jueves, 21 de febrero de 2013

Los cien apellidos del jamón

Para don Ernesto de León y familia, con cariño y agradecimiento.

La gente en España llama «jamón» —así, llanamente—, a lo que en México conocemos como «jamón serrano»: si un madrileño quisiera preparar una torta como las del Chavo del Ocho —además de tener que hornear en su casa un bolillo o una telera— pediría en la «charcutería» que le rebanaran un cuarto de «jamón de York». Por aquí comienza una confusión que va expandiéndose cuando escuchamos términos como «ibérico», «de bellota», «jabugo», «pata negra», etc.
                En nuestro país, como en muchas partes del mundo, el jamón serrano español ha aumentado de forma significativa su prestigio y demanda; este “producto mágico”, como se refieren a él los grandes artistas de la gastronomía Arzak y Adrià, se ha puesto de moda en los últimos años tanto como el vino (incluso generó su propia burbuja, no de champán, sino similar a la financiera) y ha impuesto su distinción en las mesas más sofisticadas de Nueva York, Hong Kong y Moscú… Pero ¿qué hay detrás de tantos apelativos jamoneros?
                La pata de cerdo curada en sal es un manjar tan antiguo como las técnicas de preservación de los alimentos, sin embargo, es hasta el siglo XX, con la explosión comercial de lo especializado y singular, que los consumidores fuera de las localidades artesanas —en donde siempre han conocido bien la diferencia entre su producto y otro— comienzan a educarse en las exquisitas genealogía y nutrición de las castas porcinas.
                En casi todos los países que se consume la carne de cerdo se elabora jamón serrano (démosle este nombre genérico): en Italia se le llama prosciutto crudo y su región productora más afamada es Parma; en Francia, jambon de Bayonne o de Pays; presunto en Portugal; los angloparlantes han adoptado el serrano o prosciutto antes que el dry-cured ham; en fin... Pero cualquiera que le haya hincado el diente a una tajada de J.I.B. sabe de lo que hablamos. No es nuestra intención desentrañar aquí un galimatías que no encuentra orden ni en sus propios actores (productores y reguladores españoles), más bien ensayaremos sobre nuestras experiencias en el ejercicio del tapeo.
                Empecemos, pues —si permite, caro lector, la fanfarria—, por la cumbre del quehacer jamonero, por ese delicado pétalo de intenso y persistente buqué, esa loncha de púrpura nocturno, esa luminosa isla de mantequillosas playas y vetas rosadas, ese bocado suave para los dientes y firme para el cuchillo, por esa rebanada de gloriosa armonía sensorial: el jamón ibérico de bellota.
                Los empaquetadores embusteros están por doquier, pero para que un jamón pueda ostentar este calificativo, así, con todas sus letras, cumpliría al menos con dos requisitos esenciales: en primer lugar, el cerdo debe ser, en un 75% de sus genes como mínimo, de raza ibérica; en segundo, su alimentación debe consistir mayoritariamente de bellotas: mientras más ingiera el aristocrático chancho los frutos del roble, el encino y el alcornoque, más exquisito será.
                La calidad —y el precio— del jamón desciende de forma proporcional al porcentaje de ibericidad genealógica (cercanía con una subespecie mediterránea del jabalí) que pierde ante el llamado “cerdo blanco” y al aumento del porcentaje de pienso (pastos y cereales) que complementa su almuerzo.
                Es común que la moda genere listillos. Hay que entender que las estrategias comerciales son las responsables por el caos adjetival del jamón, pues términos como «pata negra» (que se refiere sólo al color característico de la pezuña de algunos cerdos que cenan aquenios), «gran reserva» (que se refiere a un tiempo de maduración únicamente determinado por el productor), el número de «jotas» acumuladas (3 jotas, 5 jotas, que es un control exclusivo de una marca) o «jabugo» (que habla, en casos honrados, de su origen geográfico) no constituyen garantía de su calidad, al menos no de forma reglamentada por el gobierno.
                Encontrar en una etiqueta de jamón lo esencial no es cosa fácil, las regulaciones españolas dependen en gran medida de cada Comunidad Autónoma, el Ministerio de Agricultura no logra ordenarlas y, por consiguiente, hay un gran vacío legal en el tema: la anarquía comercial tiene su par en la política. Además, está la gran creatividad de estos granujas que se han inventado o adoptado términos como «bellotero», «extra», «premium», «oro», aparte de los apellidos ya nombrados, para enredar más el asunto.
