lunes, 3 de octubre de 2011

El alquimista de Mayacamas

Los hombres acercaron por última vez la nariz a la copa y paladearon la frescura de una fruta embebida de alba y rocío. Y entonces, nacieron.
            Queda poco líquido en el botellón. Ha sido vino viejo, vino maduro, vino nuevo. Los compañeros declaran resuelto el enigma del tiempo. Han encontrado la inmortalidad, el grial, el secreto de la Isla de Pascua; como Claudio Hermippus, han aspirado el aliento de mil doncellas. Han bebido el elixir de la juventud, han visto girar las manecillas en sentido inverso.
            El gran formato de la botella ofrece un espacio de tiempo ideal para percibir el ciclo completo de evolución en copa; una ronda más va desvelando poco a poco a la fruta hedonista, encubierta por las décadas de oscuridad y silencio. Ha traído recuerdos de juventud entre los combibeles; los ojos les brillan al perpetuar aquel año, esta cosecha: uno terminaba la escuela, otro se enamoraba por primera vez… todos sorbían entonces el vino de un pan con café, azúcar y canela.    
            Durante la segunda copa, los bebedores conversan sobre el vino jovialmente, hacen un recuento sobre la amistad que los une, sus rostros se vivifican, incluso uno de ellos comienza a perder las canas. El tinto ha ido abriendo, parece un gran burdeos en su madurez. Los hombres dicen: ―¡Salud! No hubiéramos atinado su origen en una cata a ciegas.
            Tres hombres columpian las narices dentro de sus copas. Arrugan el ceño y aprietan los párpados, hinchan sus orificios olfativos, sonríen a lo gioconda… finalmente se buscan las miradas levantando las cejas en señal de aprobación expectante: ―El vino está vivo ―aseguran. Y comienzan a dibujar círculos con los tallos sobre la mesa.
            El vino cae en la primera copa como un recién nacido, no quiere dejar el útero, teme a la luz que lo deslumbra al final del túnel. Sin embargo, el llanto de sus minúsculas burbujas consigue que le brote el color, que despliegue los primeros aromas. La atmósfera no es la de la bodega, el ambiente no es el de sus tres décadas de sueños: de golpe el vino se sabe viejo.
            El corcho sale invicto del cuello oscuro; se retira como un guardián exhausto que ha cumplido su promesa; descansa en paz, con el orgullo de haber honrado a su estoica estirpe. Litro y medio de esperanza respira un aire extraño a su tiempo: el mundo ha cambiado desde que aquel fermento tomó su última bocanada, se refugia en su querencia, no quiere mirar lejos.
            La mágnum de Mayacamas cabernet sauvignon 1979 exhibe sus treinta y tantos años por las comisuras caramelizadas del sello: la contingencia del envejecimiento está en la pérdida irreparable de las facultades o en el despliegue armónico de las virtudes. Sólo la paciencia obtiene el premio de la tierra y de la madera, sólo la demora es capaz de mermar el vigor de una uva embutida de sol.
            En lo alto del monte Veeder, Bob Travers vierte un poco de vino en su copa y vuelve a tapar la barrica. Los aromas de la última cosecha de la década denotan una frutalidad inédita en su bodega, el color es profundo y brillante. Vuelve a olerlo y una sensación reconfortante recorre todo su cuerpo. Finalmente sorbe un poco, cierra los ojos y percibe la mineralidad, la estructura masiva y algo más… algo que le hace pensar en sus nietos.

lunes, 19 de septiembre de 2011

¿Cuentos chinos?

