen a los que mejor juegan en determinado momento o a los que dan a su fama y fortuna un provecho más alto, a los que son ejemplares?” Hoy en día, la fidelidad en el deporte es un bien escaso si nos fijamos en los valores comúnmente mostrados por los profesionales durante su carrera deportiva, o más bien dicho, una buena parte de jugadores y técnicos demuestran que su corazón está del lado del parné.
            Por otro lado, es muy probable que el aficionado que se atreve a cambiar de equipo sólo consiga con ello un repudio generalizado, incluso de sus nuevos compañeros de porra. La fidelidad en el deporte ―sobre todo en los que no son individuales― es como la del matrimonio católico: hay que estar con los tuyos en la salud y en la enfermedad y el contrato es para toda la vida. La deshonra pública de quien opta por ponerse otra camiseta lo desterrará de los estadios y de las cantinas, quedará reducido a paria, cubierto por la vergüenza de Efialtes.
            Se desconfía de quien no se afilia incondicionalmente a unos colores, de quien no declara su querencia. No se puede admirar el juego en sí, hay que tomar partido. Quien soporta la derrota y paga sus deudas, quien asume las simas de su institución obtiene el respeto de sus contrincantes y camaradas. Para el forofo de un equipo modesto, la añoranza o el anhelo del triunfo son un estilo de vida que obtiene su formidable recompensa si éste finalmente llega.
            Este compromiso ineludible y trascendental se adquiere muchas veces a edad muy temprana, a menudo es heredado o atiende a un éxito fugaz, sin embargo, la honra ha quedado empeñada y un destino de alegrías o frustraciones para el pequeño hincha ha sido signado. En muchos hogares de nuestro mundo, el niño adquiere, a partir de su elección, los derechos y obligaciones de cualquier aficionado que se precie y está sujeto a los mandamientos de la devoción deportiva: ahora es un integrante de la tribu, un iniciado; el rito es simple, consiste en vestir la camiseta, colocar un afiche o un banderín en la habitación.
            Se vale admirar al otro mientras no compita directamente con nuestro escudo, se vale estimar las gestas ajenas y censurar a los nuestros, pero está prohibido alternar o rectificar nuestra selección: la marca del desertor es una letra escarlata. Casi siempre los ídolos son imperfectos, los héroes son censurables; los valores de la cancha no pueden ―ni deben― ser los mismos que los de la casa ni los de la calle: el estadio es un espacio de ficción en donde nos permitimos ser alguien más.