                Dicho esto, podríamos simplificar el universo jamonero en cuatro conjuntos principales: en primer lugar, el jamón ibérico de bellota, del cual hemos hablado antes. Este jamón es extraordinario, pero su altísimo costo le hace perder puntos en la estimación final —que incluye, lógicamente, la relación calidad/precio— ante sus competidores, que son muy buenos: 100 gramos de este lujo no se encuentran por menos de $250, su precio medio es de $350 y puede llegar hasta los $500, ojo, los 100 gramos, más o menos lo que cuesta el kilo de un jamón bastante decente. Su tiempo de maduración varía entre los 6 meses y los 8 años, cosa que no lo hace mejor o peor, sino que atiende al gusto personal, mientras más viejo, el aroma y el sabor son más concentrados y el color más oscuro.
                En segundo lugar está el jamón ibérico de recebo, que quiere decir que come menos bellotas que el primero, es de gran calidad y la diferencia con el J.I.B. puede llegar a ser mínima, según la marca o los aciertos durante el proceso de producción. Es importante decir que, cualquiera que sea nuestra elección, interviene siempre la suerte, sobre todo si compramos el jamón en paquete, ya rebanado: nunca hay dos porciones iguales, la pata tiene trozos diferentes, con mayor aroma, menor maduración o más grasa, lo que cambiará en buena medida la armonía del bocado.
                De todos los tipos que comentaremos existe el jamón, que sale de las patas traseras, y la paleta o paletilla, que sale de las delanteras. Esta última es menos ancha por lo que a menudo madura antes y un poco más económica; el sabor, a menos de que uno sea un catador profesional y sea capaz de identificar a este punto las diferencias, es igual de bueno.
                En tercer lugar está la constelación española de jamones que agrupa una variedad casi infinita: puede o no tener un porcentaje de genes ibéricos, puede comer o no algo de bellota, puede ser madurado pocos o muchos meses, puede ser criado o no libremente en la dehesa, su hábitat natural. Aquí la única garantía que podemos encontrar es la que nos da una marca, un productor que conozcamos y nos satisfaga. Encontramos buenos jamones cuyo precio oscila entre los $35 y $150 por 100 gramos. Personalmente recomiendo la empacadora Redondo Iglesias, que ofrece una gama muy amplia que comienza con un serrano bastante decente a $33.90.
                Por otro lado, las provincias productoras de jamón más afamadas son Huelva, en donde está el pueblo de Jabugo; Salamanca, en donde está Guijuelo, nuestro preferido, y Aragón, en donde está Campo de Borja, la región que también cría uno de los mejores vinos de garnacha de España. En la sierras de Madrid, de Córdoba, en Teruel y en Extremadura también se hacen productos maravillosos. Cada una de estas regiones tiene su consejo regulador, más o menos estrictos.
                Un embutido o madurado recién cortado siempre mostrará de mejor manera todas sus cualidades, sin embargo, como no es fácil tener en casa una pata disponible para su consumo, la tecnología del alto vacío es aceptable y práctica para la conservación. La cuestión del rebanado con máquina o cuchillo es algo que dejamos para una discusión posterior; en general, no encontramos demasiadas diferencias.
                Finalmente, en cuarta instancia, están todos los jamones que no son españoles: los nacionales, italianos, norteamericanos, chinos, húngaros, etc. Entre ellos, sobresale el procedente de Hungría, que fue salvado de la extinción por el mercado español y hoy ya se exporta; es otra raza de cerdo mediterráneo, similar a la ibérica, que se llama “mangalica”, muy bueno.
                Resumiendo los conceptos importantes a la hora de ordenar un plato o unos gramos de jamón serrano español son: la procedencia genética del marrano, identificable con la palabra «ibérico», y su base alimenticia, que podemos conocer por las palabras «de bellota» —no «bellotero» ni «bellotífero» ni nada parecido—. La gradación o ausencia de estas palabras nos irá indicando incontables tipos de serrano que pueden no ser muy inferiores en calidad y que se ajustan más a nuestras carteras, como los que incluyen la palabra «recebo». Todos los demás apellidos atienden —por ahora— a cuestiones comerciales, particulares de una marca o indicadores de procedencia.
                Pues bien, le invito a que consiga un buen jamón, lo acomode en un plato a que coja la temperatura ambiente (nunca hay que comerlo frío), disponga unas rebanadas de pan de corteza crujiente y miga blanca y pesada, meta al agua con hielo un buen vino de jerez como el Fino la Ina o descorche un tinto de Toro con crianza y oriente todos sus sentidos a degustar este bocado divino. Como bien dicen mis tíos y ha confirmado repetidamente la ciencia (dentro de una medida sensata): “Algo tan rico como el jamón no puede hacer daño”.

viernes, 25 de enero de 2013

¿Por qué hay que leer el Quijote?