Los concursos, los premios y las guías de vino son, en su vasta mayoría, mecanismos eminentemente comerciales. Un trofeo de Decanter, un lugar en el top 100 de Wine Spectator o una calificación de noventa y tantos puntos de Robert Parker significan el rotundo e inmediato éxito financiero de una marca.
            Por los pelos de unas cuantas narices pasa buena parte del dinero que se gastarán los importadores o comercializadores estadounidenses, quienes abastecen al mercado más grande del planeta. Increíblemente, en el subjetivo mundo del vino un puñado de críticos concentra el poder suficiente para establecer precios, fijar tendencias y manipular el mercado. De un día para otro, su influencia puede encumbrar (enriquecer) a una bodega o sumergirla en el limbo de la mediocridad.
            Para el consumidor, sin embargo, estas publicaciones y premios constituyen una apreciable herramienta: ante la colosal cantidad de etiquetas a la que el cliente se enfrenta en los anaqueles, la recomendación de los expertos puede ayudarnos a gastar mejor nuestro dinero, a elegir con referencias. Al acumular algo de experiencia, el aficionado conocerá mejor a los calificadores y encontrará coincidencias y divergencias personales con ellos.
            La revista de origen londinense Decanter organiza anualmente un concurso llamado “World Wine Awards”. Vinos de todo el mundo buscan obtener el anhelado “Trofeo Internacional”, al menos uno regional, una medalla de oro, plata o bronce dentro de su categoría. Lo interesante de esta prueba es que las jerarquías son muy específicas, incluso se separan por rango de precios.
            Hace unos días se publicaron los resultados del 2011. La noticia de que Argentina obtuvo un número récord de galardones quedó eclipsada por la del insólito triunfador en la categoría de “Burdeos de más de 10 libras”. El siempre transgresor Steven Spurrier, de quien hemos hablado anteriormente en este espacio y es el director de la publicación, sumó una campanada más a su amplia colección.
            China se ha convertido en un mercado formidable en los últimos años, en todos los ámbitos; particularmente en el de las marcas prestigiosas, el creciente batallón de millonarios pekineses ha movido el tapete de la élite de las corporaciones de este tipo y ha exigido su atención.
            Recientemente, los precios de los más afamados vinos franceses han sufrido un alza desmedida debido, en parte importante, a la nueva demanda oriental. La industria del lujo reaccionó, hizo sus maletas y plantó sus distinguidas banderas en el gigante asiático, enamorándolo pronto con los refinamientos que sólo ella es capaz de desplegar.
            Hace unos años tuvimos la oportunidad de probar el cabernet sauvignon Hua Xia en un restaurante cantonés de Orlando: era un tinto bastante agreste pero nos hizo pensar en el tiempo que   tardarían los chinos en invadir este particular mercado con sus productos, como ha sucedido con tantos otros.
            Pues bien, He Lan Qing Xue Jia Bei Lan 2009, una mezcla cosechada en Ningxia, al norte de China, fue el triunfador de la categoría de mezclas bordelesas en este particular concurso inglés. El enólogo Li Demei, quien se educó en Estados Unidos y Burdeos, consiguió el “milagro”. Su tinto, envejececido en barricas de roble nuevo francés y viejo americano, está elaborado en su mayoría con cabernet sauvignon, un 15% de merlot y un mínimo porcentaje de una supuesta uva autóctona.
            Simple estrategia comercial o heroico triunfo, lo cierto es que los chinos ya están aquí… ¿Invadirán nuestras cavas como han invadido casi todos los demás espacios de nuestro consumo? A quien le quede alguna duda le sugiero que se dé una vuelta por la zona de comida de cualquier centro comercial.

miércoles, 14 de septiembre de 2011

La leyenda del cuervo sediento

Entre los andaluces, los flamencos y los taurinos es común usar la palabra «arte» para referirse también a la personalidad. Un «tío con musho arte» es alguien simpático, quizás pícaro, ingenioso u original. Un vino con arte sería ―en este sentido― uno singular, con cualidades destacables y distintivas. Al catar una copa, lo deseable es que el caldo reúna las características propias de su terruño y de la uva o uvas que lo componen, pero también que, dentro de este perfil, posea un estilo personal.
            Gracias a la generosa invitación de una persona muy cercana a nosotros, a quien nos referiremos como “el Español”, tuvimos la oportunidad de visitar el estado de California. Allí asistimos a una cata de vinos de Napa. En un amplio salón estaban dispuestas unas 10 mesas; en cada una de ellas, el propietario o viticultor de la bodega ofrecía una prueba de sus nuevos lanzamientos e intercambiaba apreciaciones con los asistentes.
            Catamos muy buenos chardonnays, sauvignon blancs, merlots y pinots, no obstante, el cabernet ―o “cab”, como le llaman los norteamericanos― reina en esas latitudes. Entre las 12 etiquetas que degustamos de este varietal destacaron el Howell Mountain de Robert Craig 2007, un tinto elegante y poderoso a la vez; el Hall 2008, con mucho casis y regaliz; el Ladera Howell Mountain 2007, de notas florales; el Silverado Solo 2007, también refinado y muscular y finalmente el Chappellet Pritchard Hill 2007, que suponemos no dista mucho de su legendario antecesor 1969, con una nariz muy floral, casi de pinot noir.
            Aunque en esta cata de gemas de Napa los vinos se sirvieron recién descorchados y a una temperatura ambiente que superaba los 20 grados ―en todos lados se cuecen habas―, encontramos que las botellas reseñadas poseían tanto el terruño bien definido como un carácter propio: todos eran vinos de gran cuerpo, tanicidad y concentración; aunque los hermanaban sus propiedades más evidentes, probar cada uno de ellos era toda una vivencia.
            La degustación fue una experiencia inolvidable, sin embargo, la guinda del periplo la puso la indomable personalidad de nuestro querido bienhechor: llegamos a un bar ―gracias al siempre exquisito gusto y la entrañable compañía de nuestro amigo Lake & Palmer― que presumía una colección de más de 150 whiskys, whiskeys, bourbons (no había Etiqueta Roja ni similares) y cervezas artesanales (entre ellas una orgánica de Napa que sabía más a uva que a cebada, maravillosa). El personaje menos estrafalario de esta taberna reminiscente de la era de la prohibición era un temerario rastafari que estaba resuelto a emborracharse: igual vaciaba cocteles de ron que vasos de cerveza y güisquis con un golpe de su mano cubierta de tatuajes. Ante tal concurrencia, el Español decidió que había que coger tono y sitio: ordenó un Macallan Douglas Laing’s Premier Barrel Selection Port Ellen 1983 de 90 dólares la copa que nos estableció en el extremo más coqueto de la barra.
            La noche en el Thirsty Crow transcurrió entre carcajadas, maltas sobrenaturales, insólitas conversaciones y bizarros espectáculos… finalmente, el barman anunció el cierre y ante el silencio repentino, el Español ―¡vaya arte!― decidió arrancarse a capela por bulerías con su voz de gitano viejo y un compás que hubiera firmado el mismísimo Camarón de la Isla. A pesar de ser las dos de la mañana del martes, la tasca permanecía colmada: nuestras pintorescas vecinas del norte, siempre ávidas de lo genuino, formaron poco a poco un círculo alrededor de nuestro personaje, como hipnotizadas. Un par de ellas pronto solicitó palmas y más cante para marcarse una sevillana ―muy a su aire― y declarar la inaudita juerga flamenca.