 

Como hispanohablantes, sabemos que la obra literaria más importante de nuestra lengua es El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, estamos al tanto que fue compuesta por Miguel de Cervantes Saavedra y que comienza desta manera: “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme…”
            Somos capaces, seguramente, de dibujar con detalle la silueta del Caballero de la Triste Figura, conocemos el nombre de su rocín, de su escudero y de su amada; podemos contar, al menos, la aventura de los molinos e incluso tararear “El sueño imposible”. Es probable que hayamos asistido a algún festival cervantino, que usemos con naturalidad el término «quijotesco» y alguno de sus refranes…
            Pero ¿cuántos hemos leído el Quijote en realidad?, ¿cuántos hemos tomado el libro que preside cualquier biblioteca que se precie (quizás herencia del abuelo) y andado por sus páginas?, ¿cuántos hemos franqueado la lectura obligatoria de la secundaria?
            La primera de las novelas modernas (en conjunto, pues son dos novelas) no sólo es primordial en cuanto a su género literario, es también una obra auténticamente inédita y revolucionaria, es el hilo negro, es algo nuevo bajo el sol, es la Fuente. Cervantes cambió la forma de pensar, de escribir y de leer para siempre, él solo fundó una tradición artística y cultural que permanece hasta nuestros días, una manera de percibir el mundo desde una realidad y perspectiva propias de la cual nos hemos movido poco. Otorgó una buena parte del prestigio que goza nuestra lengua, la definió y la fijó: si bien nuestro idioma es algo vivo, mutable, el español de Cervantes no nos suena tan arcaico como a los ingleses de hoy les dobla el inglés de Shakespeare.
            Además de lo original en su sentido más amplio, el Quijote también es lo mejor: la novela suprema. Es todas las novelas, como sentencia García Márquez —“En Cervantes están todas las respuestas”, le dijo una noche al expresidente Clinton—. El joven Freud aprendió de forma autodidacta un perfecto español para leer al Manco de Lepanto en su lengua propia y organizó un taller de lectura del Quijote con sus colegas para “profundizar en el alma humana” —amén de la locura—.
            Al final resulta tan cercano, tan entrañable, porque lo hemos venido leyendo a través de todos los libros que le han sucedido y porque en él están todos los libros que le precedieron. El tema por excelencia del Quijote es la literatura, es su única genealogía, su realidad y su destino, igual que es la poesía en los poetas contemporáneos, en los más vanguardistas… Las técnicas narrativas de Cervantes son vigentes, identificables, incluso avanzadas para los autores de nuestra era.
            Es lo más habitual que los lectores nos sorprendamos por el tono del texto: esperamos un libro serio, elegante, antiguo, difícil… Se deja aplicar los adjetivos más elevados que alcancemos a pronunciar, sin embargo, basta leer el Prólogo de Cervantes para olvidar nuestras preconcepciones y dejarnos maravillar por su ironía, agilidad y lo divertido que resulta.
            No es poca cosa en un ser humano, por mayor artista que sea, crear algo sin precedentes, absoluto, definitivo e inmortal. No es poca cosa, además, hacerlo simpático, divertido y accesible a cualquier condición o edad. Los distintos lenguajes de sus personajes, si bien en un principio se presentan ante el lector como un desafío equiparable al del Caballero de la Blanca Luna, el transcurrir de los capítulos los torna tan familiares como el de un amigo de otras latitudes; termina embelesándonos, haciéndonos soñar en castellano cervantino.
            El acontecimiento cultural que supone, el hito que es el Quijote, la infinita complejidad y la sencillez casi infantil de sus posibles lecturas, la inagotable riqueza de su forma y de su fondo, la evolución intrínseca de su autor y su vertiginosa trama, el juego con el lector, el juego de espejos, el aplomo, la intertextualidad, el humor genial, la sorna, el rompimiento, la rebeldía, el ingenio, la deífica creatividad, la filosofía, la elegancia, en fin, la certeza estética que nos impone resulta en una experiencia que nos acompañará durante nuestras vidas.
            Uno de los pasajes más gloriosos de la historia del arte tiene lugar cuando, una vez sepultado Alonso Quijano, don Quijote de la Mancha “se armó de todas sus armas, subió sobre Rocinante […]  embrazó su adarga, tomó su lanza y […] salió al campo con grandísimo contento y alborozo de ver con cuánta facilidad había dado principio a su buen deseo”.

            Les animo a hacer lo propio, a emprender la aventura y les garantizo que, una vez que se otorguen este placer impostergable, con orgullo pensarán en él a menudo… ¡Quién sabe! Tal vez hasta se contagien un poco de la lúcida locura del caballero andante, de su inconformismo, de su determinación por vivir bajo sus ideales y de luchar por hacer de este mundo algo más a su medida.

viernes, 4 de enero de 2013

Las cosas del arte


El diecinueve de noviembre es el aniversario de la muerte de mi hermano Luis Miguel. Es un día en el que siempre amanezco llorando. Esta vez fue diferente: desperté muy emocionado, pero sin lágrimas; quizás porque presentía que era necesario guardarlas para más tarde.
                Fuimos muchas veces juntos a la Plaza México, en tardes de gran expectación y también a novilladas nocturnas, bajo la lluvia y el frío. Era muy buen aficionado, de esos que disfrutan una gama muy amplia de toreros y de suertes; sensible, atento y respetuoso. Yo le decía: “Luis: me he convertido en un pésimo aficionado a los toros; sólo me interesa esa infrecuente particularidad de la tauromaquia que llamamos arte”.
                Este año tenía una gran ilusión de volver con él a la plaza, en especial porque estaba anunciado el artista en activo que más he disfrutado, el que más me hubiera gustado que viera. Le escribí ese día por la mañana, volviendo a escuchar unas bulerías que le ponía camino a los festejos: “Vente hoy conmigo, Luis, quiero contarte de tus sobrinas, del bebé que viene en camino; quiero abrazarte, dejar mis lágrimas en tu cuello, quiero verme en el júbilo de tus ojos. Vente, Luis, vamos a ver a Morante, quiero que le toques las palmas cuando borde esa media que platicamos. Déjame presumirte, caminar por Augusto Rodin con mi brazo sobre tu hombro. Vente conmigo, Luis, hoy quiero que todos sepan que eres mi hermano”.
                En compañía, además, de grandes amigos, ocupé mi barrera en la monumental. José Antonio no tuvo suerte en su primer toro. Cuando colgaron el cartel que decía “Chatote, 486 kilogramos” sobre la puerta de toriles y Morante miraba al destino con la barbilla sobre el burladero, alcé los ojos al cielo y pensé: “Venga, mi Luis, que salga el bueno”.
                El de San Isidro no se dejó torear con el capote y la esperanza comenzó a buscar recoveco en que el de la Puebla se dejara un detalle y en lo que acontecería después de la corrida. Pero entonces Morante se acomodó en un par de derechazos y todo cambió. En cuanto el sevillano tomó la muleta con la izquierda comenzaron los pellizcos y todos a gritar olés y a brincar del asiento con cada natural: le bastaron cinco para que la plaza se le rindiera. Yo quedé embriagado de inmediato y el llanto comenzó a fluir con cada pintura salpicada de albero como si el dique se estuviese cuarteando.
                «Reconciliar» quiere decir también “restituir al gremio de la Iglesia a alguien separado de sus doctrinas” y “bendecir un lugar sagrado por haber sido violado”. Luego de un cinco de febrero en que sentí que tanto los diestros como el público habían finalmente dado la espalda a cuanto me interesa del toreo, me alejé un buen tiempo de la México. Hasta la tarde que nos ocupa, mi antiguo derecho de apartado había permanecido ocupado por el eco fantasmal de los olés arrojados a aquellos brujos del siglo XX.
                Como les cuento, regresé, pues, acompañado por grandes amigos y por el recuerdo de mi hermano a renovar mis votos con el duende. Consumada la auténtica reconciliación por medio de la solera del sevillano, dejamos el coso capitalino en pos de otra emoción estética: en un restaurante nos esperaban, decantados, un par de riojas de leyenda.
                En distintas ocasiones he comentado sobre el Remírez de Ganuza Reserva 2004, ha sido un privilegio ir siguiendo la evolución en botella de este vino que parece no tener techo: al menos le quedan un par de décadas de vida y cada año se afina y redondea más. Esta vez no fue la excepción: si bien no habíamos salido del hechizo de Morante, al beber el Remírez acompañado de un jamón ibérico de bellota recién rebanado con maestría, el perfume de ambos nos elevó un suspiro más cerca de la bóveda celeste. Lo que a continuación entró por nuestras narices y se estacionó durante minutos en el paladar fue para apretar los ojos —de nuevo húmedos— y dar gracias a Dios…
                Uno de las cuatro o cinco mejores etiquetas de la Rioja es, sin duda, el Benjamín Romeo Contador. Hasta esta noche que les relato no había tenido la suerte de pasármelo por el morro. Como todos los grandes vinos del mundo, es un caldo que requiere de tiempo, de mucho tiempo. Las cosechas más asequibles pueden beberse a partir de los ocho o diez años. En este caso, la añada 2002 estaba en el principio de su madurez, lo cual hace una diferencia importante al momento de descorchar una de estas joyas.
                Se puede hablar indistintamente de estas faenas del torero y del enólogo: su expresión, profundidad, condensación, pureza, armonía, elegancia, singularidad y eslora, es decir, la vibrante emoción estética que me produjeron ambos ese día —encima compartido con tan exquisita comitiva y enmarcado por tan entrañable fecha— formuló el milagro de la anhelada reunión sentimental entre dos hermanos separados por la muerte: al ver los sobrenaturales muletazos de Morante y beber el elixir fragante de la botella de Contador, sentí a Luis Miguel tan cerca como había soñado esa mañana de diecinueve de noviembre, mientras tarareaba aquella bulería radiante que fueron sus ojos.