viernes, 19 de agosto de 2011

El vino y la salud


Todos hemos escuchado alguna vez que el vino, bebido con moderación, es bueno para la salud. Los estudios serios han demostrado que los beneficios del vino provienen de las semillas y los hollejos de las uvas, de sustancias como la quercetina colorante, las flavonas, los taninos y los polifenoles, principalmente el famoso resveratrol, que defiende a la uva de algunas infecciones y en el hombre aporta antioxidantes, por tanto, entre otras cosas, ayuda a prevenir enfermedades.
            Estos elementos sólo están presentes en tintos de cierta calidad puesto que otro tipo de mostos desechan las partes de la vid que los contienen antes del proceso de vinificación; por ejemplo, un vino blanco no los tiene. Los efectos positivos de un par de copas de tinto al día son cardiovasculares, anticancerígenos, metabólicos, antiinfecciosos y nutricionales, pero las mercedes más evidentes son las neuropsiquiátricas y, en un plano lateral, las espirituales.
            Como es bien sabido, la salud es un criterio integral. Un buen vino tinto mejora el estado de ánimo; disminuye las inhibiciones, el estrés, los estados depresivos; favorece la socialización; realza el sabor de los alimentos; mejora las funciones cognitivas y hasta tiene efectos analgésicos. Ojo, un buen vino tinto.
            Un gran tinto, además, produce un goce sensorial y estético único; promueve el afecto, los sentimientos apacibles, el deleite, la amabilidad, la generosidad, la simpatía, la alegría, estrecha a quienes lo comparten; genera pensamientos sanos y abiertos, mueve a la reflexión y despierta los sueños. Mientras mejor sea el vino, más profundas y memorables serán las emociones que produzca.
            Pero un mal vino, en nuestra opinión, no puede ser bueno para la salud. Un mal vino puede afectarnos el estómago, produce una sensación muy desagradable en la zona posterior de la mandíbula, debajo de las orejas; nos pone de mal humor, incluso puede arruinar un buen momento o la comida que lo acompaña.
            En esta ocasión lamentamos tener que comentar una de esas botellas deleznables. Es también parte de la afición; como hemos dicho, el precio no define la calidad. Tuvimos la desdicha de encontrarnos con un burdeos proveniente de la misma región que el vino que elevábamos a las estrellas hace unos meses: Leoville Las Cases. Saint-Julien es una de nuestras denominaciones francesas preferidas, sin embargo, esta particular botella de un Chateau cuyo nombre nos reservaremos hasta no darle otra oportunidad, ha sido sin lugar a dudas el peor vino de más de 300 pesos que hemos catado.
            Una de las cualidades más importantes de un caldo es que contenga al menos alguna de las características de su terruño, que sea una expresión afortunada de él: esta botella no tenía una sola. Fue necesaria una copa de helado de vainilla tibio para remover en lo posible la obstinada acidez en nuestra quijada e intentar no afectar al vino siguiente. Apartamos las copas luego de probar todos y cada uno de los recursos que podían ayudar a que fuera tomable.
            Es cierto que el vino era joven (2008), pero no podía apreciarse ningún indicio de que lograría desenvolverse con el tiempo; además, un productor no debería sacar una añada al mercado a menos de que sea accesible. Tampoco fue notorio algún defecto de encorchado, manejo o almacenamiento. En fin, como hemos dicho antes: el vino es muy caprichoso, no se trata de crucificar a un bodeguero por una botella, menos a uno tan distinguido como Bruno Borie, quien produce también el prodigioso Ducru-Becaillou: hace unos años, aquel vino elegante y hondo nos hizo entonar la Marsellesa.