viernes, 9 de noviembre de 2012

Golpe de timón en The Wine Advocate


Como hemos comentado en distintas ocasiones, el mercado contemporáneo del vino está subyugado por un puñado de críticos influyentes. Sus juicios fijan precios alrededor del mundo, dictan lo que ocupará los anaqueles de las tiendas especializadas —sobre todo en la superpotencia compradora norteamericana—, desprecian marcas, encumbran, rigen.
            Hace unos meses, la revista The Wine Advocate del gurú Robert Parker asignó al inglés Neal Martin, un joven escritor de vinos independiente, que asumiera las regiones reseñadas durante muchos años por el veterano Jay Miller. Durante la primavera, el primer encargo de Martin fue conformar un capítulo sobre la cata de unos doscientos vinos del Priorat y un par de episodios retrospectivos: Vega Sicilia Único y Pingus, dos luminarias indiscutibles del firmamento español. Hasta aquí, la nariz del británico mantuvo los números más o menos cercanos a los de su antecesor.
            En septiembre apareció su examen de la Rioja y las sorpresas fueron mayores. La publicación de Parker tiene la fama de preferir vinos con mucho cuerpo, una gran presencia frutal y tánica, con dilatados músculo, expresión y personalidad: vinos de corte moderno: un estilo global, según se ha dicho. Si bien las excepciones que confirman esta reputación son numerosísimas, será difícil que el abogado baltimoreano y sus asociados se sacudan esta etiqueta. Tomando como punto de referencia esta percepción típicamente pragmática de la cultura del vino, es de notar que algunos caldos de corte tradicional que hasta hace poco habían sido relegados a habitar el fondo de los escalafones riojanos, aparezcan en el artículo de Martin en la cima de la viticultura de esta celebrada región.
            Tampoco es que el flamante salomón haya de plano invertido con sus calificaciones la supuesta constante editorial del boletín: siguen apareciendo en la cumbre algunas de las creaciones de los enólogos más vanguardistas, ejerciendo una selección quizás más exigente —según su particular enfoque— de lo que un Rioja que se precie tendría que ser, sobre todo en el sentido de su particularidad.
            Entre los primeros cuarenta vinos —los que alcanzan como mínimo los 95 puntos en el artículo de Martin—, sólo podemos hallar un puñado de botellas criadas en bodegas identificadas con el nuevo estilo en la D.O.C. (Benjamín Romeo y Finca Allende) y de otros tres o cuatro productores que pretenden encontrar un equilibrio entre lo clásico y lo moderno (Telmo Rodríguez, Fernando Remírez de Ganuza, Artadi y Luis Cañas). Todo lo demás es López de Heredia, Riscal, La Rioja Alta, Muga, Cvne, Murrieta… Bodegas centenarias que mantienen el espíritu de la Rioja de largas crianzas y métodos tradicionales: lo contrario al trabajo de Jay Miller, en donde prácticamente sólo las cosechas históricas de estas casas (1870, 1879, 1934, 1942, 1945, 1952, 1954…) encuentran lugar en estos cielos.
            Si bien nuestros gustos no se ajustan a los criterios de los críticos, no hay empacho en reconocer que es agradable enterarse de que los líderes de opinión confirman nuestras intuiciones: lo degustado y atesorado por décadas por fin encuentra su lugar en el podio global. Nos ha dado gusto esta revalorización de la Rioja clásica, quizás con la salvedad de que sus precios, moderados por los años de lejanía con la moda, sin duda volverán a subir. En unos años el péndulo volverá a dar su bandazo, mientras tanto, nos abocaremos a buscar esos grandes riojas que se salgan del candelero.
            Hasta aquí, todo bajo control. Pero las revisiones recién salidas del horno de Neal Martin no dejan de evidenciar el apuntado cambio de rumbo; verbigracia: sin salirse aún de la península ibérica, el crítico inglés califica ahora en noviembre a la cosecha más reciente de Quincha Corral, la 2009, con 86 puntos. En dos distintas ocasiones, sólo hace unas semanas, tuvimos la fortuna de catar la colecta 2001 de este vino doblemente único: un cien por ciento bobal [¿bo… qué? —una variedad de uva supuestamente austera, típica de la región valenciana—] que de forma insospechada impuso su carácter en mesas presididas por contendientes míticos, como Valsotillo Gran Reserva 1994, Arzuaga Gran Reserva 2001, Numanthia 2004 o Malleolus de Valderramiro 2001.
            No llama tanto la atención que el también terapeuta infantil, el doctor Jay, haya otorgado en su momento 95 puntos a esta joya sorprendente, sino lo que entonces escribió sobre él: “una mezcla hipotética de un grand cru de burdeos y un encumbrado rhone septentrional de Hermitage”. Si bien no hemos probado la cosecha 2009 de este mustiguillo (que está considerada tan buena como la 2001 en este pago utielano y que José Peñín califica con los mismos 95 de Jay Miller-2001) nos cuesta creer que haya descendido tanto su calidad como lo propone Martin.
            Pero la cosa no para allí: en la misma edición de la revista, Neal reseña casi mil etiquetas de Argentina. Lo primero que salta a la vista y mete a nuestra hipótesis (banal, quizás, pero sin duda sabrosa) dentro de lo razonable es que, en un país en donde la calidad de las cosechas es bastante regular, la distancia entre los puntajes otorgados por Miller y los del nuevo árbitro sea tan sustancial.
            Sin ir más allá, algunos de los vinos históricos del país andino, como el Achaval Ferrer Finca Altamira 2006 es recortado hasta en 4 puntos por Martin, lo cual representa, en estas cimas, todo un cambio de liga y ¡estamos hablando del mismo vino!, incluso, de uno seguramente más redondo y más cercano a su plenitud para esta nueva fecha de cata. Casi toda la gama de Achaval, una de las bodegas encumbradas por Miller, sufre un bajón similar.
            Lo mismo sucede con Viña Cobos: el casi perfecto para nuestra alma Malbec Marchiori Vineyard 2006 que reseñamos el año pasado (99 puntos, Miller), un vino que superó los 95 puntos de la publicación que nos ocupa durante diez años consecutivos, cae a los 92 puntos dentro del paladar de Neal en su versión 2010.
            Todo este análisis no saldría de lo anecdótico y lo obvio cada nariz es un mundo si no fuera porque lo que un aficionado al vino espera de su abogado, primordialmente, es honestidad, pero también consistencia. Si uno va captando el gusto de un crítico será más provechosa su guía; si se sabe que Parker, es decir, si se sabe que sus asociados desvalorarán, por ejemplo, el estilo más clásico de la Rioja y supervalorarán todo lo que produce o importa a su país Jorge Ordóñez, podremos ajustar su evaluación a nuestro paladar al momento de la compra, que es para lo que sirve gastarnos unos dólares en la suscripción.
            Se conoce (ya instalados en este ánimo), por ejemplo, que a los catadores de Wine Spectator no les parece extraordinario ningún vino español de este siglo que no haya sido criado en las cavas de Emilio Moro, Numanthia o LAN; que Peñín está convencido de que un fino La Ina es tan soberbio como un Pingus y que a todos los críticos afamados les huele casi igual un muy buen Mas La Plana que un sobrenatural Grans Muralles, ambos de Torres. Pero eso ya se conoce. La cuestión es andar rastreando en el celular al autor de determinada nota dentro de una misma web cuando estamos frente a trescientas opciones en la tienda…
            En fin, esto no es más que una de las partes lúdicas de la afición enológica. Como todas las artes, la música esencial de la vinicultura sólo resuena en los sentidos de quien la disfruta.